Olsen encontró que dos mujeres fueron suficientemente purifícadoras. Después de aliviarse sintió una fuerte modorra, producto del cansancio y la acumulación de tragos. No deseaba volver a su apartamento. Les pidió que le dejaran pasar la noche allí.
Salió a la calle a hora temprana. Las avenidas de Madrid bullían con el ajetreo propio de las mañanas de los lunes.
Olsen tomó su desayuno en un bar y después empezó a andar hacia su domicilio. Al pasar por la parte ajardinada de La Castellana posó la vista en la desastrada silueta de un sujeto que, arropado entre hojas de periódico, dormía sobre un banco. Siguió de largo tres pasos y se detuvo de golpe: no estaba seguro de haberlo visto de verdad. Volvió la cabeza y se encontró con la mirada del hombre, quien entretanto se había incorporado para observarlo. Estaba barbudo, sucio y avejentado, pero casi con seguridad que era la Bestia.
– ¿Elizalde? ¿Nemesio Elizalde?
La Bestia se despegó del banco y avanzó hacia él con una mueca en la cara. Los brazos abiertos.
Olsen abrió la puerta de su apartamento y dejó paso a Elizalde. Al entrar, la Bestia comentó que el lugar parecía una pocilga. «Es verdad», acordó Olsen; él mismo estaba un tanto sorprendido por tanto desorden, puesto que ya no recordaba cómo lo había dejado la noche anterior. Las paredes y las cortinas se hallaban impregnadas de olor a humo, una silla volcada, vasos a medio llenar por doquier. Puso en su sitio el auricular del teléfono, recogió un par de botellas tiradas sobre la alfombra, abrió las ventanas, vació los restos de los cigarrillos en el cubo de la basura y le dijo a Elizalde que sacara cervezas de la nevera y que se sentara en cualquier rincón hasta que terminase de ordenar la pocilga.
– A mí, lo que me pasa, es que a veces me pongo de los nervios. No aguanto tanta injusticia como hay en el mundo -dijo Elizalde durante la tercera lata de cerveza-. Rompo cabinas de teléfono para hacer justicia, pero es poco… tendría que ir con el hacha y romperles la cabeza a los de la compañía telefónica.
Los gestos de Olsen se detuvieron. Por un instante quedó inmovilizado, con un vaso y una lata en cada mano. Antes de continuar vertiendo la cerveza dijo:
– ¿Qué hacha, Nemesio? ¿Todavía llevas hacha?
– Sí, llevo hacha. La llevo en el bolso. Siempre la llevo. Compré un hacha nada más salir del psiquiátrico. La compré en la ferretería Achával e Hijos… muy buena ferretería; herramientas de calidad, precios justos. Nunca te engañan. Yo jamás ajusticiaría al señor Achával o a sus hijos. ¿Coñoces la ferretería Achával e Hijos?
– No. ¿Dónde está?
– Está por Vallecas. Antes yo era cliente. Antes, cuando instalaba toldos y persianas. Se quedaron muy extrañados al verme. Sabían lo mío. Se enteraron por los diarios de que ajusticié al inspector de hacienda y a su familia. También salió en la televisión y ellos lo vieron. Pensaban que todavía estaría en la cárcel. Yo les conté que al final me enviaron al psiquiátrico, je, le hice creer al juez que estaba loco y se lo creyó. Al final los justicias dijeron que ajusticié a los malos por ser loco. ¡Mira si serán estúpidos!, como si los locos no pudieran ser inicuos y malvados. Yo le dije al señor Achával que no era loco, que sólo simulaba, pero que él no debía contárselo a nadie; le pedí que no se lo dijera a nadie, que todos siguieran creyendo que estoy loco, es mejor así. Se lo dije porque me pareció que le daba un poco así de miedo. No me gusta que mis amigos me tengan miedo. ¿Tú me tienes miedo, Olsen?
– ¿Yo? No. Yo te tengo respeto.
