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– Tu padre te ha dejado en mis manos, chico.

– ¿Al menos a él lo has informado de adonde iríamos?

– Ya te he dicho que te ha dejado en mis manos, así que no seas tan pesado. Tú relájate y disfruta del viaje.

En ese instante Víctor intuyó que su custodio se había propuesto volverlo loco. La noción de la venganza, que a él te era tan afín, debía de ser la misma fuerza que movilizaba a Olsen. Claro, de repente creyó comprenderlo todo: él sólo sería el instrumento mediante el que Olsen le haría pagar al viejo todas sus afrentas. Quería destruirlo sin ver que podría ser su aliado y que podían unirse en el odio. Es una lástima que no lo entienda, pensó. Pero no sabía cómo decírselo.

Venganza. Olsen quería vengarse.

La idea en parte le hizo sentirse aliviado, como si la cosa no fuera con él, ya que era contra su padre. Eso le permitía dejarse llevar sin ofrecer resistencia. Hasta en el cuerpo sentía una grata sensación de pasividad: lo percibía flojo, desganado y desprovisto de intenciones, como un vegetal. No es fácil volver loca a una planta, pensó, y el pensamiento le hizo sonreír.

– Al parecer disfrutas del viaje, chico -comentó Olsen,

– No lo paso del todo mal.

– Pues me alegro, dentro de un rato lo pasarás aún mejor.

Estacionaron frente al portal de un edificio de apartamentos, en la calle del doctor Fleming. Un lugar donde Víctor nunca había estado. Olsen tocó un timbre de un panel de bronce con una cámara de televisión en el frontal. Zumbó una chicharra y la puerta se abrió automáticamente. Olsen la empujó y se hizo a un lado para dejarle paso. Víctor vaciló; empezaba a tener miedo. Olsen puso una mano en su espalda y, sin miramientos, lo lanzó al interior del inmueble. Subieron en un ascensor hasta el cuarto piso. Olsen llamó a una puerta de las dos que había en el pasillo. Enseguida se vio que alguien los observaba por una mirilla, detrás de la cual apenas se percibía un juego de sombras. La misma persona entreabrió la puerta, pero sin dejarles paso: la hoja se hallaba asegurada por una cadena que impedía abrirla del todo desde el exterior. Una mujer, de entre treinta y cuarenta años, prolijamente peinada y maquillada, les preguntó por sus intenciones. Olsen murmuró unas palabras que Víctor no alcanzó a oír, pero de inmediato la entrada quedó expedita y la dama pronunciaba con voz cordial y un punto festiva: «Pasen, señores, pasen ustedes».

Entraron a un salón de dimensiones regulares. Las paredes estaban pintadas en tono carmesí. Abundaban los divanes y las butacas mullidas, de paño gastado. Varias lámparas cubiertas por pantallas de tela o pergamino, rematadas por guardas de borlas y de flecos, proporcionaban una luz tenue y cálida. Había un pequeño bar. Como música de fondo sonaba una canción de Los Panchos: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer».

Había mujeres allí dentro. Siete mujeres jóvenes, aparte de la que los había dejado entrar. Chicas entre los dieciocho v los veinticinco años, todas de buen ver, todas a medio vestir. Sus prendas estaban confeccionadas con vaporosas telas de satén, gasa o muselina. Algunas iban calzadas con zapatos de tacón alto, otras con chinelas de color celeste o rosa, siempre con un pompón. Llevaban las uñas de pies y manos pintadas de rojo subido, igual que sus labios. En un extremo del salón dos de ellas conversaban animadamente con dos hombres, las demás yacían desparramadas con posturas lánguidas sobre los divanes y butacas. Esas chicas miraban con insistencia a los recién llegados; no eran miradas vacías, carentes de intención, como las de aquellas personas que observan un instante a sus compañeros de viaje en los transportes públicos. Eran miradas cargadas de complicidad y juego.

