A la misma hora el Caribeño, que se había hecho con ana llave del pabellón por habérsela dado una criada de la casa, con la cual tenía esporádicos amores -eso sí, con la venia de don Aníbal-, se introducía en la estancia y hurgaba por los rincones en procura de indicios que respaldaran sus barruntos. Aparte de algunas prendas y libros de Olsen, ropa y zapatillas de deporte, dos pares de juegos de mancuernas, una barra de acero, una cuerda para saltar, discos de hierro de diversos pesos y un punching-ball, al principio no halló nada que le pareciera significativo. Finalmente, encontró los cuadernillos de Víctor y el cuaderno de Olsen.
Después Olsen nunca recordaría cómo llegó a meterse con Victoria en su cama ni cómo fue que tan pronto estuvieron desnudos. Sí recordaría que ella era tibia, tetona, carnosa y culona; que lo abrazaba con sus brazos rollizos como si sintiese por él cariño verdadero, y hasta creyó -no sin motivo-que en ese momento ella acaso lo sentía. También recordaría haber pensado que la mujer no estaba del todo cabal y tal vez tampoco lo estaba él. Recordaría haberse sentido, por mor de las caricias de esa mujer blanda, más excitado de lo que lo había estado en los últimos tiempos. Recordaría la extraña sensación de percibir que introducía su miembro rígido en sitio tan pulposo, húmedo, cálido y amplio, y recordaría haber pensado que había algo familiar en su piel, y cómo no iba a haberlo si es que se trataba precisamente de la madre de Víctor, lo cual incrementó su excitación, y que justo en ese momento, al ser tocado por ese pensamiento, empezó a consumirse como pólvora seca cuando es alcanzada por el fuego al mismo tiempo que ella parecía dormirse o entrar en un estado de languidez, aunque sin embargo susurró: «¡Aníbal, cariño mío!». Si, que tal nombre pronunció, y Olsen lo oyó perfectamente aunque hubiera deseado no haberlo oído y con ímpetu salió de ese cuerpo, saltó de la cama, y buscó en la oscuridad su ropa.
Ahora bien, si se tiene en cuenta que Godoy era casi un semianalfabeto, por otro lado poco acostumbrado a la escritura manuscrita, se comprenderá que leyera los diarios de Olsen y Víctor lturralde con harta dificultad. Para colmo, los párrafos que aparecían en aquellas páginas tenían para él un significado impenetrable. ¡Esto es cosa de majaras!, se dijo. Sí, por lo que allí se leía parecía claro que esos dos eran mucho más raros de lo que parecían, pero aunque fuesen locos, lo que a duras penas había leído no probaba que fueran «locas» ni que hiciesen cosa alguna que tuviera que ver con el mariconaje, y no podía irle a don Aníbal con semejantes chorradas sin correr el nesgo de que lo mandara a hacer gárgaras de moco verde, pensó. Pero un momento, ¿qué dice aquí? Añoro la lanza de tu cuerpo, Víctor Olsen, que. penetra en. mis entrañas y empuja y se retira, y avanza y retrocede, y ansia las honduras de mi ser para dejar en su interior el jugo espeso de tu hombría. Añoro tus brazos ciñendóme como la garra del águila que aferra al cabrito para elevarlo en su vuelo. Pero tú no me dejes raer, como hace el águila, llévame siempre más alto hasta que nos devore el sol. Añoro tus besos, añoro tus caricia} y palabras. Te añoro cada día, Víctor Olsen.
¡Que me asen si esto no es cosa de maricones y cochinos!, exclamó para sus adentros. Y ya no tuvo dudas de que aquellos papeles había que enseñárselos a don Aníbal. ¡Pobre hombre, m se imagina qué hijo le ha salido! ¡Y menos se imagina a quien le ha confiado el cuidado del niñato mariposón de mierda, me cago con la vaina verraca y la madre que lo parió!
Olsen había quedado con Víctor en salir a correr el sábado. A las diez de la mañana llegó a La Moraleja; vestía chándal y zapatillas deportivas e imaginaba las malintencionadas chanzas que le dirigiría el Caribeño al verlo así equipado. Se propuso ignorarlo, como de costumbre. Sabía que Godoy no toleraba su desprecio. Peor para él, se dijo.
Pero el Caribeño no se hallaba a la vista aquella mañana. Tampoco Aníbal Iturralde. En la casa sólo estaban Víctor, la servidumbre y dos hombres de vigilancia.
Corrieron más de una hora por los caminos de la Casa de Campo, después, empapados en sudor, volvieron en coche a la casa. El Caribeño y Aníbal Iturralde seguían ausentes; Olsen, extrañado, se preguntó dónde habrían ido, ya que Iturralde raras veces salía los fines de semana. Víctor no lo sabía y dijo que tampoco le importaba, sólo quería desayunar, y cuanto antes mejor, pues la carrera le había abierto el apetito. Se allegaron a la cocina, en donde una asistenta, muy solícita, preparó para ellos bocadillos de jamón, tortilla de patatas y un termo de café. Retiraron latas de cerveza del frigorífico, metieron todo en una canasta y llevaron el botín al pabellón. Se sentían como un par de aguerridos y alegres saqueadores.
Al entrar echaron el cerrojo y otra traba, que sólo podía accionarse desde el interior: una precaución que nunca olvidaban. Olsen abandonó el bolso -en el que se hallaba su pistola- sobre un sillón de mimbre. Inmediatamente se distribuyeron las viandas y no tardaron en dar cuenta de éstas. Con el café, Olsen encendió un cigarrillo.
– Ya podrías ir dejando de fumar -le reconvino Víctor.
– Imposible. Sería como una traición.
– Hoy por poco te faltó el resuello.
– Es que ya estoy viejo, nene.
– Eso es lo que me parecía.
– Pues te estás equivocando. Te podría dar ventaja y todavía así ganarte por varios cuerpos.
– No lo creo.
– ;Ah sí? ¿De verdad crees que no tengo aguante?
– En la cama tal vez.
Rieron la última broma y se prodigaron caricias.
– ¿Nos duchamos? -dijo Víctor.
– ¿Y después qué?
– Después nos echamos una siestecita.
Volvieron a reír, pero si hubiesen dirigido la vista hacia el anaquel de los libros habrían advertido que faltaban los diarios de ambos. En ese caso, su ánimo festivo se habría; transformado en alarma y desasosiego. Pero no miraron en esa dirección: después que se quitaron la ropa la mirada de cada uno se hallaba concentrada en el cuerpo del otro. Fueron a la ducha sin dejar de contemplarse durante todo el tiempo, se acariciaron sinmesura bajo el chorro de agua, y al salir se secaron mutuamente con grandes toallones. De inmediato se metieron en la cama, y cuando se hartaron de placer acabaron abandonándose a un estado de languidez y modorra.
Unos tuertes golpes en la puerta los sobresaltó por igual-No eran los golpes normales que se dan para llamar, ni siquiera eran los golpes de alguien que llama imperativamente. Eran golpes asestados con un objeto duro y pesado y cuya finalidad era forzar la batiente.
Saltaron de la cama como si ésta hubiese comenzado a arder. Quienes aporreaban la puerta pegaban enérgicos gritos y exigían que abrieran. Se trataba de una puerta sólida, de madera maciza, pero, por el modo en que cimbraba la estructura de la construcción, el objeto que usaban como, ariete debía de ser muy poderoso.