Y recuerda ahora, en su chabola de la villa miseria, la cara de Bodoni al abrir la puerta y encontrárselo parado sobre un charco de sangre.
Y cada vez que se recoge en el pabellón, Víctor Iturralde reconstruye con el recuerdo la misma escena de cinco años atrás. El momento en que abrió los ojos al salir de la inconsciencia, después de la primera golpiza, y lo primero que vio junto a su rostro fue el zapato que calzaba su padre y la bocamanga del pantalón de éste. No miró hacia lo alto, pues tuvo miedo de hacerlo. Un instante después ese zapato se elevaba desde el suelo para presionar en su cabeza, y allí >e mantuvo largo rato, mientras su dueño se preguntaba si debía matarlo o simplemente encadenarlo en un sótano, al menos hasta que se curara de su mariconería. Al final, Aníbal Iturralde hizo su elección.
Ahora Víctor Iturralde se reprocha por no haber reaccionado en aquel momento. ¿Por qué no intentó defenderse poniendo en práctica las técnicas de defensa y ataque que le enseñó Víctor Olsen? Quizá porque era tal el temor que le había insuflado en el cuerpo durante toda su vida el viejo crápula, que por lo mismo no se le ocurrió reaccionar,
Después, un practicante discreto le curó las heridas mientras iglesias, que había resultado ileso en el tiroteo, se hallaba presente para vigilar. Y después lo introdujeron en la oscuridad del segundo sótano de la mansión, donde se guardaban las reservas de vino añejo, para que la humedad fría que llegaba desde el suelo de tierra le diluyera de entre los huesos sus desviadas inclinaciones. Permaneció en ese infierno malsano y solitario durante tres semanas. Cada mañana Iglesias le dejaba en el piso la comida y a continuación se retiraba, cerrando la puerta desde fuera, sin que entretanto cambiaran entre ambos palabra alguna. ¿Se compadecía de él ese hombre? ¿Lo juzgaba con desprecio? Nunca lo supo, y en todo caso nunca hablaron de ello. Ahora Iglesias es muy solícito, y más que como un guardaespaldas se comporta como un servil lacayo. El hombre cumplía órdenes, había nacido para hacerlo.
Tardó mucho tiempo en volver al pabellón, un lugar que le hacía evocar recuerdos de muy diferente cariz. En su interior conoció sensaciones opuestas y extremadas de placer y ternura, y de dolor, sufrimiento y humillación. Alguna vez le pasó por la cabeza la idea de mandar que lo incendiaran, pero al final lo hizo acondicionar y quedó convertido en la estancia más confortable de la finca. Permanece recluido bajo su techo durante muchas horas al día, siempre solo, pues allí no admite visitantes. A veces cree sentir la presencia de Víctor Olsen, y cuando sale del ensueño se pone a cavilar en el modo de ponerse en contacto con él y conseguir que regrese.
Olsen abrió los ojos al salir del sueño de la anestesia y vio que a su lado estaba Gaspar Bodoni. Buscó en la memoria, mientras se adentraba en la vigilia, para revivir las últimas horas. Recordaba con nitidez la brusca irrupción de Aníbal Iturralde y sus segundones en el interior del pabellón, recordaba haberse arrojado contra el cristal de la ventana y las consecuentes heridas de vidrios, los primeros instantes de su fuga, el balazo en la espalda y el posterior tiroteo. Recordaba que subió al Mercedes y atropello el portón de la finca, recordaba al taxista que lo condujo hasta la plaza de Legazpi y le propuso llevarlo al hospital mientras él se resistía a morir, las calles que recorrió antes de llegar al domicilio de Bodoni y cómo éste lo hizo pasar y cerró la puerta tras él, cómo le hizo beber coñac y lo obligó a tenderse en la cama para taponarle la herida de la espalda y curarle provisionalmente los surcos de sangre de los brazos y el torso. Después su amigo telefoneó a un médico de su confianza, uno que no iría con el cuento a la policía -aseguró-, y cuando el médico llegó lo primero que dijo fue que la cosa la veía muy pero que muy mal y sería necesario tomar una radiografía para localizar el emplazamiento de la bala.
