Olsen pretextó un malestar de estómago: se sentía enfermo y no estaba en condiciones de salir, dijo. Quizá lo haría al día siguiente. Se sintió como un escolar que hace novillos y que debe mentir para justificarse.
Godoy se quejó por haber tenido que ser él quien llevara a Víctor al instituto. Le preguntó si quería que le enviasen un médico, Olsen dijo que no hacía falta. El Caribeño insistió, de modo que Olsen cortó la comunicación y por fin salió con Elizalde. Caminaron hasta la plaza Tirso de Molina, y en la calle del Duque de Alba entraron a una fonda.
– ¿Sabes qué, Olsen? -dijo Elizalde cuando vació el plato de cocido-. No me quedaré en Madrid. Me iré para Extremadura, ahí está mi mujer.
– Me parece bien, Nemesio. Quizá yo tampoco me quede en Madrid, estoy pensando en irme lejos.
– ;Ah, sí? ¿Y adonde te irás?
– No sé. -Encogió los hombros y dobló el labio inferior-. A cualquier parte. Tal vez me embarque. Durante unos años estuve embarcado, ¿sabes?
– No lo sabía. Cuenta, cuenta.
– Mira, Elizalde… ¿tú sabes que los demás te llamaban la Bestia?
– Sí, lo sabía, pero nunca me molestó. De todas formas nadie me llamó así en la cara.
– Es verdad. Bueno, yo nunca te llamé la Bestia. Lo cierto es que tú me hacías recordar a Lechervida, un tipo que siempre estaba de los nervios, igual que tú.
– ¿Qué me dices?
– Sí, es así. Era un personaje de historieta que me divertía mucho cuando niño. Jamás olvidaré que me salvaste la vida, Nemesio. Pero, bueno, lo que te iba a contar no es esto. Lo que yo quería contarte es que por conservar mi independencia casi toda la vida fui un tipo solitario. Nunca quise encariñarme con nada ni con nadie, ni siquiera con los lugares, por eso durante muchos años fui de un sitio para otro. Estuve en Brasil, en la ciudad de Porto Alegre, en Bahías! Me embarqué en un carguero de bandera liberiana, estuv6¡ en México, en Francia… Yo mismo me creí alguna vez que era un tipo interesante con tanto viaje a mis espaldas. Otrasveces pensé que era un pobre capullo, pero muy viajado, eso sí, muy viajado. Y ahora volveré a irme, Nemesio, tal vez me embarque.
– ¿Y ahora por qué. Olsen?
– Porque en los últimos meses ya me encariñé un par de veces, Nemesio. No me lo puedo permitir.
– Claro, claro, te entiendo, Olsen, amigo. Te entiendo.
Olsen supo que Elizalde no lo entendía en absoluto. Quizás al cabo de una hora ya se habría olvidado de todo. Acaso fue por eso que se confió con él.
Al finalizar la comida brindaron por el reencuentro y la despedida. Elizalde iría a Extremadura, a juntarse con su mujer; Olsen a cualquier parte.
Al entrar a su apartamento otra vez sintió que un millón de demonios se revolvían en su interior. Se sirvió un trago de ginebra, prometiéndose que no pasaría de allí, y abrió un libro cualquiera, sin lograr concentrarse en la lectura. Otro vaso y nada más, se mintió. Encendió un cigarrillo Al anochecer estaba borracho. En el cenicerp, encima de la mesa, los cigarrillos desbordaban. Fue a tenderse en la cama, donde pudo sumirse en el alivio que acompaña al vacío de la conciencia.
Lo despertó una voz prepotente y áspera. Alguien estaba a su lado y decía que daba lástima verlo tal como estaba. Antes de abrir los ojos Olsen buscó a tientas la pistola, olvidado que de todas formas solía llevarla descargada. No encontró el arma. Era el Caribeño quien hablaba.
– ¿Qué pasa, chico, estás buscando la pipa? ¿Ahora resulta que me quieres dar matarile?
Godoy solía expresarse mezclando el argot de Madrid, el Caribe y el Río de la Plata.
– ¿Qué haces aquí. Caribeño?
