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– No, nada de eso. Es que me llama la atención lo rápido que circulan los chismes… Bueno, algo de eso hay: Víctor y yo practicamos un poco de boxeo y día por medio completamos una tabla de gimnasia. Iturralde quiere que su hijo le salga duro y fuerte.

Y con eso se cerraba el tema, pero no en la cabeza de Olsen. Este se decía: Así que Godoy, o Iglesias, o Aguirre. Esos tres siempre andan metiendo el hocico y pinchándome, en especial cuando están juntos; cada uno por sí solo no se atreve.

Algunas tardes de primavera, cuando él y Víctor regresaban de la facultad, los encontraba reunidos bajo el porche o sentados a una mesa de mármol del jardín. Jugaban a las cartas y bebían, y cuando el muchacho subía a su cuarto y Olsen permanecía esperándolo se les desataba la lengua.

– ¿Cómo anda tu bebé, Olsen?

– ¿Lo has sacado a pasear, mamita?

– ¿Cómo es que siendo boxeadores tenéis narices tan guapas?

Olsen se quedaba mirándolos con desprecio y se decía que eran unos tristes espantapájaros embotados por el alcohol y el prolongado ejercicio de la estupidez. Ellos aflautaban la voz para reforzar la burla, desorbitaban los ojos, y hacían toda clase de muecas.

– Si queréis podría practicar boxeo con vosotros… eso sí, de uno en uno -les decía, mirándolos desafiante..

– ¡Uy, qué miedo!

– ¡Mira cómo tiemblo, Olsen!

Al final optaba por no hacerles caso y se decía que debía alegrarse de no ser como ellos. Pero más tarde, al recordar la situación, sus músculos se tensaban. Imaginaba entonces que los obligaba a enfrentarse con su amigo, el finado Nemesio Elizalde. Pero de inmediato se arrepentía de haberlo traído a la memoria, pues el recuerdo de los hechos se volvía lacerante, sobre todo el de la escena en que la Bestia, arrodillado en tierra y sin dejar de blandir el hacha, le instaba a disparar:

– ¡Dispara, Olsen, dispara de una vez! ¡Dispara, desgraciado, me lo debes, te salvé la vida!

Es curioso que no se recuerde apretando el gatillo ni recuerde la detonación. Puede verse apuntándole a la Bestia cuando la súplica de éste se le hizo insoportable y temió que lo atacara con el hacha, pero no se recuerda apretando el gatillo ni recuerda la detonación, aunque sí el agujero de sangre en la cabeza de Elizalde, un agujero que se iba agrandando mientras caía y caía.

Las noches que Olsen permanecía solo en su apartamento tardaba en dormirse Al cabo de un rato se levantaba de la cama y se estudiaba ante el espejo, entonces creía descubrir un hombre de expresión envejecida, con la mirada vacía de esperanzas, resignado a aceptar el azaroso designio de las circunstancias. Décadas más tarde, ya convertido en un verdadero anciano, al mirarse al espejo evocará con una sonrisa triste esos momentos en que se creía viejo.

Cuando Olsen por fin conseguía atrapar el sueño, no tardaba en ser castigado por la recurrente cosecha de pesadillas que lo transportaban a un caos doliente, poblado de gritos, quejas y gemidos, donde las relaciones con los demás eran siempre equivocas y él se veía obligado a matar y ser matado. Allí las balas penetraban en las cabezas y atravesaban las gargantas; el aire se escapaba por el agujero de la tráquea mientras los pulmones se llenaban de sangre y al final se despertaba a medias, sobresaltado por una intensa sensación de asfixia. Se levantaba entonces y aprovechaba para beber un vaso de agua y vaciar la vejiga, y cuando volvía a acostarse tenía la sensación, tantas veces repetida a lo largo de su existencia, de que, como siempre, todo volvería a comenzar.

Por la mañana despertaba con el mismo pensamiento, que le ensombrecía la expresión y le hacía chasquear la lengua: otra vez vuelve todo a empezar.