– No lo podemos llevar a un hospital, doctor. Lo andan buscando para darle el pase al otro club -le explicó Bodoni.
– Ah, ya entiendo. Pues veremos qué puedo hacer -dijo el facultativo, y comentó que el proyectil había ingresado por debajo de la escápula, aclarando que quería decir la paletilla.
Lejos, por suerte, de la columna vertebral, y al parecer no había interesado ningún órgano vital, pues de lo contrario ese hombre no habría llegado hasta allí.
– ¡Menos mal! -dijo Bodoni, y al escucharlo Olsen se preguntó si el viejo hablaba en serio o se estaba tomando el asunto en solfa. Con él todo era posible.
– Pudiera ser que haya tocado el pulmón, pero no tengo la impresión, por el modo como respira, de que lo haya perforado. Da el efecto de que la costilla hubiera desviado el proyectil hacia arriba y hacia el costado… y al no haber orificio de salida habrá que pensar que sigue dentro… Prepárate chico, voy a meterte bisturí.
Mientras llenaba la jeringa con anestesia, y después, cuando se la inyectaba, y durante los instantes que tardó en hacerle efecto, el médico no paraba de hablar para decir que era una desgracia con suerte, un verdadero milagro, ya que casi no hay sitio en esa parte del tronco para que una bala se meta sin matar al que lo alcanza, y justo al amigo le tocó eludir a la Parca con la dichosa ayuda del azar. Eso era mejor que sacarse el premio gordo de la lotería. Un consuelo, se dijo Olsen un segundo antes de perder la conciencia.
¿Cuánto tiempo estuvo abriéndose paso entre muros de nubes? ¿En qué momento le preguntó a Bodoni si de verdad quería conocer su origen?
¿De verdad quieres saber de dónde vengo, Bodoni? ¿Se lo dijo? ¿Se lo preguntó a Bodoni? No sé, Bodoni. No conozco el lugar exacto. Vengo de un paisaje acotado por alambres de espinos; ahí es donde alcanza mi memoria. Alambres de espinos y gritos y un humo denso y negro. Nunca han querido decirme si de verdad estuve allí cuando era muy niño o si lo soñé en cualquiera de mis pesadillas. Me recuerdo después, a bordo de un barco grande, Bodoni. Voy de la mano de mi madre. No sé si tuve padre. Si lo tuve quizás él llegó con nosotros hasta el mundo de los alambres de espinos y allí se quedó para siempre, Bodoni.
Y al despertar allí estaba Bodoni. el buen amigo que todo se lo tomaba con ánimo irónico. Olsen notó que tenía la parte superior del tronco vendada. También notó que le costaba trabajo moverse, sin embargo dijo:
– En cuanto pueda me largo.
– ¿Y cómo es eso?
– Si. Todo el tiempo que permanezca aquí estarás en peligro tú también.
– ¡Bobadas! A ninguno se le ocurriría buscarte en este lue;ar. Hace tiempo que he salido de la circulación, y ya casi nadie se acuerda de mí.
– Pero…
– ¡Nada, nada! Tú tranquilo y procura descansar. Más adelante hablaremos.
Bodoni estuvo a su lado muchas horas. Cuidándolo durante la vigilia y el sueño. Le hizo las curas, le administró los antibióticos, lo lavó y lo alimentó hasta que Olsen se sintió repuesto. Después fue Bodoni quien salió a la calle para olfatear el ambiente.
– Chico, eres el hombre más buscado del país. Quizá debiera decir del mundo -le dijo al volver.
– Los hombres de lturralde, claro.
– Te seré sincero: los de lturralde y también los hermanos Medina… Los dos Medina que sobreviven. Se han enterado de que ya no sigue protegiándote el crápula. Quieren cobrarse su estúpida venganza. Hay fichas con tus señas repartidas por todos lados, y no sólo en España, las han enviado a todas partes, desde Nueva York a Valparaíso. Y en toda Europa. Los Medina ofrecen un cuarto de millón… de dólares, claro. lturralde el doble. ¡Es mucho pero que mucho dinero, chico!