Fuera, la noche se presenta calma bajo un cielo estrellado. Nada se mueve entre los callejones de tierra limitados por paredes de chapas y cartones prensados, ni siquiera el aire se mueve. Olsen entorna los párpados, con el afán de aguzar el oído y no oye nada que lo induzca a levantar el arma, sólo alcanza a oír sonidos lejanos provenientes de las calles situadas al otro lado de la ciudadela de barracas, ruidos tempranos de motores de automóviles que comienzan a rodar por las avenidas. En el horizonte, por encima del cruce de carreteras, una estrecha franja mercurial se ensancha y se hace más intensa mientras desplaza la oscuridad para iniciar un nuevo día, y Olsen renuncia a su pesadilla, pero no se sacude el miedo y vuelve a decirse que le gustaría tener cerca a la Bestia Elizalde. Y otra vez se dice que es imposible.
Olsen respira hondo y compara ese aire fresco con el del interior de la barraca, tan lleno de olores humanos. Evoca el olor de Matilde, el olor de su sexo. De pronto se sorprende evocando olores de otros sexos. Pero el miedo vuelve a acometerlo y trae consigo otros recuerdos.
Si Víctor Iturralde pudiera verlo quizá tardaría en recoñocer que es el mismo hombre. Así se dice Olsen en cada oportunidad que percibe el desasosiego apoderándose de su respiración. Diez años, casi, han transcurrido desde el día que el chico y él se coñocieron.
Era un tipo corpulento Olsen, pero sin abultamientos en ninguna parte del cuerpo. Y no se movía con pesadez. Un gorila ágil y fuerte que lo protegería y haría más destacable su miseria de carácter de nene de papá que crece entre machos prepotentes. Tenía un rostro duro Olsen, casi inexpresivo, salvo un deje de desprecio, sin duda destinado a los niños insignificantes como él. Así le pareció a Víctor Eturralde la primera vez que lo vio, que fue la primera vez que lo odió. Horas más tarde, antes de dormir, asentó tales impresiones en su diario.
Venía a cuidarlo a él. Lo habían integrado en el equipo de custodia personal de su padre; uno más entre los guardaespaldas, pero su función precisa era proteger al heredero del poder. Defenderlo del mundo. «Pimpollito pequeño», solía decirle mamá, y ella fruncía los labios regordetes. «¡La flor delicada!» Así se había burlado muchas veces el maldito viejo. ¡Cuánta vergüenza le había hecho pasar tantas veces el maldito viejo! ¡Cuántas veces le había hecho pasar tanta vergüenza!
– Aquí lo tienes, Olsen: éste es Víctor, mi hijo -dijo el amo y señor, y lo señaló con la mano entendida, como quien presenta una mercancía de alto precio que se debe custodiar-. Dense la mano -ordenó Aníbal Iturralde-. Él te llevará al instituto en el coche, Víctor… En fin, te cuidará y todo eso. Tal como están los tiempos hay que andarse con tiento. Olsen es un viejo amigo mío. ¿Verdad que somos viejos amigos, Olsen?
– Hum -dijo el gorila con desgana mientras asentía con la cabeza. Y no dijo nada más.
Víctor juzgó ridículo que su padre pregonara lo de viejos amigos; resultaba evidente que el gorila, que tenia una mano poderosa y que, sin embargo, apretaba sólo lo justo, era mucho más joven que su patrón. Su padre, por cierto, era viejo, muy viejo. No cabía duda de que podría ser su abuelo, y nunca tuvo en claro cómo mamá se unió a un hombre de tanta edad.
Una cosita enclenque, una espina de pescado, un gusanito con la cara llena de espinillas que me mira como si fuera a comérmelo. ¿Y qué edad tiene? Diecisiete años. No parece de más de catorce. Un niño delicado. ¡Qué cosas! Y pensar que el viejo Iturralde siempre fue una bestia, se dijo Olsen. ¿Cómo le habrá salido un hijo así?
