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Es la vejez, se dijo Olsen. El viejo Iturralde está muy viejo… ya no carbura bien.

Se había producido una situación incómoda. Los hombres esperaban que el jefe continuara hablando o diera por terminada la reunión, pero no había motivos para el silencio. Godoy, su chofer y guardaespaldas personal, se removía, nervioso en su silla. Claudio Iglesias, el más joven, que se desempeñaba en el equipo de cobranzas, agitaba las rodillas como quien acompaña un ritmo musicaclass="underline" José Antonio Aguirre, el jefe de vigilancia del edificio, paseaba la mirada por los ángulos del cielo raso. Sólo Olsen permanecía estático. Como una figura del museo de cera, pensó Víctor.

– Bueno, ya hemos charlado demasiado, muchachos -dijo, de pronto, don Aníbal, al tiempo que meneó la cabeza como quien procura sacudirse una idea o un sueño persistente. Después descolgó el teléfono para comunicarse con la secretaria-: Ana, pasa a mi despacho; vamos a revisar unos papeles -ordenó-. Ustedes, a esperar fuera, señores. Tú, Olsen, lleva al chico a casa -volvió a ordenar.

Los hombres se levantaron de sus asientos y empezaron a retirarse, y en ese momento entró la chica: tenía una edad indefinida en torno a los treinta. Menuda, trigueña; un cuerpo afinado y la carita redonda. Un vestido ceñido y escotado que dejaba los brazos al desnudo. Nada del otro mundo, pero Olsen recién salía de la cárcel;.sólo a su olfato llegó el perfume ambiguo que exhalaba esa piel. Sólo él se inquietó.

En la madrugada en que otra vez sueña que lo persiguen y le disparan, Olsen vuelve a evocarla. De nuevo hace la cuenta de los años transcurridos: unos diez. Recuerda a Ana como una chica de modales laxos, en apariencia incapacitada para experimentar sentimientos poderosos, ajena quizá a los fuertes impulsos de la atracción y el rechazo intensos, y por lo mismo dispuesta a rendirse a los requerimientos moderados. A él le gustaba de ese modo, sin lucha. Ella se dejaba abrazar y poseer -nunca mejor dicho-, dispuesta a entregarse como dormida; apenas gemía débilmente al ser penetrada, dando así indicios de que la rozaba el placer. Tales recuerdos excitan la memoria de Olsen, y no le resulta forzado trasladar a Matilde la carga de deseo.

La villa miseria empieza a despertar con los primeros ruidos de la mañana: sonido de cacharros, voces imprecisas que expresan propósitos inmediatos. Olsen vuelve a entrar a la barraca, donde el aire tibio está impregnado de olores íntimos. Ella aún está acostada, pero ya comienza a desperezarse. El se tiende a su lado y se quita la ropa; de inmediato se abrazan. La piel de Matilde conserva el calor que atesoró entre las sábanas. Después de una lucha corta e intensa se sienten saciados.

A miles de kilómetros, y con cinco horas de diferencia por delante, Víctor Iturralde piensa en Olsen al tiempo que construye unos fuertes pectorales. Con la espalda recostada en la tabla de press de banca sube hasta diez veces la barra con los treinta kilos de discos de hierro en cada extremo. Al acabar la tercera serie se incorpora sudoroso e inspecciona los detalles de su cuerpo en el gran espejo del gimnasio. Tensa los brazos con los puños cerrados en la zona del bajo abdomen, para hacer sobresalir los tríceps, sube inmediatamente los brazos y contempla unos bíceps poderosos que aún no acaba de unir a su conciencia corporal, y se dice que si Olsen pudiera verlo en ese momento quizá no lo recoñocería.

Pero ¿dónde estará Olsen? Probablemente en Sudamérica, se responde… Pero ¿dónde? Le sería más fácil adivinarlo de haber sabido de qué sitio provenía. No obstante, pese a todos los años que anduvieron juntos y todo lo que conversaron, el origen verdadero de Olsen siempre fue una incógnita para él. Puede que Gaspar Bodoni lo coñozca, aunque el viejo insiste en negarlo, así como niega saber dónde está su amigo.

