– A mi padre no le haría mucha gracia el comentario -dijo Víctor.
– No, seguramente no. Seguramente le haría más gracia saber que tiene un hijo chivato.
– ¿Qué pasa, te sientes rebajado por tener que hacer de chofer del hijo del jefe? ¿Tal vez querrías que mi padre te pusiera de socio? Claro, tú has estado en la prisión, no eres un guardaespaldas cualquiera, tú eres todo un asesino.
Olsen volteó bruscamente el volante y detuvo el Mercedes en el arcén, de inmediato giró el cuerpo hacia Víctor, que no pudo evitar un movimiento precipitado, hacia atrás.
– Escucha, nene -empezó a decir, sin caer en cuenta de que, como cada vez que perdía los estribos, mudaba el acento y la estructura de sus frases a los modos del Rio de la Pla ta-: no sé quién te habrá venido con esos cuentos, vos podes escuchar todo lo que quieras a los bocones, pero ojo con lo que decís… a mí me pagan para protegerte, no para que te rompa los dientes, pendejo. Y otra cosa: es cierto que maté a un hombre, pero no soy un asesino. Fue en defensa propia ¿Entcndés? En defensa propia.
Olsen recuerda con una sonrisa ese primer diálogo con Víctor. Lo recuerda mientras cruza la avenida, al salir del Correo Central, donde no había ninguna carta para él. Se pregunta si entonces el chico le habría suscitado tanto fastidio de no haber sido el hijo de su jefe. Cuántas cosas ocurrieron desde aquel día. En aquellos momentos le hubiera sido imposible imaginar de qué modo fue evolucionando la relación entre ambos.
Camina por la avenida Comentes, siempre temeroso de ser recoñocido. Con el tiempo fue menguando su prudencia, pero no perdió la noción del peligro. Trata vanamente de esconder el rostro tras unos anteojos de cristales oscuros, a pesar de saber que es un recurso grotesco. Necesita caminar por las calles de esa ciudad y sus alrededores, donde transcurrió parte de su infancia y su primera juventud. En la calle Esmeralda dobla a la derecha y continúa hasta la avenida Córdoba. En la esquina de enfrente permanece el bar Castelar, donde, en otra vida, solía citarse con muchachas. Casi todas estarán casadas y tendrán hijos adultos, y hasta nietos, reflexiona: alguna que otra ya habrá muerto, se dice. Que a partir de los cuarenta las cuerdas que amarran la vida empiezan a aflojarse. Se contrae de hombros y salmodia para sus adentros: «Débil mortal, no te asuste / mi oscuridad ni mi nombre. / En mi seno encuentra el hombre / un término a su pesar. / Yo, compasiva, le ofrezco / lejos del mundo un asilo/ donde en mi sombra, tranquilo / para siempre duerma en paz…».
A Víctor, por cierto, le horrorizaba ese poema de Es-pronceda; el chico odiaba la mención de la muerte. Olsen solía insistir, sólo para martirizarlo un poco, con ese juego cruel.
Otra vida, se dice. Esos momentos pertenecen a otra vida, y cuando él acudía al Castelar se trataba de una vida aún anterior, ¿cuántas vidas debe transitar un hombre antes del final? Vuelve a contraer los hombros y cruza la calle para entrar al bar. No cree que circule por allí nadie de aquellos tiempos, nadie que pueda recoñocerlo. Se sienta a una mesa junto al ventanal que da a la calle Esmeralda, enciende un cigarrillo y pide un vaso de grapa. Recuerda que a Aníbal Iturralde se lo presentaron en uno de esos bares del centro, pero después se reunían en un despacho que éste había montado en Avellaneda. Le gustaba arengar a sus compinches:
– Mirad, muchachos, la guita, como decís vosotros, es importante, pero más importante es la amistad. Si nos mantenemos unidos iremos todos para arriba, pero si cada uno tira por su lado nos pillarán como a conejos de jaula… ¿Habéis comido conejo a la cazuela? ¡Qué va! No tenéis paladar; vosotros sólo sabéis de churrascos. Uno de estos días os voy a llevar a comer conejo a lo de un paisano.
