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Como quiera que fuese, no conseguía meterme en la situación. Cuanto más me esforzaba por lograr una erección tamo peores eran los resultados. «Mientras tenga la picha floja a este pollo no le entrara el condón -dijo Margot, y como para hacerme sentir más avergonzado añadió-: Cariño, esta pichita tan desmadejada se va a perder dentro de mi cacerola.» Enseguida dio comienzo el coro de risas. Recuerdo ese sonido cascado e hiriente de las risas de las putas, lo recuerdo mezclado con las voces de Los Panchos: «Suave, que me estás matando, que estás acabando con mi juventud…», entonces acabé de comprender de qué modo Olsen me volvería loco: así obligándome a vivir situaciones esperpéntícas hasta convertirmeen un guiñapo desprovisto de voluntad y del menor respeto hada mí mismo.

Este chico no puede dejar de exagerar, pensó Olsen al leer esa parte del diario. Sin embargo, sintió el peso de la vergüenza. Ya lo había experimentado aquella tarde, en el apartamento de las putas, aunque no dejó que nadie lo notara. Pero sí que finalmente salió de la habitación por si fuera el caso de que al verse a solas con las muchachas Víctor se animaba, ya que, lo comprendía muy bien, debía de sentirse inhibido al estar él presente.

Media hora más tarde volvió a entrar. Encontró al muchacho sentado en el borde circular de la cama. Lloraba convulsivamente.

– Bueno, ya está bien por hoy. Vámonos. Otra vez será -dijo Olsen.

Unos minuto1; más tarde salieron a la calle. Era de noche. Se metieron de inmediato en el Mercedes y Olsen llevó a Víctor hasta La Moraleja. Durante todo el viaje permanecieron en silencio.

Ahora, en el pabellón, Víctor evoca el día en que Olsen lo llevó a la calle del doctor Fleming, al piso de las putas. Hace rato que golpea la bolsa de arena. Comienza a advertir que un dolor caliente sube por sus antebrazos, se apodera de los brazos y se aposenta en los hombros. El ahora es otro hombre. Olsen se asombraría de verlo tal como es ahora. Pero Olsen está lejos; sí, quizás está lejos, aunque él no lo sabe con seguridad. En todo caso está escondido, y siempre es remoto el paradero de aquel cuya situación se ignora.

Un criado golpea a la puerta. Ha venido a avisarlo de que ya han llegado todos los invitados. Víctor despacha al sirviente y después se mete en la ducha.

En la mañana que siguió ala noche del burdel, Víctor Iturralde despertó con una pronunciada sensación de pesadumbre. También de extrañamiento, como si lo ocurrido horas antes no tuviese que ver con él, como si se lo hubieran contado y sólo hubiese sido el espectador de un escarnio ajeno. La sensación de pesadumbre llegaba acompañada por un fuerte malestar físico. Acaso las copas habían contribuido a aumentar su indisposición, pues no tenía la costumbre del alcohol. Era sábado y no había clases, así que pudo quedarse más tiempo en la cama. Más de tres horas esperó a que lo llamara Olsen para iniciar el entrenamiento. Se preguntaba qué nuevas torturas inventaría su instructor. Como Olsen no venía bajó al comedor. En la casa sólo se encontraban los sirvientes, Aníbal Iturralde estaba de viaje y Olsen aún no había llegado. Al acabar el desayuno, Víctor salió al jardín. Llevaba consigo un libro de poemas y su diario:

Es un día soleado y no muy caluroso. Una brisa apacible agita suavemente las ramas de ¡os pinos y las aves revolotean de árbol en árbol. Sus trinos son un canto de alegre inocencia. Es increíble que puedan surgir sonidos tan bellos en un mundo extremadamente sórdido.

Me procuro un sitio a la sombra para leer a Walt Whitman: «El aire no es un aroma, no huele a nada. / Desde el principio ha sido destinado para mi boca, estoy enamorado de él. / Iré a la ribera junto al bosque, me quitaré el disfraz y quedaré desnudo. / Me enloquece el deseo de que el aire toque todo mi cuerpo».

Mientras leo tan bellas frases intento empaparme de su más hondo significado. Y al hacerlo comprendo que, pese a todo, mi ser más íntimo es libre. Sí, Olsen, soy mucho más libre que tú, ¡vasallo prepotente! Igual que a Whitman, me bastan unas pocas hojas de hierba para fundir mi espíritu con el mundo, pero tú siempre vivirás atormentado por tus propios demonios.

Al acabar de leer el último párrafo, que le pareció cursi c involuntaria menee cómico, Olseii conjeturó que Víctor debía de sospechar que él espiaba su diario. Sin duda las palabras que allí aparecían estaban escritas para que 61 las leyera. Quizás el muchacho, de ese modo, le decía lo que no se atrevía a expresarle verbalmente. No era para nada casual que el chico no escondiese mejor el cuaderno. Olsen consiguió un cuaderno para él. Esto va a ser divertido, se dijo.

Del cuaderno de Olsen:

Es cierto, Víctor, que me atormentan mis demonios, pero tal vez mi espíritu también pueda fundirse con el mundo, igual que en ocasiones se funde una pastilla de jabón, disminuida por el uso, con otra nueva: suele hacerse para ahorrar. El espíritu mío tiende a fundirse con un mundo de demonios, como tú bien dices. Ahora bien, como sabrás, los demonios viven en el Infierno, que es donde hace mucho calor y por eso allí todo se funde. 'Iodo se funde como la cera bajo el sol, y si te llevara conmigo acabarías convertido en una especie de fondue» de queso suizo. Es probable que te lleve conmigo, sí. ¿No te da miedo, capullito?

Mira, Víctor, es fascinante este mundo demoníaco. Es un mundo violento y pervertido. Un mundo regido por el caos y los principios del mal, como dirías con tu léxico repleto de adjetivos. De lodos modos, es un mundo más interesante que el tuyo, ya que al menos lo he elegido. En cambio tú no puedes decir lomismo.

Como quiera que sea, me preocupa el pretencioso amaneramiento de tu prosa. No deja de ser penoso que un alma tan sensible, ¡ay!, se exprese con cursilería. Corrige el estilo, Víctor; se supone que debería ser yo el orangután ajeno al mundo del espíritu y la delicadeza. Tu juventud no te excusa; Rimbaud tenía casi tu edadcuando llegó a la cima.

Olsen cerró el cuaderno y lo colocó junto al diario de Víctor. Tenía la seguridad de que el muchacho lo leería.