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Se sirvió un vaso de ginebra, lo bebió de tres tragos, y después vació el resto del contenido de la botella en e] fregadero. En ese momento decidió que llegaría hasta el final, y también que al día siguiente regresaría a La Moraleja para llevar a Víctor Iturralde al instituto. Deshizo las maletas.

El viejo había tenido la deferencia de invitarlo a sentarse en su propia butaca, la de respaldo alto, junto al escritorio de caoba. Sí, que se sentara en su puesto, insistió en que asi lo hiciera. En su puesto de mando, en el trono. A su vez Iturralde se sentó del lado de enfrente, el destinado a los visitantes y los subalternos, pero antes se dirigió al mueble bar, en el extremo opuesto del despacho, y extrajo una botella de whisky y dos vasos. Después de beber un trago dejó que por un rato largo pesara el silencio. Abandonó el vaso sobre el escritorio, carraspeó, y al fin dijo:

– Me has dado un buen susto, Olsen, llegué a pensar que los Medina te habían pescado. Si no fuera porque sé que están de velatorio… ¿sabes que murió Domingo, el segundo de ellos? Tenía un cáncer o no sé qué basura dentro del cuerpo. En fin, que reventó. No puedo decir que me haya entristecido; me hubiera gustado que estuvieras a mi lado, para brindar conmigo con champán: ahora sólo quedan dos. En fin. Pero, en serio, Olsen; me has dado un buen susto.

– No fue mi intención alarmar a nadie, Iturralde. Ya te he dicho que me sentía enfermo. Le pedí al Caribeño que te avisara.

– Sí. de acuerdo. Pero de todos modos me he asustado, ¿qué puedo hacer? -Iturralde hizo otra pausa teatral y se llevó ¡a mano a la frente, tapándose los ojos, antes de continuar-: Lo que pasa es que tú eres muy importante para mí, Víctor Olsen, muy importante. Mucho más de lo que te imaginas… y mucho más de lo que yo había imaginado. -¿Realmente le temblaba la voz? Bajó la mano y abrió los ojos-. Creo que me di cuenta estos días, al temer que te hubiera pasado algo. ¿Sabes por qué te he hecho sentarte en mi puesto, Olsen?

Olsen se encogió de hombros. Durante un instante lo había deslurnbrado el gran rubí engarzado en el grueso anillo de oro que envolvía el gordo dedo de su patrón. ¿Le había preguntado por qué lo había hecho sentarse en su puesto?,;por qué? Sí, eso le había preguntado.

– No tengo ni puta idea -dijo Olsen.

– Porque quiero que vayas acostumbrándote a este sillón, querido amigo. Algún día te sentarás siempre en él. Sí, no me mires con esa cara. Mira, no sé si te has enterado, pero yo adoro a mi hijo. Es lo único que quedará de mí. y. sin embargo, no lo veo capacitado para llevar esto adelante cuando yo no esté. Él heredará todo, pero quiero que seas tú quien administre mis empresas y quien continúe protegiendo a Víctor en el futuro. Por eso te he hecho sentarte en mi sillón. Debes acostumbrarte. En adelante deberás empezar a familiarizarte con los negocios de esta casa, Olsen, es mi deseo.

Olsen se revolvió incómodo en el imponente asiento.

– No cuentes conmigo para eso, Iturralde. No sirvo, no lo haría bien.

– Pero ¿cómo puedes saberlo si no lo has probado:

– Es que no me gusta, Iturralde. Convéncete. No es trabajo para mí. Estoy seguro de que Víctor se podría adaptar si tú lo entrenas, es cuestión de tiempo.

– Pero es que ese chico se pasa el día soñando… ¿Sabes que lee poesías?

– No tiene importancia, lo cortés no quita lo valiente.

– Sí, claro. Ya sé que a ti también te da por los libros y todo eso. Pero tu caso es diferente: tú eres un hombre hecho, sabes defenderte, aunque te dé por leer. Eres una mosca blanca, Olsen, una mosca blanca. ¿Qué me dices? ¿Harás la prueba?

