El llanto le había trazado surcos en el rímel y en ese momento ya mojaba las manos de Olsen. Por un instante pensó decirle que él no creía en Dios, o a¡ menos tenia sus reparos, pero enseguida supo que de hacerlo se sentiría estúpido. No obstante, hubiera preferido que no soltara tantas lágrimas, ya que lo hacía sentirse muy incómodo y por eso le pidió que se incorporara y parara de llorar; le prometió que cuidaría de Víctor, insistió con éntasis en que así lo haría. Vamos, si ya lo estaba haciendo. Desde el príncipio cuidaba de él. A su lado el chico se sentía seguro y: eran grandes amigos. No debía sufrir de esa manera, a fin de cuentas Aníbal Iturralde terminaría por estirar la pata el día menos pensado y entonces ella podría reunirse con su : hijo.
: -Eso no sucederá nunca… ya no nos veremos en esta vida. El me cree muerta. Han pasado muchos años, es mejor que siga creyéndolo.
A Olsen no se le ocurría nada que decir. Cayó en la cuenta de que la situación era patética: había llegado sospechando una trampa y ahora sentía contra su torso el peso de la pistola. Casi hubiera preferido esa clase de trampa, al menos habría sabido cómo proceder.
Algo más calmada, Victoria volvió a sentarse frente a él. Empezó otra tanda de preguntas: ¿Está bien de salud? ¿Le gustan las chicas? ¿Tiene novia? ¿Es muy guapo?
– Es un chico bastante buen mozo -dijo Olsen.
– ¿Sí, de verdad? Eso es lo que me han dicho. -Y miró en dirección a Ana, quien permanecía un poco apartada y en todo el tiempo no había abierto la boca-. ¿Tienes una foto de él, Olsen? ¿Tienes una foto?
– Pues no… ¿Cómo quieres que lleve su foto?
– Tienes razón, soy muy tonta. ¿Cómo ibas a llevar su foto? Ni que fuerais novios -dijo Victoria, acompañando el comentario con una lisa forzada.
– Claro, solamente los novios las llevan. Los nombres no llevan las fotos de sus amigos -dijo Olsen, quien en ese instante pensaba que de haber estado solo se habría dado golpes de cabeza contra la pared.
– De modo que sois amigos de verdad. ¡Qué bien! ¡Cómo me alegro de que Víctor tenga un amigo como tú!… Hace muchos años que no lo veo, ¿sabes? Hace muchos años que no veo a mi chiquitín… desde que era un niño pequeño. Siempre recuerdo su sonrisa y sus lloros… recuerdo sus manitas, cómo me tocaba la cara con sus deditos. Le gustaba arrebujarse junto a mí, que le hiciera cosquillas, que le mordisqueara los piececitos… ¡Cómo se reía! ¡No paraba de reír! Lo que más gusto le daba era que le hiciera cosquillas en la panza… Y entonces se cortó todo. Aníbal Iturralde me mandó salir de su vida. Él decretó que estaba muerta… Y de verdad, es como si me hubiera matado. Me he perdido la vida de mi hijo… casi toda su infancia… su mocedad… ¡Todo! ¡Ojalá me hubiese matado de verdad!
Había vuelto a llorar. Las lágrimas le fluían, pero ella no parecía advertirlo. Ni siquiera se las secaba. Olsen se revolvió en su asiento.
– ¿Puedes traerme una foto de él, Olsen? ¿Una foto de ahora?
– Sí, claro. Claro que puedo.
– ¿Os apetece un whisky? -dijo Ana.
– Hum -respondió Olsen. y pensó: Qué oportuna eres muchacha, bendita seas. Bendito sea ese whisky barato que me estás poniendo en ese bendito vaso.
Victoria bebió un sorbo y enseguida retomó el angustiado interrogatorio:
– ¿ El te ha hablado de mí? ¿Te habló de mí alguna vez Víctor?
– Muchas veces lo ha hecho.
