Выбрать главу

A medida que transcurrían las semanas Olsen exigía de su pupilo cada vez más entrega al entrenamiento y mayor esfuerzo físico; ciertos días lo llevaba al borde del agotamiento. En época de vacaciones lectivas dedicaban las mañanas a los ejercicios de fuerza y resistencia; después de almorzar y del descanso de las primeras horas de la tarde, se concentraban en el pabellón para las sesiones de lo que Olsen denominaba «Lecciones avanzadas de defensa personal».

– Procura siempre dominar el espacio central, Víctor. No te dejes empujar hacia las paredes.

Situados en el centro de la estancia, Olsen dijo que debían imaginar que el suelo era el tatami. "

– Es más duro que un tatami. claro, pero mejor así. Piensa que si alguna vez tienes que defenderte en la calle no tendrásuna colchoneta donde caer… por ejemplo, como ahora. -Sin advertírselo, Olsen efectuó un barrido de piernas. Víctor cayó al suelo de manera estrepitosa-. Ya puedes ver qué efectivo es este sistema; vamos a practicarlo.

Después de una media docena de caídas, Víctor tenía el cuerpo dolorido. Comprendió que, con el pretexto de la defensa personal, Olsen lo estaba sometiendo a un nuevo tipo de castigo. Recordó las historias que se contaban acerca del marqués de Sade -a quien nohabía leído-; se sabía que Sade sentía placer al azotar a unas pobres mujeres.;Sería Olsen un sádico pervertido? Contuvo un sollozo; haría lo posible por soportar el tormento con el mayor estoicismo. Su capacidad de sufrimiento debería superar la imaginación de su atormentador. Sintió orgullo de sus propios pensamientos: eran verdaderos hallazgos y los registraría en su diario íntimo.

– ¡Deja ya de papar moscas, Víctor! -aulló Olsen-. ¿Estás en la luna? Vamos, concéntrate en el trabajo, ¡joder!

A los barridos de piernas les siguieron las proyecciones de caderas, que de nuevo le hicieron tomar contacto con el duro suelo. Lo siguiente fueron las variadas llaves de brazo y de luxación, muy dolorosas para la articulación del codo. Víctor temió que su instructor acabara rompiéndole las extremidades. Peor fue la llave llamada de estrangulamiento; mientras la efectuaba, Olsen no dejó de percibir el miedo que paralizaba al muchacho. Quizás éste realmente temía que él lo acogotara, pensó. No pudo evitar un asomo de lástima. Pero se sobrepuso, y al igual que todas las veces que veía insinuarse en su interior la menor compasión, evocó la imagen de Aníbal Iturralde. Tan sólo con recordar la cara, la panza y la voz de su patrón, a Olsen se le reavivaba el odio.

– A esto se le llama una llave de inmovilización -dijo Olsen, en tanto lo retenía en el suelo, manteniéndolo completamente paralizado, con el rostro casi pegado al suyo.

En aquel instante detectó en los ojos del muchacho la carga de confusos sentimientos que le provocaba. Capturó en aquella expresión un mensaje ambiguo pero colmado de intensidad: una involuntaria señal que le permitió intuir el modo de efectuar su venganza. Vaciló un momento, ¿podría hacerlo?, y en tal caso, ¿pagaría el hijo por las canalladas del padre? Sí, ese chico a fin de cuentas era propiedad de Aníbal Iturralde. Él sentía la necesidad de vengarse. Lo deseaba; lo deseaba mucho. Había dentro de él un ser descoñocido al que le urgía vengarse en la carne del hijo. Llevado por esa urgencia, y sin mediar palabra, empezó a desatar el cordón de los pantalones deportivos de Víctor mientras no dejaba de aferrado fuertemente

– Olsen se las arregló para quitarle los pantalones al muchacho, y no le sorprendió que éste no ofreciera resistencia y se limitara a suspirar repetida y aguadamente. El chico tenía nalgas muy redondas y muy blancas. Sin saber por qué. la visión de esas nalgas incrementaron el furor de Olsen. Se quitó sus propios pantalones y 'descubrió que tenía una hierre erección. El espectáculo de su miembro envarado, junto a las nalgas blancas del hijo de su enemigo, contribuyó a exaltarlo más aún. Iba a atravesar con su lanza el corazón de Aníbal Iturralde.