Es todo un bravucón, no cabe duda -puso Víctor en su diario-. Debe de creerse superior por haber estado en la cárcel, por haber matado a otro hombre. Con seguridad se las ingeniará para poner de manifiesto mi debilidad. Se divertirá haciéndome sentir una nada.
– Bueno, ya tenemos un buen equipo, muchachos -sentenció Aníbal Iturralde, y envolvió con una mirada posesiva a los cuatro hombres reunidos en su despacho al tiempo que quitaba la vista del cuerpo del hijo, que permanecía de pie, con la espalda apoyada contra la pared forrada en roble. A partir de ese momento fue como si el muchacho no estuviese-. El mundo de los negocios es muy duro hoy día, muy duro -se quejó don Aníbal.
El viejo va a empezar uno de sus discursos, se dijo Víctor Iturralde.
El viejo va a empezar uno de sus discursos, se dijo Olsen.
– Es duro el comienzo. Pero más duro se hace el camino a medida que avanzas en la vida. Cuanto más creces tú tanto más crece la envidia a tu alrededor. El árbol pequeño parece débil, pero su mayor defensa está en que nadie repara en él. El árbol grande no deja crecer a los pequeños que están cerca, pero gracias a él hay sombra en el bosque, jcoño! Sin embargo, siempre es candidato para el hacha… ¿Que opinas, Olsen?
– Opino que se trata de un interesante ejemplo forestal.
¡Epa! El gorila parece tener algún sentido del humor, se sorprendió Víctor.
– ¡A la mierda con tus gracias, Olsen! -exclamó don Aníbal, con el rostro repentinamente más congestionado que de costumbre. Los canales sanguíneos que le surcaban las mejillas y la nariz, obtenidos con la perseverancia del asiduo bebedor de whisky, parecieron a punto de reventar, como siempre que se irritaba-. Quiero decir que hay que andarse con cuidado; ¡estar al loro! A ver si me explico: ya no hay competencia sana, lo del libremercado es una patraña asquerosa. Ahora, cuando no te pueden barrer limpiamente, quiero decir, con prácticas comerciales, te mandan inspecciones fiscales, te organizan huelgas, sabotean tus industrias, te cortan los créditos, incendian tu casa, te disparan a la cabeza, te secuestran, te torturan, raptan a tus hijos…
De modo que el tal Olsen estaba allí para evitar que al jefe le robaran el hijito con el fin de hacerle chantaje, descubrió Víctor. Y descubrió asimismo que su padre, al enumerar tanto1; posibles desastres, debía de estar pasando lista a sus propios procedimientos.
Aníbal Iturralde hubiera preferido que Olsen fuera más expresivo. Era un hombre cuya presencia lo perturbaba. ¡Pero quién coño se creía! De no ser por él lo habrían liquidado en la cárcel, y, en caso de haber sobrevivido, en esos momentos estaría en alguna chabola y andaría robando radios de coches para poder comer. Dos días antes, todavía estaba en chirona. El le había dado trabajo, sus hombres le habían conseguido un apartamento; tenía ropas nuevas y dinero abundante en el bolsillo, y con todo continuaba siendo un desagradecido. Siempre fue un chulo, él ya lo supo años atrás, cuando lo coñoció en Argentina. Era un chavalito entonces… un pendejo, pero parecía muy seguro de sí mismo: un pendejo compadrito, como dicen en aquel país. Quizá se sentía tan seguro porque era fortachón, o tal vez porque leía muchos libros. Y si tenía tanta lectura en la cabeza, ¿qué hacía entre malandrines iletrados? ¿Por qué no se ganaba la vida de otro modo, con tanta cultura como parecía tener? ¿Eh? Lo peor era que no quería recoñocer que él podría ser su padre, y aunque no tuviese muchos estudios ni tanta fuerza de carácter, le podría enseñar muchas cosas de la vida.
Muchas otras veces, igual que en esos momentos, Víctor Iturralde había sorprendido a su padre como ensimismado a su pesar. Se detenia en medio de una frase y perdía el hilo. Era imposible adivinar qué retorcidos pensamientos le enredaban la razón.