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Una vez en la calle, Victoria se enteró de que Ana estaba sin un duro y no tenía dónde pasar la noche, así que la invitó a comer y compartieron el cuarto de la pensión. Vivieron juntas unos seis meses.

Dado que la pensión y el sustento había que pagarlos, Victoria salió a buscar dinero donde sabía obtenerlo. Ana se enteró muy pronto de dónde provenía la manutención de ambas; al principio puso reparos, pero Victoria la obligó a aceptar su ayuda hasta que aquélla consiguiera trabajo, y después continuaron compartiendo mesa y vivienda.

AI cabo de unos meses Ana consiguió otro empleo, como secretaria ejecutiva, en una empresa inmobiliaria de Madrid. Ninguna de las dos supo en aquel momento que dicha empresa pertenecía almismo grupo que a la sazón capitaneaba Aníbal Iturralde, pero cuando esto llegó al conocimiento de Victoria, merced a la información que su amiga le brindara en una de sus cartas, hizo las maletas y tomó el primer tren con destino a la estación de Chamartín. Se le había ocurrido que por medio de Ana -como efectivamente sucedió- alguna vez quizá podría tener noticias de su hijo.

En Madrid, en el primer momento, Victoria se sintió desbordada por un fuerte sentimiento de angustia e inseguridad. Existía el riesgo de que su marido averiguara que ella rondaba por allí, y esa eventual contingencia le aterrorizaba por lo que tenía de amenaza -creía ella- para su vida y k de Víctor, pero al final se dijo que era una probabilidad remota, siempre y cuando se mantuviera a distancia. A fin de cuentas Aníbal Iturralde se había desentendido de ella.

Durante los primeros días en la ciudad se encontró abismada entre una multitud de dolorosos recuerdos, pero al fin se sobrepuso y reemprendió la lucha por la vida: alquiló un apartamento en el barrio de Getafe y salió a hacer k calle. Cuando le confesó a Ana lo que esperaba de ella ésta prometió su colaboración. Una amiga es una amiga.

Durante un año no hubo resultados. Ana ni siquiera había visto una sola vez a Aníbal Iturralde, y menos a su hijo. Y de pronto se produjo lo que tanto esperaban: fue trasladada a las oficinas del jefe, y antes de cuatro meses pasó a ser su secretaria. Así fue como pudo darle a Victoria noticias de Víctor.

Cuando Olsen salió de la cárcel y comenzó a desempeñarse como guardaespaldas del muchacho, Ana se lo contó a su amiga. Victoria se acordaba muy bien de Olsen, del tiempo que lo había conocido en Buenos Aires, y aunque nunca habían tenido mucho trato, lo consideraba una persona de su agrado. Fue entonces cuando pensó que por su intermedio podía llegar a saber más cosas de su hijo, pero no desconocía que el intento de aproximarse a ese hombre -que a la postre estaba bajo las órdenes de su marido- implicaba un riesgo. De todas maneras lo consultó con Ana, y ésta le aconsejó > que esperara, necesitaba conocer mejor a Olsen. La duda se mantuvo durante unos años, hasta que finalmente Ana le dijo que creía que Olsen no traicionaría su confianza. Como quiera que sea, añadió, es un riesgo que hay que correr; y después de todo lo que nos ha sucedido, ¿qué cosa peor nos puede pasar, aparte de que nos maten?

– De modo que asi es como son las cosas -dijo Victoria. Permanecieron callados un largo rato. Victoria se mantuvo inmóvil, con la mirada perdida y los brazos colgando, como muertos. Daba la impresión de sentir un cansancio inmenso. Olsen encendió un cigarrillo y después se olvidó de fumarlo. Ahora se explicaba muchas cosas que durante bastante tiempo no había alcanzado a comprender, entre otras, la razón por la que Aníbal Iturralde le había insistido en tantas ocasiones sobre la importancia de evitar -evitarlo a toda costa- que personas extrañas se pusieran en contacto con Víctor, Ahora tenía claro que el viejo pretendía impedir que el chico probara los frutos del árbol del conocimiento. Ana lloraba quedamente y cada tanto se sonaba ¡a nariz, hasta que agitó la cabeza, como quien trata de salir de un trance, y se sirvió un vaso de whisky. Ella fue quien primero rompió el silencio:

– ¿Qué dices, Olsen? ¿Nos hemos equivocado o no al confiar en ti?