– Pero ¿se acuerda todavía? ¿Se acuerda de su madre?
– Sí, se acuerda.
– ¿Y qué piensa? Dime qué piensa.
Olsen vaciló un instante antes de responder:
– Piensa que estás muerta.
– Sí, claro… claro… Que estoy muerta…
Durante unos minutos quedó sumida en el silencio, con el rostro oculto entre las manos. Casi en completa quietud, salvo por algún espasmo que la agitaba a intervalos regulares. Finalmente, hizo un esfuerzopor sobreponerse, bebió otro sorbo de whisky y se levantó del asiento para dirigirse al cuarto de baño. Mientras ella permaneció allí Olsen y Ana se mantuvieron callados. Él fumó otro cigarrillo. Victoria volvió a los tres minutos. Se había enjugado la cara, recompuesto el maquillaje, y parecía más tranquila. Cuando se sentó de nuevo Olsen le sirvió otro whisky y a continuación retomó su pregunta:
– Bien, Victoria. Dime qué pasó.
Más o menos esto fue lo que ella dijo:
– Conocí a Aníbal Iturralde cuando era muy pequeña, no tendría más de cinco años. Él ya era un hombre mayor, almenos lo era para mí. Más tarde, haciendo cuentas, calculé que por entonces tendría unos treinta años. Venía con frecuencia por mi casa, se suponía que era amigo de mi padre, muchas veces lo acompañaba un tal Ramírez. Antonio Ramírez. Por entonces yo desconocía la clase de relación que Iturralde sostenía con mi padre, fue bastante después cuando supe que éste trabajaba para él.
»Don Aníbal era cariñoso conmigo, se diría que muy cariñoso. Años después entendí que sus efusiones eran excesivas. Siempre me traía algún regalo: muñecas, juegos para armar casitas, ositos de peluche. Yo tenía un armario repleto con los juguetes con que él me obsequiaba. También me convidaba a toda clase de golosinas, tantas que mi madre se quejaba porque según ella después no tenía apetito a la hora de cenar. En ocasiones traía a casa paquetes de comestibles, vino, y también ropas de abrigo para todos nosotros. En España, a tíñales de los cuarenta y principios de los cincuenta, se vivía una época de mucha pobreza: sus obsequios eran muy bien recibidos. Yo no sabía a qué se dedicaba, pero estaba convencida de que era una persona muy importante. Mis padres me habían dicho que lo llamara tío, y yo lo hacía con mucho gusto. Tío Aníbal, le decía, y me sentía muy orgullosa por tenerlo de pariente.
Muchas tardes me llevaba de paseo. íbamos en su automóvil, pues él poseía un coche cuando muy poca gente lo tenía, en aquel entonces había que ser rico para tener un coche. Circulábamos por el centro de la ciudad y por la avenida paralela a la costa. Cuando regresábamos al barrio me ponía muy presumida, ante la mirada de los otros niños, que me veían descender del vehículo.
»Era durante nuestros paseos en coche cuando él se mostraba más efusivo: continuamente me pedía que le diera besitos, y yo lo hacía. El me besaba en la boca, me daba palmadas en el culito, y me tocaba suavemente entre las piernas. También me sostenía entre sus brazos durante bastante tiempo; me tenía abrazada a él, y se frotaba contra mi cuerpo de manera rítmica y sostenida, hasta que repentinamente dejaba de hacerlo. En ese entonces yo no veía nada de malo en ello, y sólo años más tarde, al evocar aquellas situaciones, me daba por pensar que su conducta había sido un tanto rara; pero también pensaba que con el paso del tiempo los recuerdos se van enturbiando y los hechos a veces se deforman.
»Cuando Aníbal Iturralde dejó de venir por casa mis padres me hicieron saber que se había marchado de España, En su lugar nos visitaba, aunque con menor frecuencia, Antonio Ramírez. Más tarde supe que mi padre y Ramírez habían sido empleados de tío Aníbal; después de la partida de éste, Ramírez pasó a ser el patrón.