Al verlo llorar Olsen sintió cierto desasosiego que al principio tomó por lástima, pero que, como acabó por descubrir, estaba más cercano a la ternura. En ese momento renunció para siempre a la venganza.
Cuando Víctor vio que Oisen volvía a aproximársele, se cubrió el rostro con el antebrazo. Para su sorpresa, en lugar de un nuevo golpe recibió palabras de disculpa y caricias por encima de la frente. Ahora él le hablaba con voz suave:
– No llores más, Víctor… Mira, vayámonos a la ducha, ¿quieres?
Un momento más tarde estaban juntos bajo el chorro de agua y cada uno de ellos recorría el cuerpo del otro con las yemas de los dedos. Empezaron a besarse.
– Olsen -musitó Víctor.
– Llámame por mi nombre, Víctor. Nómbrame así cuando estemos solos. Víctor, dime Víctor. Ahora para ti sov Víctor, Víctor.
– Sí… ¡Víctor, Víctor, Víctor!
– ¡Víctor!
Acaso, con la ilusión de que al nombrar al otro cada uno se nombraba a sí mismo, no cesaban de pronunciar el nombre compartido; y durante aquellos instantes creían convertirse en un solo ser.
En su pequeño apartamento, en el centro de Madrid, Olsen bebía whisky. En algún momento miró la hora: pronto asomaría la madrugada. Había regresado hacía rato de La Mora leja. Se sentía embotado, pero podía evocar, aunque de modo difuso, el tacto de la piel de un muchacho que se le había entregado cuando su propósito era violarlo. Olsen podía recordar haber pensado que también él se entregaba. Después intuyó que ya no podría seguir en la dirección de la venganza. Igualmente supo que su propia vida se hallaba sometida designios aleatorios. ¿Desde cuándo llevaba en su interior semejantes impulsos, tan ocultos como poderosos?
No lograba dormirse ni esperaba poder hacerlo, así que no se había desvestido. Daba cortos y frenéticos paseos por el pequeño salón impregnado del humo de sus cigarrillos. Fumaba tres o cuatro caladas y después los aplastaba en el cenicero atiborrado de colillas. Todas las ventanas estaban cerradas; las cortinas también cerradas; las persianas bajadas, el cerrojo de la puerta trabado. Procuraba sentirse aislado en una madriguera subterránea o en una cápsula espacial; separado del mundo, apartado para siempre del resto de la humanidad.
Sentía extrañeza al haber recuperado su nombre de pila. Hacía mucho que no lo llamaban normalmente por el nombre con el que fuera nombrado en su infancia. Le costaba recoñocerse en ese nombre. Los carriles por los que su existencia había transitado hasta unas horas antes ya no eran los mismos. Comparó sus últimas acciones con la trayectoria de un tren que entra en un ramal imprevisto.
También Víctor Iturralde, en su habitación de La Mora-leía, se encontraba insomne, pero, opuestamente a Olsen, en su desvelo disfrutaba de un creciente sosiego. Tenia el presentimiento de que lo ocurrido era el inicio de una nueva vida repleta de experiencias inéditas que aún no conseguía imaginar, pero que sin duda lo convertirían en alguien semejante a Víctor Olsen. Lo anegaba la alegre emoción de hallarse de estreno, y como sintió que debía registrar y definir ese torrente, se puso a escribir en uno de sus cuadernillos.
Del diario de Víctor Iturralde:
Hasta hace pocas lloras creí que para mí todos los caminos estaban cerrados. Mi padre me hace custodiar para evitar que me secuestren, pero mi único secuestrador es él, y siempre supe que sólo su muerte podría liberarme. A la espera de la llegada de ese momento permanecí desde mi niñez en estado larval, resignado a soportar interminables vejaciones, aguardando el día de mi redención. Pues bien, el día ha llegado, ha ¡legado mucho antes de lo que suponía. Nunca habría imaginado que iba a ser uno de sus propios hombres quien me abriría la puerta de un mundo nuevo. Pero ese hombre, que lleva mi propio nombre, no es un hombre cualquiera. Ahora entiendo muchas cosas, entre otras los caprichosos trazados del destino. Por muchos años me he preguntado la razón de que la fatalidad me hiciera nacer de la simiente de Aníbal Iturralde, ya que de haber podido elegir, muy gustoso habría cambiado tal azarosa circunstancia por cualquier otra, incluso la de haber muerto en las entrañas de mi pobre madre. Ahora sé que todo tiene su motivo en la aparentemente absurda constelación de circunstancias que. nos hace nacer en un lugar determinado: quiero decir que sé con certeza que si la suerte me ha puesto en esta casa y no en cualquier otra, ello ha sido porque era éste el lugar en el que iba a encontrarme con Víctor Olsen para fundirme con él y así participar de su fuerza, a cambiode la cual le daré todo el juego que conservo en mi interior desde hace tanto tiempo.
Espero con ansiedad nuestro próximo encuentro, Víctor Olsen.
En una hoja aparte escribió «Víctor Olsen» repetidas veces y con letras grandes, seguidamente besó la hoja no menos de una docena de veces.
Por la mañana Olsen yacía sobre la alfombra. El exceso de alcohol había podido con él a la llegada del alba. Lo despertó el timbre del teléfono. Se incorporó con dificultad para atender a la llamada, pero después de andar dos pasos comprendió que iba a vomitar. Fue al lavabo. Cuando acabó de vaciar el estómago el teléfono había dejado de sonar.
Con todas las ventanas cerradas no podía saber si era de noche o de día, y no sentía interés en averiguarlo. Se enjuagó la cara con agua fría y volvió al salón. La botella de whisky estaba vacía, pero en el pequeño mueble donde guardaba sus reservas encontró una de bourbon. Se sirvió medio vaso. El primer trago llegó a su estómago como una bola de plomo todavía caliente, pero enseguida se sintió reconfortado. Encendió un cigarrillo, y después de tragar el humo un par de veces lo aplastó, asqueado, entre la montaña de colillas que desbordaban del cenicero. Volvió a sonar el teléfono.
Desde el otro lado le llegó la voz de Godoy. El hombre preguntaba, de parte de don Aníbal, por qué todavía no había llegado a la casa. Si era que se había quedado dormido o qué coño le sucedía. En ese momento Olsen se acordó de Víctor. Lo atropellaron los recuerdos de la noche anterior. Un fuerte estremecimiento recorrió su columna vertebral.
– Olsen, todavía estás ahí? Contesta, hombre. ¿Qué coño te pasa? -chillaba el Caribeño.
– Caribeño, ¿eres tú? -preguntó disparatadamente, con el solo propósito de tener tiempo de pensar.
– ¡No, coño! ¡Si voy a ser tu abuelita!
– No me siento bien, Caribeño. Dile a Iturralde que hoy no iré… quizá mañana… no sé.
– ¡joder, chico! ¡Vaya con la vaina verraca! Si se te nota la curda, que no soy gili, pendejo.
– ¿Qué día es hoy, Caribeño?
– Es domingo, ¡capullo!
– ¿Y entonces?
– No es para que lo lleves al chico al colegio, te olvidas de que hoy te toca a ti cuidar la casa, si no vienes tendré que joderme yo. Es el próximo fin de semana cuando tienes libre, ¡coño!
Olsen colgó el auricular, esperó un momento y volvió a levantarlo para comprobar que se había cortado la comunicación, no volvió a dejarlo sobre la horquilla sino que lo puso a un lado, en la mesa, de modo que no pudieran llamarlo de nuevo. Después fue a echarse en la cama y procuró dormir.