– Quien a partir de hoy nodebería confiar en mí es el grandísimo cabrón de Aníbal Iturralde -dijo Olsen, y pensó: Tengo que matar a ese hombre.

Cada vez que el Caribeño se sentía aburrido buscaba la camaradería de sus amigotes del equipo de seguridad: José Antonio Aguirre, jefe de vigilancia del edificio de oficinas, y Claudio Iglesias, quien antes de integrarse en el grupo de guardaespaldas de Aníbal Iturralde había estado en la cuadrilla de cobranzas, cuando éstas todavía se hacían por las bravas. Salían de parranda, como buenos compadres, y después de cenar en algún figón de Lavapiés -acompañando la ingestión con abundante tintorro-, recorrían los clubes de alterne y los apartamentos de putas de la Costa Fleming para cumplir con la jodienda semanal. En ocasiones prolongaban la francachela en uno de los pocos clubes de baile para cuarentones que quedaban en Madrid, y cuando el jolgorio no concluía a tortazos, daban término a la jarana en el apartamento de alguno de ellos, donde continuaban libando cuba-tas de ron y ginebra y despellejando conocidos.

Justamente, la noche que Olsen estaba con Victoria y Ana, la pandilla cotilleaba a su costa; decían que era un tío con demasiados humos y vaya con el trabajito que le había encomendado el jefe, a un gachó que iba de machote y al fina] había acabado de niñera. Cuando las habladurías alcanzaron el punto de ebullición cualquiera de ellos soltó el bulo de que en la relación entre Víctor iturralde y el fanfarrón de Olsen debía de haber algo raro, porque ya me dirán qué coño hacen durante tantas horas encerrados en el pabellón. Soltaron unas risas agudas y uno de los tres dijo:

– Ya me parecía a mí, macho, que el niñato debe menearle la polla.

Más risas y nuevo comentario:

– No, tío, tú no te enteras, el chico más que meneársela debe dejarle que le meta el mingo por el culo.

– ¿Así que el cabrón ha resultado soplanucas?

– Y que lo digas, y el otro mariposo.

– ¡La madre que los parió, si llegara a enterarse don Aníbal!

– Eso digo yo, habría que pasarle el santo.

– Sí, pero antes habrá que conseguir pruebas.

– De eso me encargo yo -dijo el Caribeño.

En la mañana siguiente Olsen acudió, como cada día hábil de la semana, a la casa de La Moraleja para llevar a Víctor a la facultad. Para alegría del muchacho se mostró mucho más efusivo que en días anteriores y, para colmar su dicha, le propuso que esa misma tarde fuesen a su apartamento. Pero.| antes pasarían por un estudio de fotografía, y era que Olsen quería tener una foto de Víctor le dijo, con lo cual éste quedó muy asombrado y complacido.

Por la tarde Olsen no entró con Víctor a la facultad, prefirió quedarse en un bar cercano, rumiando planes y bebiendo una taza de café tras otra. Aquella misma noche, o a más tardar el día siguiente, visitaría a Victoria para llevarle las fotos de su hijo, tal como le prometiera; después vería el modo de acabar con Aníbal Iturralde. Lo haría de modo que pareciera un accidente. No veía que dicho cometido le fuese a resultar fácil, puesto que si bien había matado un par de veces, no se consideraba un asesino experto. Trató de convencerse de que debía existir algún procedimiento idóneo, como lo hay siempre que es necesario exterminar alimañas dañinas.