El hombre hablaba mucho, pero sabia organizar las cosas: negocios de juegos de azar, putas, contrabando, estafas inmobiliarias. Se movían en la zona sur: Sarandí, Quilines, Bcrazategui. Y más tarde incursionaron por Lanús, Banfield, Burzaco y Almirante Brown. En ocasiones irrumpían en las localidades del norte y el oeste: Tigre, Boulogne, San Justo, Aldo Bonzi, y hasta González Catán y Cañuelas. Pero el eximio organizador-el Gallego, lo llamaban entonces-, que tenía mucha facilidad de palabra y sabía enredar a la gente, no sabía sacar las castañas del fuego cuando las cosas se complicaban. Para dar la cara estaban «los muchachos». Olsen era uno de esos muchachos. Tal vez en eso estaba el talento de Iturralde, en darse maña para que fueran otros los que se jugaran el tipo. Al fin de cuentas él siempre pagaba… o casi siempre.
Tenía entonces unos cuarenta y tantos años, o quizá cincuenta. Había llegado desde Centro América a finales del cincuenta y nueve. Al parecer venía de Cuba, acaso escapando de la Revolución, y Olsen lo coñoció en el sesenta y cinco o el sesenta y seis, rememora. Más probablemente en el sesenta y seis, pues asocia aquellos momentos con el golpe militar que dio Onganía ese mismo año. Ya entonces Iturralde iba a todas partes acompañado por un matón colombiano que lo seguía como un perro; lo llamaban Caribeño. Iturralde nunca quiso explicar por qué había venido a parar a Buenos Aires, y él jamás se lo preguntó. Otros sí eran indiscretos: que si había hecho algo gordo en España, que si había peleado en la Guerra Civil; pero el Gallego, ni mu.
Se le adivinaba un fondo de difusa angustia que procuraba disimular, casi todo el tiempo, con su palabrería incansable. Pero no lograba evitar que por momentos resonara, impreciso, un eco quejoso: la soledad, quizá. Algún nudo de añoranzas que intentaba ocultar o deshacer tal vez con las mujeres, con la bebida casi siempre. Se puso muy contento cuando llegó Victoria. «Mi reina», le decía delante de todos, y daba sonrojo ver cómo se ablandaba con ella. «Eres mi reina y tienes nombre de reina, Victoria, Víctorita. Es la reina de las mujeres -pregonaba-, es mi paisana.» Y uno miraba para otro lado y se hacía cargo de una vergüenza que no le correspondía.
Victoria era una mujer de veintitantos, morena, de buena planta, que hablaba con acento catalán o valenciano, aunque nunca hablaba demasiado. Parecía una chica retraída, o quizá tan sólo prudente. Iturralde nunca explicó cómo había dado con ella, pero los muchachos sacaron en conclusión que la había mandado traer desde España.
Si bien sabía mantenerse reservado con respecto a sus propios asuntos, Iturralde era impertinente cuando se trataba de la vida de otros:
– Bueno, Olsen, desembucha ¿de dónde eres tú? ¿Eres noruego o algo así? Porque lo que se dice argentino, eso si que no lo eres, aunque trates de parecerlo.
– Ando desde pibe por aquí.
– Sí, eso ya lo sé. Y también has andado por Brasil, que te han pillado hablando portugués, y dicen que tienes acento de Pernambuco. Y yo mismo te he oído trapicheando en francés con los del puerto, y juraría que lo hablas como uno de Marsella, mira que coñozco el paño. ¿De dónde vienes, Olsen? Anda, cuéntales a tus amigos.
– Es que tengo mala memoria -contestaba él. Y si el Gallego insistía improvisaba cualquier otra evasiva. Se había propuesto mantener su origen en el misterio, y también la edad, aunque era evidente que entonces tenía poco más de veinte. Tenía la creencia de que cuanto más se ignorara de él, mayor sería su grado de libertad.