Olsen empezó a sospechar de Ana. Las preguntas sobre sus funciones al servicio de Aníbal Iturralde, y en especial las tocantes a su relación con Víctor, no eran propias de la habitual indiferencia de ella por los hechos ajenos a su interés. No la imaginaba sonsacando informaciones: sus modos distendidos la diferenciaban de las personas porfiadas, y la aparente pasividad de su carácter normalmente la habría hecho abandonar ante las primeras dificultades.

Asi, teniendo en cuenta que siempre se había mostrado reacio, le resultaba sospechoso que ella perseverara con sus mal disimulados interrogatorios. Cuando con artimañas más o menos sutiles intentaba forzarlo para que le confiara vaya a saber qué, Ana daba la impresión de violentar su propia naturaleza.

Tras la suspicacia se abrió el abanico de las conjeturas: ¿se dedicaría la chica a espiarlo para servir al patrón? ¿Sospecharía Aníbal Iturralde cuál era la índole de las relaciones entre él y su hijo? ¿Recibiría Ana alguna paga extra por tender la trampa que lo llevaría al matadero?

La rutina ordinaria se cubrió de incertidumbre. Olsen dudaba si debía advertir a Víctor de lo que estaba pasando; ante la falta de certezas prefirió callar, ya que podría tratarse de una falsa alarma. Como medida de precaución fue espaciando los momentos con el muchacho y dejóde frecuentar a Ana. Por esos mismos días volvió a poner balas en el cargador de su pistola.

Olsen estaba algo nervioso, pero Víctor pareció volverse loco:

– No me importa que te burles siempre de mi. Si eso te da gusto, puedes pegarme. ¡Arráncame la piel a tiras si quieres!, pero me es insoportable que no estemos juntos todo el tiempo.

Era difícil conformarlo sin verse obligado a darle explicaciones. No había más remedio que soportar sus berrinches y -esperar a que se aplacara.

– Pero si seguimos viéndonos todos los días, Víctor -argumentaba Olsen.

– No es lo mismo. ¡Tú sabes que no es lo mismo! Ahora ya nunca estamos a solas. Estamos juntos, sí, pero como el guardaespaldas y el hijo del patrón. Así es como te comportas. ¡No, no quiero eso! ¡De esa forma no, Víctor! Quiero que sea como antes, como ha sido todo este tiempo… ¿Acaso te has cansado de mí?

– No me he cansado, Víctor. Tan sólo estoy pasando una mala época. Ten paciencia, ya veremos qué pasa.

Las discusiones habrían sido interminables de no haber tenido lugar durante los trayectos entre la casa y la facultad o a la vuelta. La propia duración de los viajes ponía fin a la querella.

Ana, por el contrario, al principio no pareció darse por enterada. Sólo al cabo de cinco semanas telefoneó a Olsen para invitarlo a cenar. Este rehusó con cualquier pretexto, pero no dejó de advertir que por primera vez ella tomaba la iniciativa.

Volvió a llamarlo la siguiente semana y dijo que lo echaba de menos. Olsen inventó una nueva excusa.

Dos semanas después ella retomó el contacto y dijo que no aceptaría una negativa. Olsen igualmente se negó, así que Ana dijo que necesitaba hablarle de un asunto muy importante: le rogaba que fuera aquella misma noche a su casa.

Ante tanta insistencia, Olsen prometió que iría, pero no dejó de pensar que algo raro estaba cociéndose, así que llevaría la pistola. No sea que alguien me esté preparando la cama, se dijo.

Por la noche, al salir de su edificio para acudir a la cita, y antes de alejarse del portal, paseó la vista por los alrededores y miró en el interior de los coches por allí aparcados. No parecía que estuviesen vigilándolo, pero caminó unas tres calles sin quitar la atención de lo que pasaba a sus espaldas. Finalmente, detuvo un taxi.