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Olsen había hecho a tiempo de ponerse el pantalón del chándal antes de que el marco de madera comenzara a rasgarse con un siniestro crac. Víctor, por el contrario, después de arrojarse de la cama había sido ganado por una suerte de parálisis y no atinaba a moverse. Permanecía desnudo, tembloroso, arrinconado en una esquina de la habitación y pegado a la cabecera del lecho.

Cuando un nuevo topetazo hizo retumbar las paredes Olsen ya había recogido sus ropas, las zapatillas y el bolso en el que llevaba algunas pertenencias personales y la pistola. Ni le pasó por la cabeza perder el tiempo terminando de vestirse. «¡Despierta, Víctor; coge tu ropa!», le gritó al muchacho, pero éste seguía en estado de trance.

El siguiente impacto, con gran estruendo, arrancó la puerta de cuajo. Con la puerta cayó el marco y parte de la mampostería. A través de una nube de polvo cuatro hombres invadieron la estancia. El Caribeño hacía punta. Detrás venía Aníbal Iturralde seguido de Claudio Iglesias y Antonio Aguirre. Aníbal Iturralde aullaba palabras ininteligibles y llevaba los brazos alzados con los puños cerrados. Olsen, con movimientos reflejos, se arrojó de costado, con el hombro por delante, contra el vidrio de la ventana. El cristal se quebró en infinitos añicos y su cuerpo pasó a través de las astillas. Sólo mucho tiempo más tarde, al recrear dolorosamente la situación, se detuvo a juzgar la inaudita estupidez de aquellos hombres que, pudiendo haber roto los vidrios de la ventana para entrar al recinto con menor escándalo y mayor facilidad, nada más se les ocurrió derribar la puerta.

El suelo estaba sólo a poco más de un metro. Cayó sobre el césped y se incorporó de inmediato para echar a correr descalzo; sin embargo, antes de hacerlo arrojó una veloz mirada al interior del pabellón. Víctor continuaba inmóvil en su rincón, mientras que el padre de éste desenfundaba la pistola y apuntaba hacia Olsen.

Inició la impetuosa carrera procurando no perder la ropa y el bolso. Corría en zigzag, y al correr advirtió que tenía el dorso y el brazo rasgados con surcos de sangre, sin duda producidos por trozos de vidrio.

Oyó el primer estampido. No hay cuidado, se dijo, el Gallego nunca aprendió a tirar no sabe hacerlo sin cerrar los ojos. Siguió corriendo y escuchó un nuevo disparo que tampoco dio en el blanco. El tercero no lo sintió, pero cayó de bruces, con la cara pegada al suelo. El dolor semejaba una intensa quemadura, entonces se dio cuenta de que lturralde le había metido una bala en la espalda, intentó incorporarse y comprobó que le costaba trabajo. Podría andar, pero correr sería más difícil, así que se ocultó entre unas matas del jardín. En ese momento salían de la casa el Caribeño, Aguirre e Iglesias y venían en su dirección, con las armas empuñadas. Detrás de ellos aullaba lturralde: los instaba a que cazaran al jodido cabrón hijo de puta y que no lo dejaran salir vivo.

Olsen sacó la pistola del interior del bolso y apuntó con cuidado a la rodilla derecha de Godoy, que era quien venía delante. Apretó el gatillo y el Caribeño cayó y empezó a quejarse a grandes voces que el cabrón de mierda le había dado. Éste cojeará lo que le quede de vida, se dijo Olsen. Aguirre levantó su revólver con intención de disparar, y entonces tuvo que tirarle al pie. Agmrre también cayó a] suelo y rompió a llorar histéricamente y a gemir: «¡Mi pie me ha dado en el pie!». Otro que va a cojear, pensó Olsen. Iglesias vaciló por un instante antes de dar media vuelta y echar a correr en dirección a la casa. lturralde ni siquiera volvió a asomar la cabeza por la ventana.

Olsen se incorporó e inició un trote lento y penoso hasta donde había dejado el Mercedes, con las llaves puestas, como de costumbre. Se sentó al volante y, al apoyar la espalda desnuda contra el cuero del respaldo notó la humedad viscosa que le corría por la piel. Sangre, sin duda, se dijo.