– Gracias, Olsen, muchas gracias. El respeto es una cosa y el miedo es otra. Pero me parece que el señor Achával seguía teniéndome miedo. Me preguntó que para qué quería el hacha y yo estuve a punto de contarle que era para ajusticiar cabinas telefónicas. Pero no se lo dije, me pareció que se asustaría. Le dije que iba a cortar leña, mucha leña. Le dije que iba a extirpar los malos arbustos para que sus raíces no chuparan de las raices de los árboles buenos. Puso más cara de miedo, pobre… Así que le dije que ya no estaba más loco y que por eso había salido del psiquiátrico. No le dije que me escapé del psiquiátrico, no. Bueno, la verdad no sé si me escapé o es que cuando empecé a salir por la puerta miraron para otro lado. Tal vez me dejaron irme y miraron para otro lado porque no querían problemas. Ya sabes, empleados del Estado. Ellos quieren vivir sin problemas. Sólo quieren chupar de los presupuestos. ¡Parásitos hijos de puta! Cuando quieren miran para otro lado.
– De acuerdo. Pero dirne por qué quieres ajusticiar cabinas telefónicas.
– ¿Por qué? ¿Preguntas por qué? ¿Nunca has puesto una moneda de veinte duros y el teléfono se laha tragado? ¿A quién vas a reclamarle, eh? Dime: ¿a quién vas a reclamarle? A nadie. ¡Te jodes! ¿Y quién se lo queda? La compañía de teléfonos. Ellos se lo quedan. Un pobre infeliz roba un bolso y lo meten en chirona. Pero ¿acaso meten al dueño de la compañía de teléfonos en chirona por los millones de pesetas que nos roba de a veinte duros? No. El dueño de la compañía de teléfonos nos la da por el culo. Yo, lo que tendría que hacer, es ir a las oficinas de la compañía del teléfono y ajusticiarlos a todos. -Elizalde estrujó entre sus fuertes dedos la lata de cerveza; parte del liquido chorreó fuera del recipiente-. ¡Así, tendría que aplastarlo: así! ¡Tendría que reventarlos! Pero no con el hacha, no. demasiado trabajo ir matando uno a uno. Me parece que voy a ir con una escopeta con cartuchos del calibre catorce. Eso, una escopeta del calibre catorce. Y también dos bidones de gasolina. Los reviento a todos los empleados… eso haré. Y después ¡os quemo con gasolina. Sí. ¿Qué te parece,.Olsen?
– Para decirte verdad, me parece demasiado ajusticiamiento, Nemesio. Los empleados, ¿qué culpa tienen?
– ¿Cómo qué culpa tienen? Ellos son cómplices. ¡Parásitos hijos de puta!
– Pero, bueno, Nemesio. Ellos tienen que ganarse la vida. En algún sitio han de trabajar, ¿no?
– ;Y por qué no trabajan en algo honrado? ¿No lo ves?, su trabajo es explotar a los demás.
– Vale, vale. Salgamos a comer algo.
– Tendrás que invitarme, Olsen, amigo, gasté lo poco que tenía en el hacha.
– Mira, haré más. Te invitaré a comer y te daré algún dinero para que te busques una pensión y vayas tirando, ¿cincuenta billetes estarán bien, Nemesio?
– Es demasiado, Olsen… Cómo se ve que eres un buen amigo. Pero yo pensaba que me dejarías quedar aquí.
– Y lo haría, Nemesio, pero es que tengo una sola cama. La gente de este barrio es muy mal pensada y no me gustaría que hablaran tonterías, sabes.
– Claro, claro. A mí tampoco me gustaría que me tomaran por maricón. Si alguien me lo dice lo ajusticio. Me ponen de los nervios los inicuos y maledicientes.
En el momento en que se disponían a salir sonó el teléfono. Otra vez era Godoy, preguntaba qué coño sucedía y si Olsen se había olvidado de que era lunes y de que debía haber ido a buscar a Víctor para llevarlo al instituto. Don Aníbal estaba muy cabreado, dijo el Caribeño. El curro es el curro.