Después le mandó que se arreglara e hiciera las maletas, Je;J metió prisa. Antes de una hora la hizo subir al automóvil.
Partieron a medianoche por la carretera que va a Barcelona, tres horas después pasaron por Zaragoza y desde allí, por una ruta secundaria, continuaron durante unos veinte minutos. En todo el trayecto iturralde no dejó de hablar, alternaba las recriminaciones y los insultos con instrucciones referentes a cuál debía ser su-conducta en el futuro. Tenía que ser una buena puta, le decía, y no se le debía pasar por la cabeza alejarse del prostíbulo, pues él estaría informado de sus pasos: si lo desobedecía haría que liquidaran al niño. Y no estaba obligado a hacerlo personalmente, no: tenía gente que podía encargarse del trabajo, de modo que pareciera un accidente.
En un punto, a unos doscientos metros de aquel camino, había un edificio cuyo frente iluminaban dos faroles de mortecina luz roja. Un letrero en la entrada, alumbrado con bombillas de colores, decía BAR Y CLUB LOS AMIGOS. El establecimiento, lo supo de inmediato, pertenecía a su marido. Allí la dejó. Antes de irse le recomendó a la encargada que la tuviera con la rienda bien corta.
Durante los primeros tiempos Victoria jugó con la idea del suicidio, y si no se decidió fue por pensar que, tal como ¡e había anunciado Iturralde, con su obediencia aseguraba la vida de su hijo. Aceptó pasivamente que los hombres fuesen pasando por su cuerpo hasta encontrar el punto de insensibilidad que protege de la locura. Sintonizó la frecuencia de sus pensamientos en el mínimo de intensidad, y así soportó durante años la estancia en fe casa de putas haciendo que su vigilia -con la ayuda de somníferos y ansiolíticos- se convirtiera en prolongación del sueño. Su mente y sus emociones -.-permanecieron así durante mucho tiempo: embotadas.
Con el paso de los años las chicas de la casa se iban sin ser reemplazadas, cuando quedaron unas pocas el establecimiento pasó a manos de otro propietario, éste lo mantuvo un par de temporadas y después se desinteresó. Al final quedaron solas Victoria y la encargada, entonces el nuevo dueño dijo que lo cerraría y vendería la propiedad. Asi fue como una tarde Victoria se encontró deambulando, sin compañía, por las calles de Zaragoza. Al parecer Aníbal se había olvidado de ella, pero ¿y si no era así? ¿Y sí al enterarse de que ya no estaba en el prostíbulo cumplía su amenaza de matar a Víctor? Lo creía muy capaz: se había enterado de que al poco de dejarla en el burdel, Antonio Ramírez, el hombre que lo traicionó para servirles como agente a los Medina, fue muerto a balazos en una calle de Alicante. La venganza no había alcanzado a los hermanos Medina, aunque sí supo de la muerte, en un tiroteo, de uno de ellos-pero no supo entonces que Olsen estaba involucrado-, pese a que, al parecer, el" hecho no había sido por iniciativa de su marido. Claro, era difícil atacar a los Medina: su poder no era menor que el de Iturralde. Lo cierto era que ella no tenía el valor de moverse por su cuenta. Antes de emprender cualquier iniciativa necesitaba saber qué diría Aníbal, así que reunió ánimos para telefonearle.
Después de tomar una habitación en una pensión barata, en el barrio del Coso, donde dejó sus pocas pertenencias, Victoria se dirigió a un locutorio de la telefónica y desde allí se comunicó con la casa de La Moraleja. La mujer que atendió, quien dijo ser del personal de servicio, le informó de que el señor no estaba y le preguntó de parte de quién y de qué asunto se trataba. Victoria no se dio a conocer, pero dijo que llamaba por un asunto familiar. El señor debe de estar en su despacho, dijo la empleada. Victoria desconocía los números del actual despacho de su marido, pero la mujer que estaba al otro lado de la línea se los proporcionó.
La persona que descolgó el telefono en el despacho de Aníbal Iturralde hablaba con el tono expeditivo de una tele fonista entrenada en bloquear los intentos de inoportunos y postulantes. Dijo que el señor Iturralde estaba en una reunión, preguntó que quién le quería hablar y para qué asunto. Finalmente, cuando Victoria volvió a decir que era por un problema familiar, la chica dijo: «Un momento, veré si el señor Iturralde la puede atender». Al cabo de unos minutos. escuchó la voz de su mando. No era exactamente la misma voz que ella recordaba, los años se habían adherido a esa voz.:-v a la sazón era más áspera, como más poblada de espinos. Una voz de papel de lijar, pensó ella. Pero el tono no había cambiado, tenía la misma marca imperativa y prepotente de siempre, y cuando le oyó decir «Sí, dígame», ella tardó en encontrar su propia voz para darse a conocer; sólo después de un nuevo requerimiento -«Sí, dígame, ¡coño!*'- reunió un poco de temple para decirle quién era y para preguntarle qué quería que hiciera a partir de ese momento.
Durante unos instantes no hubo respuesta, sólo escuchó por el auricular el ruido del teclado de una máquina de escribir. Al final volvió a oír su voz:
– No conozco a ninguna mujer llamada Victoria -dijo Aníbal Iturralde.
Ella pensó que había una confusión y trató de aclarar las cosas.
– ¡He dicho que no conozco a ninguna Victoria, coño! Conocí a una con ese nombre pero ya se ha muerto.
Así, puesto que él la consideraba muerta, ella quiso cerciorase de si ya podía considerarse libre.
– ¿Y a mí qué carajo me pregunta? ¡Joder! Los muertos son libres de hacer lo que les salga de las narices… siempre y cuando no se mezclen con los vivos.
Así Victoria supo que Aníbal se desentendía de ella, y, claro estaba, sintió un gran alivio. De todos modos se atrevió á preguntar por su hijo.
– ¿Y a usted qué coño le interesa saber de mi hijo? Mi hijo no tiene madre, ella está muerta. Ya le he dicho que los muertos no deben mezclarse con los vivos… si lo hacen, los vivos pueden acabar muñéndose. – Inmediatamente después de decir esas palabras Aníbal Iturralde cortó la comunicación.
De vuelta en el cuarto de la pensión. Victoria discurrió, sobre las diferentes formas de consumar el suicidio, y pasó quizá unos tres o cuatro días sumida en tales reflexiones; por último, un aguijonazo de hambre la hizo salir a la calle y meterse en la primera fonda del barrio, un barrio poblado de casas de comida. Le sirvieron un plato de sopa de cocido, y después de unas cuantas cucharadas sintió un profundo malestar. Cuando se disponía a ir al lavabo el mundo se cerró, cubriéndose de oscuridad.
Al volver a k realidad se hallaba en la cama de un hospital público, y allí permaneció casi una semana, sometida a la alimentación intravenosa y a la atención de médicos y enfermeras. La vecina de la cama de la derecha era Ana: la habían traído por causa de un aborto hecho de mala manera. Ambas simpatizaron desde el principio y les dieron de alta el mismo día. También se fueron juntas.