– ¿Cómo que qué hago? No pensarás que vine a hacerte compañía, por la cuenta que me trae. Me han mandado pa' enterarme si habías crepado o qué coño te pasa, mamón.
– ¿Cómo has entrado?
– ¿Cómo quieres que entre? He entrado por la puerta, ¡joder! ¿Cómo va tu salud? ¿Estás engripao?, ¿te duele el vientre?
Olsen se levantó de la cama y buscó un cigarrillo; con la primera bocanada de humo cayó en la cuenta de que cuando le entregaron aquel apartamento debieron de quedarse con una copia de la llave. A Iturralde siempre le gustó tener el máximo control de todo, pensó. Y ahí estaba su lacayo, le había mandado a su perro predilecto, sabiendo que se tenían ojeriza mutua, que nunca se entendieron. El Caribeño seguramente gozaba con la situación.
– Oye, Caribeño, ¿sabes una cosa? Eres más basto que un bocadillo de lentejas.
– Al menos yo estoy vivo, gilipollas, pero tú ya estás medio fiambre. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Hace años parecías un tipo piola, eras un pibe que iba de listo, pero desde que viniste a España no haces más que meter la gamba. ¡Este-país no es para ti, mamón! Deberías haberte quedado en Buenos Aires.
– Eso te habría gustado, ¿verdad?
– ¡Pero que vaina, chico! ¡A mí qué coño me importa! Lo digo por tu interés. ¿No ves que vas cuesta abajo en la rodada, boludo?
– No, si ya sé. Y yo lo digo porque si no hubiera venido lo tendrías al patroncito para ti solo. Te daría todo su cariño.
– Pero ¿qué dices, capullo? ¡Que te crees tú eso!;Me estás tratando de maricón o qué?
Godoy ahora lo encaraba con actitud de gallo de riña. Era un hombre de estatura media, tirando a bajo, con un gran tórax y manos gruesas de dedos fuerces, con pelos en los nudillos. La comparación con un orangután no resultaba forzada. Estaba acostumbrado a las riñas, y en alguna ocasión descalabró a otro hombre levantándolo por encima de su cabeza y arrojándolo desde la ventana de un primer piso. Con Olsen nunca se había atrevido de verdad, pero ya en otras ocasiones había representado la misma parodia de bravatas sir resultado alguno. En una época a Olsen le parecía cómico, pero la repetición terminó por aburrirlo.
– Está bien, Caribeño. No quise tratarte de maricón, perdona. Ahora vete y déjame seguir durmiendo, ¿vale?
– Y del curro, ¿qué? ¿Vuelves o lo dejas? Tengo que decirle algo a don Aníbal.
– Mira, lo pensaré durante esta noche. Tú dile que mañana sin falta le daré una respuesta.
Al quedarse de nuevo solo, Olsen se enjuagó la cara y puso a calentar la cafetera, a continuación vació los ceniceros y junto con las colillas tiró al cubo de basura el paquete con tres o cuatro cigarrillos en su interior. Después del cuarto trago de café amargo sacó de un armario un par de maletas y las dejó encima de la cama. Las llenó con su ropa. Las cerró. Las dejó en el suelo. Los detalles de cada movimiento los iba percibiendo como proyectados en una secuencia de cámara lenta. Senda que en momentos como aquél el tiempo se alargaba indefinidamente, y le maravilló comprobar por cuántas cosas pudo pasear el pensamiento durante los instantes que demoró en trabar las cerraduras de la maleta.
Sensaciones como ésa ya las había experimentado en otros momentos cruciales de su vida, la primera vez el día que enterraron a su madre. Sentía caer las paladas de tierra sobre el ataúd como si dicho suceso viniera ocurriendo desde siempre y debiera continuar eternamente. Aquel día se dijo que nunca más se permitiría un fuerte sentimiento de ligazón por nadie. Al parecer, diez años de cárcel lo hicieron cambiar. Lo que le había ocurrido con Ana no tenía precedentes, pero eso ya había pasado. Sin embargo, en esos momentos estaba sintiendo algo más intenso, y de sólo pensarlo experimentaba escalofríos.