Puso el motor en marcha y en el mismo instante advirtió que trataban de cerrarle el paso los dos hombres del equipo de vigilancia. Arremetió contra ellos, que alcanzaron a hacerse a un lado para no ser atropellados. Arrolló las planchas del portón con la trompa del automóvil, eran de hierro, pero por fortuna los goznes estaban flojamente amurados. Una hoja del portón cayó con estrépito y las ruedas le pasaron por encima. Olsen enfiló en dirección al centro de Madrid.

Condujo entre el abigarrado tránsito de la carretera de La Corana, ofuscado por la euforia del desastre. Antes de llegar a la avenida Princesa se desvió para entrar al parque del Oeste, donde detuvo el coche y acabó de vestirse en el interior del mismo.

En el pabellón, Aníbal lturralde se había puesto a atizarle a su hijo con la culata de la pistola. Le golpeaba en la cara y en el cráneo, sin importarle la sangre ni las quejas del muchacho. Lo pateaba en el cuerpo caído: las costillas, los ríñones, y procedía de tal modo con la pericia que parece dar la costumbre. Lo trataba de maricón de mierda y de puerco degenerado. Lo recriminaba por la vergüenza que había hecho caer sobre el apellido, amenazaba con matarlo, y todo esto mediante fuertes voces, mientras en el jardín Aguirre y el Caribeño clamaban inútilmente por ayuda y se arrastraban en la hierba dejando un reguero de sangre.

Olsen abandonó el automóvil en el parque del Oeste y empezó a andar hacia el paseo del pintor Rosales. Ignoraba si seguía perdiendo sangre, pero a cada paso se sentía más débil. El parque, en ese mediodía de un sábado, se hallaba muy concurrido: familias con niños, parejas de jovencitos, algunos ancianos. La gente lo miraba con lástima y aprensión: un tipo extraño, vestido con un chándal manchado por la parte de la espalda con un gran lamparón rojo, que caminaba a los tumbos. Le hizo señas a un taxi, pero al verlo de tal modo el conductor siguió de largo. El conductor del siguiente taxi no lo miró bien cuando se detuvo. Olsen le pidió que lo llevara hasta la plaza de Legazpi. y no quiso darle las señas del domicilio de Bodoni porque pensó que en tales situaciones toda precaución es poca.

– ¿Qué le pasa, amigo, no se encuentra bien? -preguntó solicito, el taxista.

– No es nada. He bebido más de la cuenta.

– Pues yo diría que está enfermo; se le ve muy pálido… ¡Qué digo pálido! ¡Si está blanco! ¿Quiere que lo lleve al hospital?

– Ya le he dicho que no es nada. Usted lléveme a la plaza de Legazpi -respondió Olsen con impaciencia.

– Sí, eso ya me lo ha dicho -dijo el taxista con una pizca de irritación. Y se encogió de hombros.

Ahora que han pasado los años Olsen aún revive ese trayecto en taxi con la viveza con que la memoria a veces se recrea en los momentos de estupor. Recuerda el gran esfuerzo' que tuvo que hacer para evitar hundirse en el desmayo, recuerda su penoso andar desde la plaza de Legazpi hasta el; domicilio de Bodoni, temiendo caer desvanecido antes de llegar, y por último la puerta salvadora, a la que llamó con golpes desesperados mediante el aldabón de bronce. También recuerda haber intuido que todavía noiba a morir y haberse dicho que nadie lo mataría. Ya muy anciano, en la segunda década del tercer milenio, recordará de nuevo los pensamientos que ocuparon su cabeza durante aquel simulacro de agonía y recordará el propósito, que se hizo entonces, de no dejar que nadie acabara con su vida, ni siquiera; los disparos de armas de fuego, el tiempo o la enfermedad.-; Lo recordará unos segundos antes de meterse el caño de la pistola en la boca, y, antes de gatillar, se dirá que ha triunfado; que si que casi todo lo que le sucedió en la vida fue en contra de su voluntad, pero al menos ese acto irreversible y definitivo es un acto de libre albedrío. Casi nunca eligió nada, es cierto, pero ahora elige el momento y el lugar de su muerte.