En plena madrugada, sentado en un cajón a la entrada de su barraca de la villa miseria, Olsen fuma y recuerda. Le gustaría disfrutar de las bendiciones del sueño profundo, como Matilde. Pero cada noche las pesadillas lo arrojan a una nueva vigilia. ¿Seguirán buscándolo?, se pregunta, y palpa la culata del arma. ¿Tiene asidero su resquemor o nace entre los atávicos instintos de la oscuridad? Vuelve a decirse que le gustaría tener a Elizalde de su lado, como aquella vez, en los lavabos del presidio.
Lo tiene a Elizalde, lo tiene en sus pesadillas. Cada noche la Bestia acude a visitarlo a las hondonadas del sueño; cada noche Olsen le oye gritar: «¡Dispara, Olsen, dispara de una vez! ¡Dispara, desgraciado, me lo debes, te salvé la vida!».
Cada noche Olsen dispara sobre la Bestia y observa cómo a éste se le agranda el agujero sangriento en la cabeza mientras cae y cae. Por eso sabe que es imposible tener a Elizalde de su lado fuera del mundo de las pesadillas. También sabe que nunca dejará de soñar con él y que esa pesadilla, unida a las otras, lo acompañará todo el tiempo que viva. Y así será: la pesadilla en que se sueña disparando sobre la Bestia durará más que aquella en la que se ve disparándole a Marcelino Medina y acechando luego su asfixiante agonía, y más aún que ¡a pesadilla en que revive cómo una bala le entra por la espalda. Esos malos sueños irán diluyéndose con el tiempo, pero tendrá hijos con Matilde, tendrá nietos de estos hijos, y seguirá soñando con los gritos de la Bestia; seguirá soñando que le dispara a la cabeza.
Pasaron unos días, desde que matara a Elizalde hasta que surgió la pesadilla recurrente. Olsen intentaba olvidarse buscando refugio en las rutinas del amor secreto, pues con el tiempo lo novedoso fue haciéndose costumbre. Procuraba olvidarse de la mañana en que volvió a su apartamento, después de pasar la noche junto a Víctor, en el pabellón, y se encontró con Elizalde que, sentado en cuclillas, con la espalda apoyada en la puerta, le bloqueaba la entrada. Pero no podría olvidarse del momento en que le disparó a la cabeza, una hora más tarde.
La Bestia estaba sucio y respiraba agitadamente.
– No puedo esconderte, Nemesio. No puedo; es seguro que también te buscarán aquí -le dijo.
– No, si no quiero que me escondas, Olsen, hermano. Quiero que me ajusticies… yo no puedo. ¡Te juro que no puedo! Sé cómo se ajusticia a otros pero no sé ajusticiarme solo. Anda, Olsen, sácame la vida de encima -imploró.
– Eso no. No me lo pidas, Nemesio: no puedo hacerlo.
– Sí, Olsen. Me debes un gran favor. Me debes la vida -dijo la Bestia. Mientras hablaba fue sacando el hacha de su bolso y después comenzó a blandiría.
Pensó en decirle que él no le debía nada. Le habían pagado por salvarle la vida; le habían pagado muy bien, y entre otras recompensas había obtenido una casa para su mujer. aunque años después la matara a hachazos. Pero no dijo nada. Intuyó que era inútil argumentar con la Bestia.
– No puedo ajusticiarte a la puerta de mi casa, Nemesio. Tendremos que ir a otro sitio.
– Sí, Olsen, sí. Donde tú quieras. Ajusticíame donde tú quieras…
– Entra un momento. -Abrió la puerta y dejó que pasara Elizalde-. Buscaremos unos anteojos oscuros… cualquier cosa para que no te reconozcan en la calle.
1Con el tiempo fue olvidando esos detalles previos al momento en que mató a la Bestia. En 1988 ya había dejado de resistirse a los malos sueños; los aceptaba como un mal sin remedio, igual que su oculta relación con Víctor. También se había acostumbrado a simular que cumplía a rajatabla la misión que le encargó Aníbal lturralde. Habían pasado casi veintitrés años desde que se conocieron en Buenos Aires, y el granuja algo maduro que en su día lo contactó en un bar, aunque todavía prepotente y ambicioso, era a la sazón un anciano. Su imperio continuaba expandiéndose por la inercia de su desarrollo y no por los aciertos del jefe, quien día a día, y sin que por ello disminuyeran sus ataques de ira y las enojosas exigencias con sus subalternos, dejaba ver más y mayores muestras de decaimiento físico y mental.
Ciertas noches Olsen también soñaba que pedía a la Bes tia que acabara con lturralde: Me debes un favor, Nemesio; ¡ yo te maté cuando me lo pediste, tú ahora debes matar al gran cerdo. A veces la Bestia parecía acceder a sus deseos, pero nunca mataba a Iturralde, en cambio violaba al hijo en el pabellón. En algunos sueños Víctor accedía gustoso, en otros gemía y lloraba de dolor y Nemesio Elizalde- acababa cortándole la cabeza con su hacha mientras Olsen miraba sin intervenir, aunque al final disparaba sobre el asesino que, sin embargo, no dejaba de quejarse por la infidelidad de su mujer.
Como, en efecto, se quejó aquella mañana, la mañana que esperó a Olsen en la puerta de su apartamento para exigirle que lo eliminara.
– ¿Sabes qué me hizo la cochina mientras yo estaba preso por defender el hogar? ¿Sabes qué me hizo? Se encamó con todo el mundo y parió un bastardo. ¿Te parece justo? Yo ajusticié al de los impuestos por defender el hogar; yo le conseguí una nueva casa sin siquiera salir de la cárcel, y va esa puerca y vende la casa y se larga a Extremadura a que la jodan y la preñen. ¿Te parecej usto, Olsen, hermano?;Te parece justo?
No dejó de hablar durante todo el tiempo que duró el trayecto. En los pocos instantes que descansaba para tomar aire, Olsen intentaba hacerlo entrar en razón, pero la.Bestia estaba empecinado.
– No trates de convencerme, Olsen. Tienes que ajusticiarme, tienes que liberarme de la vida. Me lo debes.
Al fin Olsen detuvo el Mercedes en un descampado y lo invitó a bajar del coche. Caminaron por un sendero, entre los matorrales, hasta que el mismo Elizalde dijo que ya estaba bien, que quería ser ajusticiado en ese mismo instante v en el lugar en el que se encontraban. De repente despegó una pareja de garzas. Olsen las observó cuando levantaban el vuelo.
Recuerda aquellas garzas, pero éstas nunca aparecieron en su pesadilla, y sólo a Víctor le habló de ellas. Le habló de las garzas, le refirió que cierta mañana las había contemplado cuando levantaban el vuelo, pero no le dijo nada de Nemesio Elizalde ni de cómo lo mató. Nunca le dijo nada a nadie sobre ese hecho.
Víctor Iturralde y Víctor Olsen vivían en un mundo aparte. Un mundo de mensajes íntimos y furtivos. Cada día se enviaban miradas clandestinas y plenas de misterioso significado; se obsequiaban minucias, para ellos cargadas de oculto valor. También se zaherían con ofensas indescifrables, pues habían establecido una semántica privada, aun cuando Olsen por momentos se fingía ajeno al juego. No así Víctor lturralde, quien siempre que estaban a solas persistía con indisimulado entusiasmo, y cuando sus impúdicas demostraciones de afecto no conseguían conmover a aquél, recurría al expediente de su diario para continuar el cortejo por escrito. Con frecuencia lo hacía mediante versos infames que Olsen siempre impugnaba.