Выбрать главу

Cuando el vehículo pasó frente a la entrada del edificio de Ana le indicó al conductor que siguiera de largo, después le hizo dar un par de vueltas a la manzana. Por último descendió del automóvil a unos cien metros del lugar y siguió a pie.

Ante el portal de la calle se abstuvo de tocar el timbre, prefirió esperar: al fin entró aprovechando la salida de un vecino. Después subió los tres pisos por la escalera: los ascensores suelen ser ruidosos. Frente a la puerta de Ana permaneció un momento intentando escuchar cualquier ruido en el interior antes de llamar al timbre; después de hacerlo se desabotonó la chaqueta para llegar más rápido a la pistola en caso de necesidad.

Ana le abrió de inmediato. Parecía tranquila. Lo saludó con un beso en cada mejilla y le dijo que entrara y se sentara en un sillón. Cuando le preguntó si quería beber algo él rehusó.

– En fin, Ana; me has dejado con mucha intriga. ¿De qué querías hablarme?

Por un instante ella pareció vacilar, pero enseguida dijo:

– No soy yo quien quería hablarte, Olsen. En realidad se trata de otra persona.

– ¡Cuántos misterios! ¿Y dónde está esa otra persona?

– Está aquí mismo. Espera un momento que la traeré -anunció Ana, y de inmediato salió del salón.

Aprovechó la salida de la chica para acariciar la culata de la pistola.

Provenientes de otra habitación, oyó palabras ininteligibles expresadas con un murmullo. La voz parecía de mujer, y el tono era de ansiedad y de pregunta. La respuesta, también murmurada, fue dicha con la voz de Ana: creyó oírla pronunciar «Olsen», pero antes de un minuto ella volvió: la seguía otra mujer. Olsen continuó sentado.

La mujer era más alta que Ana, y de más edad. En el primer momento no pudo observar detenidamente sus facciones, pero alcanzó a ver un rostro sombrío en cuyos ojos resaltaba un intenso destello de angustia conjugado con una mirada de interrogación. Sólo al reparar en sus labios, gruesos y carnosos, cayó en la cuenta de que tenía ante sí un fantasma. Esa mujer, a quien había creído muerta y sepultada bajo un montículo de piedras, era Victoria.

Olsen se olvidó de la pistola y, aunque sobresaltado y aturdido, con un movimiento reflejo se incorporó de un brinco. Por unos instantes permaneció mudo. Al final encontró su voz y entonces preguntó:

– ¿Victoria? -Y a continuación exclamó-: ¡Victoria!

– Sí, soy yo, Olsen. Soy Victoria. ¡Cuántos años sin vernos!, ¿verdad?

– Pero… yo creía…

– Tú creías que estaba muerta, ¿no es así?

– Pues sí. Eso es lo que creía.

– Quizá ahora ya te apetezca una copa. ¿Te pongo un whisky? -intervino Ana.

Olsen aceptó con un gesto afirmativo.

– Ya ves, amigo, los muertos que Aníbal Iturralde mata a veces gozan de buena salud -dijo Victoria.

Ana le puso un vaso en la mano; Olsen lo bebió en cuatro tragos rápidos y seguidos. Volvió a ocupar el sillón y Victoria se sentó frente a él. Se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió con pulso trémulo. Después de un par de caladas miró a la mujer a los ojos y preguntó:

– ¿Qué pasó, Victoria? Dime qué pasó.

La respuesta trasladó a la vigilia cotidiana el mundo de sus pesadillas nocturnas, y cada vez que recuerda aquel momento se estremece. Y cada vez que sueña con Victoria, como ahora, en el lecho que comparte con Matilde en la barraca de la villa miseria, ella se presenta transmutada de muerta viviente, desesperada por convencerlo de que sigue con vida. En las pesadillas de Olsen, Victoria se le aparece en un escenario confuso y llora por la muerte de Marcelino Medina y Nemesio Elizalde, quien pretende ajusticiarla con su hacha. Suenan disparos en esa pesadilla, donde algunos son ejecutados y otros se suicidan y la sangre asfixia en la garganta y las balas queman al entrar por la espalda. Una pesadilla donde hay llantos y recriminaciones. Una pesadilla en la que Víctor Iturralde con una sonrisa perversa acepta ser un hijo de puta y lo acusa de ser su padre y él asume la paternidad y le pide perdón.

Siempre acaba por despertarse sobrecogido de alarma en mitad de la noche, se incorpora y sale del lecho, cuidando de no alterar el sueño de Matilde. Invariablemente recoge la pistola que esconde bajo el colchón, se viste y sale para comprobar que nadie ronda por las inmediaciones. AI final acaba por apoyarse contra la pared de chapas de la barraca y enciende un cigarrillo. Atiende a los nudos lejanos de la ciudad y espera el alba. Y se dice para sí que, como siempre, más tarde o más temprano las cosas vuelven a comenzar.

Debe de andar por los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, calculó Olsen. No tenía arrugas aún. El pelo, abundante, largo y lacio, mantenía su color negro; quizá por la tintura, pensó él. No había engordado, aunque todavía podía considerársela una mujer compacta: huesos grandes, senos firmes y de generoso volumen. Casi como veintitantos años atrás, cuando Aníbal lturralde la llamaba Victorita delante de todos y la juzgaba una buena yegua. Por entonces era una joven de buen ver; ahora era una mujer madura que conservaba rastros de su antiguo atractivo. Entonces, ¿qué era lo que la hacía parecer más vieja? La expresión, claro, la expresión. Olsen leyó en la expresión de su rostro el dolor acumulado en décadas de sufrimiento.

– ¿Qué pasó? -le había preguntado.

Ella le respondió cotí otra pregunta:

– ¿Cómo está mi hijo, Olsen? Cuéntame cómo está Víctor.

Comprendió que Ana habría estado sirviéndole de confidente desde hacía tiempo; eso explicaba los interrogatorios sobre su trabajo, pero no cómo se conocieron las dos.

¿ Y qué le iba a contar sobre su hijo? ¿Le diría que se había convertido en su amante? ¿Que era un muchacho inestable y un tanto torturado, subyugado por el monstruo de su padre?

– Bien, Víctor está muy bien -dijo Olsen

– ¿Es feliz?

– Tanto como eso… pues, no sé qué decirte. Al menos creo que no es desgraciado.

Victoria se aflojo un tanto y soltó un suspiro. De inmediato volvió a preguntar:

– ¿Cómo lo trata su padre? ¿Lo hace sufrir?

– ¡Hombre…! Tú ya sabes cómo es Aníbal…

– -¡Vaya si lo sabré!

– Pero Víctor ya está acostumbrado a sus modales-. No le hace mucho caso.

– Mejor así -dijo Victoria-. ¿Tú le cuidas, verdad?

– Bien, soy el encargado de su segundad.

– Sí, pero aparte de eso, ¿eres su amigo? ¿Os lleváis bien?

– Sí, si, claro. Nos llevamos bastante bien.

De repente Victoria se levantó de su asiento y fue a ponerse de rodillas a los pies de Olsen. Le tomó ambas manos, y comenzó a rogarle:

– ¡Cuídalo. Olsen! ¡Cuídalo a mi pobrecito chiquitín! ¡Dios te lo pagará! Él no tiene a nadie… Su padre es un ruin y no creo que lo quiera. Tampoco tiene madre, ¡que para él yo estoy muerta! ¡Cuídalo tú, Olsen! ¡Por lo que más quieras! ¡Te lo suplico! ¡Te lo pido en nombre de Dios!