Durante toda la cena Aníbal Iturralde habló sin cesar. Como de costumbre, lo hacía con la boca llena y daba el espectáculo. Nuevamente se dedicó a quejarse de los problemas con la competencia. Había aparecido en el mercado inmobiliario un tal Isaías Carvallo, caído no se sabía de dónde, un trapichero de mala muerte pero que se las arreglaba para embarullar las cosas. Para colmo de males, en uno de los bancos con los que Iturralde operaba, se produjo un cambio de dirección. A Manuel Antúnez, el nuevo presidente de la junta directiva, le había dado por limitarle los créditos. Para rematarla, había salido con una exigencia relativa a la justificación de! origen de los ingresos, y aunque no lo quiso decir directamente, y se amparó en la excusa de que respondía a consignas venidas de arriba, dio a entender que la medida estaba relacionada con el posible blanqueo de capitales provenientes del tráfico de drogas. ¡Lo que faltaba, coño!
Recordando lo que esa misma mañana habían hablado, Olsen creyó comprender que toda esa cháchara tenía por objeto ír familiarizando a Víctor con los diferentes problemas que su padre suponía aparecerían en el futuro del muchacho, el día que éste se hallara en su lugar. Pero no por eso dejaba de ser una cena aburrida. Olsen se preguntó hasta cuándo podría soportar semejante compañía.
Con el café, y sin venir a cuento, Iturralde cambió de tema.
– ¿Qué, Olsen? ¿Ya no te ves con mi secretaria? -dijo con tono socarrón.
Olsen se sobresaltó, pero respondió con prontitud:
– Que yo sepa, la chica me ha cambiado por otro novio.
– Pues, que yo sepa, ahora no tiene ninguno. Y me parece que le gustas, Olsen. Yo que tú no la desaprovecharía. Ana es una hembra con muy buenas carnes.
– Eso tú lo sabes muy bien.
– Hombre… Y tú. Tú también lo sabes. No desaproveches tu juventud, Olsen, que pasa muy rápidamente.
Olsen miró de soslayo a Víctor. El muchacho asistía al diálogo manteniendo una apariencia impasible.
– Podrías hacerle una visita esta misma noche… digo yo. La chica debe de estar sola en su casa. A lo mejor tiene frío en la cama. -Una fuerte carcajada cerró la frase.
– Esta noche no me siento muy inspirado, Iturralde. Quizás otro día.
– De modo que necesitas inspiración. Cómo se ve que tú también eres medio poeta, como mi hijo. Dios los cría y ellos se juntan, Bueno, por si no quieres irte a tu casa, pues es un poco tarde, puedes quedarte a dormir en el pabellón. Ya tienes puesta una cama. Esta misma tarde, por teléfono, he dado orden de que la coloquen allí. Es un arreglo provisional, en esta semana sin falta haré que pongan aquello a todo lujo, como tú te mereces. En fin. tú mismo. Por mi parte me retiro a dormir. Vosotros os podéis quedar charlando si os apetece. Buenas noches.
Al quedarse solos en el comedor se mantuvieron unos minutos en silencio, sin dejar de mirarse a los ojos; después, con una sonrisa de complicidad, Víctor le dijo a Olsen:
– ;No me invitas a ir al pabellón?
– Quizá todavía vaya a visitar a Ana como propone tu padre.
– ¿Y crees que con ella lo pasarás mejor que conmigo? -dijo Víctor con voz apagada.
– Son cosas diferentes.
– Eso es verdad. Sobre todo porque yo nunca te traicionaré.
Al final fueron al pabellón, y permanecieron juntos durante las primeras horas de la noche. Antes de la madrugada Víctor volvió a la casa grande, y antes de dormirse escribió un su diario:
A la par de esta nueva certeza de libertad, crece en mí un fuerte sentimiento de poder y dominio. Ahora Víctor Olsen me pertenece. Es verdad que también yo me he entregado a él, y esa sensación de pertenencia mutua, que me ha redimido de mi soledad, me da fuerzas, para superar todos los sufrimientos del pasado. Por primera vez en mi vida soy feliz.
Dentro del pabellón Olsen se agitaba como un animal enjaulado. Sentía que había perdido cualquier clase de control sobre su propia vida.
Con el correr de los días Olsen fue adaptándose a la nueva situación.
Eran tiempos de desasosiego y de sobresalto. Entre otras cosas porque Nemesio Elizalde había aparecido en todos los diarios y en las noticias de la televisión. Al llegar a Extremadura, la Bestia había destrozado a su mujer con el hacha. Lo había hecho delante de los hijos: los tres que compartían y el pequeño bastardo que ella había parido mientras su marido estaba preso, atroz parricidio DÉ un DEMENTE, rezaban los titulares. Los pormenores referían que después de trozarla con el hacha se dirigió al pequeño con la aparente intención de hacerle lo mismo que a la madre -así lo testimoniaron los otros tres vástagos-, pero a último momento algo lo hizo conmoverse y acabó desistiendo de tan abominable propósito -decían los articulistas-. Ahora no se sabía dónde estaba, pero la policía esperaba dar con él.
¿Y dónde podría estar la Bestia maldita?, se preguntaba Olsen. No le extrañaría que en cualquier momento pudiera aparecerse ante la puerta de su apartamento pidiéndole refugio. Al menos nadie sabía que habían estado juntos después de la huida de Elizaldc del psiquiátrico.
Oíscn se hallaba constantemente de pésimo humor y Víctor Iturralde lo encontraba esquivo, pero el chico procedía con las técnicas de los pescadores de altura que en el otro extremo de la línea tienen enganchado un pez grande y peleador: soltaba y tiraba, soltaba y tiraba. Por eso, cuando Olsen volvió a- rondar a la secretaria de su padre, evitando los encuentros íntimos con él, se limitó a esperar pacientemente. Olsen no dejaba de advertir la sutil pericia del muchacho. A su modo de verlas cosas, éste procedía con artes femeninas.
Olsen sólo quería averiguar si todavía era capaz de funcionar con una mujer.
– Creí que ya no querías tener ninguna relación conmigo -le dijo Ana al encontrarlo una noche ante su puerta.
– ¿Estás sola?
– Sí, pasa. Ponte cómodo. Me estaba preparando algo para la cena, ¿me acompañas? Mira, entretanto sírvete una copa.
Olsen se sentó en un diván, en el pequeño salón de aquel apartamento modesto y arreglado con el gusto de la clase media baja. Mientras esperaba a que Ana acabase con los preparativos, en la cocina, bebía con lentitud el whisky y observaba los detalles: un par de reproducciones de Picasso colgaban de la pared; en un florero languidecían algunas margaritas. El aparato de música, el televisor anticuado, una mesita con revistas y un cenicero: una estantería con menos de una docena de libros y el doble de objetos de adorno, casi todos de cerámica barata.
Imperaba entre esas cuatro paredes de color gris claro y envejecido el aura triste de la soledad y el conformismo; así lo pensó él. Durante un rato se entretuvo tratando de imaginar cómo podría ser su relación con Ana; se figuró conviviendo con ella, resignado a la rutina de una vida tranquila y monocorde. En eso llegó la joven con ia cena: pollo, un poco de ensalada y unas patatas. Lo invitó a sentarse a la mesa.
Compartieron la comida como si lo hubiesen estado haciendo desde muchos años antes, igual que un matrimonio veterano en el que cada uno hace tiempo que ha incorporado la presencia del otro.