– Que no, Iturralde. Definitivamente no. Pídeme cualquier otra cosa, pero eso no. No quiero este sillón, no quiero administrar ninguna empresa -dijo Olsen, poniendo énfasis en cada negativa.

Iturralde volvió a quedar en silencio, absorto. Su rostro mostraba una expresión desasosegada. Aquella mañana, en la casa de La Moraleja, al ver a Olsen de nuevo, le demostró una alegría afectuosa de la que éste no lo había creído capaz. Pero Olsen, más que otra cosa, estaba impaciente por descubrir qué señales habría en la expresión de Víctor cuando se encontrara frente a él, y cuando a! fin el muchacho bajó de su cuarto, si bien lo saludó con aparente indiferencia, hizo todo lo posible para que le llegara con su mirada un mensaje de alegre complicidad. Después subieron al coche del patrón, con Olsen al volante. Dejarían a Víctor en su instituto y seguirían viaje hasta las oficinas, mientras que el otro Mercedes, el que habitualmente estaba a disposición de Víctor, lo condujo Godoy, quien no lograba disimular su contrariedad por esa súbita bajada en el escalafón de jerarquías establecido por don Aníbal.

– Me apena, la verdad es que me apena tu cerrazón. ¿Qué va a ser de todo esto cuando no esté? ¿Qué va a ser de Víctor? Con el Caribeño, desde luego, no cuento. Es fuerte como un caballo, pero también tiene la inteligencia de un caballo. Tú, además de tenerlos bien puestos, eres inteligente, Olsen. Además, el Caribeño y Víctor no se llevarían bien; vamos, que nunca se han gustado. Tú sí que le caes bien a mi hijo, me lo dijo ayer mismo, me dijo que estaba muy a gusto contigo, que le estabas enseñando a defenderse, tal como yo te había pedido.

Eso era algo que Olsen no se esperaba.

– Bueno, ya ves que el chico aprende. Tienes que darle tiempo, Iturralde, tiempo. De seguro que en su día sabrá mandar tan bien como tú.

– Pero ¿tú al menos seguirías protegiéndolo, seguirías enseñándole a hacerse fuerte hasta que sepa valerse por sí mismo?

– Si el chico está de acuerdo…

– Y lo estará, Oísen, lo estará. Estoy seguro de que os haréis grandes amigos. Cuento contigo, Olsen, no me defraudes. Mira, quiero abrirte mi corazón. Es importante que lo haga. Cuando hace tantos años pisaste por primera vez este despacho te dije que las cuestiones personales quedarían de lado, pero ahora he cambiado. Oye, Olsen, nunca le he hablado a nadie con la sinceridad con la que te hablo a ti ahora. Víctor es lo que más amo en el mundo, aunque en ocasiones parezca que lo maltrate, pero lo hago porque quiero templarlo, no quiero que sea débil, como su madre. -Antes de seguir Iturralde hizo una pausa para beber el whisky que quedaba en el vaso-. Yo adoraba a Victoria. Antes que a ella tuve en mi cama a muchas mujeres, como sin duda imaginarás. Pero Victoria fue mi verdadero gran amor. Es como la letra de ese tango: «En mi vida hubo muchas minas, pero nunca una mujer»; Victoria fue la primera mujer de verdad que entró en mi existencia. Yo ya era mayor, no lo niego, pero a su lado me sentía como un chiquillo. ¿Sabes?, yo la había conocido muchos años antes. Entonces ella era una niña. No es un decir: era una niña de verdad, no tendría más de cinco años. Yo, en cambio, andaba más o menos por los treinta. Como te imaginarás, en aquella época no pensaba en ella en términos sexuales, podré ser cualquier cosa. Olsen, menos un pervertido! -A Olsen le llamó la atención el temblor con que se agitaba la panza de Iturralde-. Para mí, Victorita era, por entonces, como una sobrina. Una niña adorable con la que jugaba cada día, cuando tenía un rato Ubre.