Cuando Víctor se sintió penetrado alcanzó a gemir: «Me haces daño». Lo dijo con voz suave, pero no intentó liberarse. Sintió que esa cosa ajena y sojuzgante con la que Olsen entraba en él lo ligaba más que nunca al hombre. Y Olsen exclamó:

– ¡Tu padre rne arruinó la vida, mariquita!

– ¡Perdón! -suplicó Víctor, sin parar mientes en lo absurdo de la disculpa.

– ¡Tu padre me arruinó la vida! -volvió a decir Olsen mientras intentaba penetrar más hondo.

– ¡Perdón, Olsen, perdón!

– ¡Tu padre me arruinó la vida! -repitió Olsen.

– ¡Perdón! -dijo Víctor, con tono agitado.

– ¡Tu padre me arruinó la vida! -dijo Olsen con voz desfalleciente.

– ¡Perdón, Olsen, perdón! -Con instintiva naturalidad llevó las manos hacia atrás para rozar los muslos de Olsen, mientras se dejaba ganar por el placer de sentir en la piel el tacto de sus manos fuertes, que alternativamente oprimían y acariciaban, y la entrecortada respiración que agitaba los pelillos de su nuca. Enseguida registró un cambio en la modulación de la voz de Olsen; con tono colérico éste lo acusaba:

– ¡Asi es como te gusta, eh! ¡Te gusta que te la den por el culo, mariquita!

– ¡Sí, me gusta así, Olsen! ¡Así, sí, me gusta así!

Gimieron ambos, con las convulsiones del orgasmo simultáneo. Olsen aflojó el abrazo mientras crecía en su interior la confusión y esa clase de tristeza que sobreviene tras un apareamiento oprobioso. Con brusquedad, apartó su cuerpo del de su amante.

Después se mantuvieron un tiempo inmóviles, en el suelo, en silencio; estremecidos por la inesperada revelación.

Olsen fue el primero en ponerse de pie. Buscó en el bolsillo de su chaqueta, en el respaldo de una silla, el paquete de tabaco y el encendedor. Al sentarse sintió en la piel de las nalgas el tacto de la madera: tomó conciencia de su medí;-desnudez y se imaginó grotesco. Encendió el cigarrillo y aspiró largo tiempo. Soltó el humo junto con una espasmódica carcajada, después dijo:

– ¿Qué te ha parecido la clase de defensa personal, nene?

Víctor, que aún permanecía echado en el suelo, sólo acertó a sonreír. De inmediato se incorporó. No sabía si el tono de broma era amable o cruel. Creyó que tenia que pronunciar algunas palabras, cualquier cosa:

– ¿Me das un cigarrillo, Olsen?

– ¿Ahora vas a empezar a fumar? -gruñó Olsen, y le alcanzó el paquete.

– Tal vez debería hacer todo lo que tú haces, ¿no crees así?

– Claro, y nos iremos haciendo cada día más cochinos.

– Yo no tengo la culpa -protestó Víctor, y'encendió si cigarrillo.

– No, claro que no. Ahora va a resultar que tengo yo h culpa de que tú seas un tremendo maricón.

– Eres tú el que me enseña todo. Yo sólo me dejo llevar

– Sí, ya veo. Y pensar que tu padre me encargó que te hiciera un macho… El pobre no podía adivinar que eres marica por naturaleza.

– ¿Y tú qué eres, Olsen?

Una fuerte bofetada fue la respuesta. Víctor se llevó mano a la mejilla, como intentando calmar el ardor. De sus ojos brotaron abundantes lágrimas que no se esforzó en ocultar.