Así lo contó más tarde Víctor, en su diario:

Nunca olvidaré ese infierno que pretendía la apariencia de un paraíso de placeres. Aquellas mujeres representaban con maestría un juego de máscaras para el que no me hallaba preparado. Todo lo que sucedió a partir del instante en el que entramos se agolpa en mi memoria de modo confuso. Los hechos se mezclan y surgen como los bruscos resplandores de un flash. Estaba acomodado en un sillón, con una bebida en la mano; una chica se había sentado sobre mis piernas y hurgaba con sus dedos debajo de mis pantalones. Unos dedos que eran como esos flagelos ondulantes y contráctiles de los organismos unicelulares, cuyas características había explicado el profesor de biologíta, en el institutof esa misma semana. ¡Qué dedos terribles! Un momento más tarde, estimulado por Olsen y aquella mujer de dedos ondulantes, yo mismo la abrazaba mientras ella me refregaba los pechos por la cara, como si quisiera asfixiarme con sus belicosas mamas, Me veo después, bailando en medio del salón, bailando con la chica de los dedos o con otra… No sé, no recuerdo. Bailábamos al compás de una música melosa. Todavía creo oír el eco de un coro de voces dulzonas que entonaba: «Si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti…». Un fondo de risas agudas, de índole perversa, parecía festejar cualquier situación. Quizá se burlaban de mí, acaso sólo estaban alegres, ¿cómo habría podido saberlo?

Más tarde fui conducido (¿o debería decir que fui empujado?) por un par de mujeres y por Olsen, a una habitación reservada. Era un dormitorio amplio y en el medio había una cama circular y muy grande. Se trataba de una habitación con las paredes acolchadas y tapizadas por una tela de color rosado. Recordé haber oído decir que en las celdas de los manicomios las paredes también están acolchadas; lo están para que los locos furiosos no se destrocen las cabezas. Me pregunté si estaban por encerrarme en una celda y si el lugar era una combinación de burdel y manicomio. Sin embargo yo nunca había dado muestras de ser un loco furioso. Tal vez el único loco furioso que había allí fuera Olsen. Pensé decirles a las chicas que mi acompañante había estado preso por asesino, sin embargo, no logré reunir suficiente coraje.

Un espejo cubría todo el cielo raso, y también había grandes espejos en las paredes, y cuando los descubrí pensé que entonces la habitación no sería una celda para locos furiosos. Un loco furioso jamás sería encerrado en un cuarto con espejos, no sólo para que no pudiera contemplar sus propios gestos de locura; más que nada para que no se hiciera sangre destrozando esos espejos. Mientras pensaba todas esas cosas, y también que un loco que rompiese un espejo tendría siete años de mala suerte, pensé al mismo tiempo que mis pensamientos eran absurdos y que en esos momentos debía de estar algo trastornado por la situación. Es curioso eso de pensar sobre los propios pensamientos, es como pensar espejadamente. Más curioso aún es pensar sobre lo extraño que resulta pensar acerca de los pensamientos, eso ya es como cuando se está ante espejos enfrentados y uno ve su propia imagen reproduciéndose de modo infinito. ¡Dios, si: debía de estar enloqueciendo! Al parecer, Olsen se hallaba a punto de conseguir su objetivo y de ese modo se vengaría del cerdo de mi padre.

La chica que me desnudó dijo llamarse Margot, era la de los dedos flagelantes, la que me sobaba en el salón. La otra era una china, o una vietnamita tal vez, y quién sabe si no sería filipina o boliviana,

Olsen no intervenía activamente en el juego, él se había sentado en una pequeña butaca, a un lado de la cama, y fumaba sin parar. Parecía cumplir las funciones de un director de escena: ¡es decía a las chicas qué debían hacer y cómo. Además, comentaba las pequeñas situaciones como si estuviera a cargo del montaje de una ópera. Siguiendo sus órdenes Margot se tendió en ¡a cama, desnuda, con las piernas abiertas para que viera -bajo la pelambrera- los labios internos de su vagina, que ella separaba con esos dedos de flagelo de organismo unicelular. «Míralo bien, chico. Es un coño», decía la muy perversa. «Ahí es donde debes meter tu colita para hacerte un verdadero hombrecito.» Esto último lo dijo Olsen. No lo podía creer; me pareció estar escuchando al grosero de mí padre. Me dije que quien se expresaba de ese modo no podía tratarse del mismo individuo que leía a Dylan Thomas. De inmediato me sentí patético por haber pensado tal cosa. No, Olsen no era como mi padre; él era un monstruo especial, capaz de transformarse de un momento al otro. Olsen era un demonio con la imaginación del marqués de Sade. Entendí que la admiración que por él sentía me impediría odiarlo jamás plenamente. Así pues, aunque sólo fuese por complacerlo, traté de representar un buen papel. De pronto le oí decir, con el más desvergonzado de los acentos, que me pusieran un condón, no fuera que acabara pegándoseme una peste. Ak, Olsen no me odia del todo. me dije.