Después de la sauna y la ducha Víctor se viste con ropas informales y baja a la playa de estacionamiento del gimnasio; al volante de su automóvil deportivo se dirige por la Caste llana hasta la fuente de Cibeles, sube por la calle de Alcalá y la Gran Vía, y continúa por la avenida Princesa con rumbo a la carretera de La Coruña y su gran chalet en La Moraleja. Durante todo el trayecto no deja de preguntarse dónde diablos estará Olsen, quien en ese momento, en el cruce de Florencio Várela, sube a un vehículo de transporte colectivo que lo llevará a la capital. Se dirige al centro, a las oficinas del Correo Central, donde en el poste restante quizá habrá una carta de Gaspar Bodoni dirigida a él, aunque estará consignada a un nombre falso, como siempre.

Sentado junto a la ventanilla del vehículo Olsen deja vagar la mirada entre las calles uniformes de casas bajas, raleadas entre los baldíos del Gran Buenos Aires, y cuando el colectivo atraviesa el puente Nicolás Avellaneda y enfila por Almirante Brown y más tarde por la avenida Colón empieza a decirse, como cada vez que efectúa el mismo recorrido, que en cualquiera de esas calles rumorosas, entre la multitud de seres anónimos que caminan en todas direcciones, entre toda aquella gente que trabaja y gestiona sus asuntos, en cualquier edificio de oficinas o departamentos, pueden estar aquellos que él no desea encontrar. Quizá el hombre que lo busca está viajando en aquel ómnibus que circula en sentido contrario, puede que vaya en taxi, es probable que aún esté durmiendo, acaso ya sepa en donde encontrarlo y haya telefoneado a España para pedir refuerzos. Quiere convencerse de que son temores infundados, se dice que lo más probable es que ya lo hayan olvidado, pese a que sabe que en su día la ficha con sus datos circuló por todas partes… Pero ya han pasado muchos años, porfía para sí. Así y todo no puede dejar de lado la idea de que en la otra orilla del Atlántico están quienes lo quieren muerto.

La primera vez que Olsen llevó al chico en el Mercedes Benz de Aníbal Iturralde, Víctor, como haría en lo sucesivo, se acomodó en el asiento contiguo. Un momento antes, en las oficinas, cuando ambos se cruzaron con Ana, el muchacho advirtió la ligera turbación que estremeció a su custodio. El descubrimiento le proporcionó cierto grado de seguridad, y cuando Olsen comentó que quizá debería sentarse en la parte trasera, pudo responder con aparente firmeza:

– Mi padre ha dicho que debo sentarme siempre junto al conductor. -Al terminar la frase cayó en la cuenta de que había ahuecado la voz, y agregó, tratando de parecer más natural-: Es para que no se note que me lleva un chofer, ¿sabe?

Lo que me falta ahora es que me basuree este pendejo, se dijo Olsen, y comentó con tono forzadamente neutro:

– Me hago cargo. Asi nadie supondrá que es usted un niño rico. Me parece muy sensato.

Quedaba claro que la relación había comenzado con mal pie. Víctor percibió b exasperación en su interior, pero no se atrevió a darle cauce.

– Tal vez supongan que soy su hijo.

Olsen puso en marcha el vehículo.

– Sí, claro; así pensarán que soy yo el padre rico que pasea a su hijo en un Mercedes.

– Es un poco joven para ser mi padre. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y cinco, treinta y ocho?

– Me he tirado tantas putas desde que tenía tu edad que bien podrías ser mi hijo.

A Víctor le estremeció un acceso de vergüenza e ira contenida. El tránsito circulaba con lentitud a esa hora de la tarde por la carretera de La Coruña, por momentos se detenían ante prolongados atascos que hacían parecer interminable el trayecto hasta La Moraleja. Cómo le habría gustado golpear con saña al maldito gorila. Se preguntó si éste habría coñocido a su madre, y de inmediato se dijo que era poco probable. Se preguntó si su padre habría tenido, cuando joven, la misma dureza del hombre que estaba a su lado. No lo creía; su padre sólo sabía fanfarronear. Con sentimiento de agobio y resignación se dijo que pertenecía a una estirpe débil, temerosa. Sin embargo Olsen también debía de ser vulnerable: él vio cómo se azoraba al cruzarse con la secretaria. ¿Qué cosas podría temer Olsen?