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– Entonces me largaré cuanto antes, no sea que te tientes.

– Eres un infame. Si alguien ha de ganarse una pasta deberías dejar que fuera un amigo.

Ambos rompieron a reír, pero a Olsen la risa le produjo dolor en las heridas.

– ¿Qué sabes de Víctor Iturralde?

– "El chico por ahora está guardado. He oído decir que el viejo se propone reformarlo. De ti, dicen que eres un degenerado… ¿Es verdad, Olsen? Bueno, hay gustos para todo. El chico no es feo, por cierto, pero al papi no le cayó bien que lo echaras a perder. -Bodoni celebró su broma con una carcajada. Olsen esta vez murmuró que no le hacía mucha gracia.

Un mes más tarde se hallaba repuesto y hacia planes de viaje. No poseía más de lo que llevaba encima, además del poco dinero y la pistola que transportaba en el bolso de deportes. También tenía sus documentos, pero dada la situación, le estaban vedados. No dudaba de que después de su fuga habían ido a su apartamento, y al no encontrarlo habrían rebuscado entre sus pertenencias para terminar destrozando todo. Se encontraba mucho más pobre que cuando llegó por primera vez a Madrid, quince años atrás.

Sin embargo, Bodoni le echó una mano: le entregó numerosos permisos de conducir y una decena y media de pasaportes con diferentes nombres y nacionalidades. También le regaló un fajo de trocitos de plástico, apilados de tal modo que parecían pertenecer a un mazo de cartas de tamaño pequeño. Eran más de cuarenta.

– Cuando pongas en uso una tarjeta de crédito deshazte de ella antes de veinticuatro horas -lo previno.

Bodoni también salió a comprarle ropa. El equipaje cabía en un maletín de mano. Le proporcionó gafas con cristales sin aumento y también trescientas mil pesetas para gastos.

Una noche de mediados de julio se despidieron con un abrazo, después Olsen salió a la calle. Empezó a andar. Suponía que las estaciones terminales de tren y autobuses, o el aeropuerto, eran sitios peligrosos para un hombre por el que se ofrece medio millón de dólares. Alrededor de la una y medía, cuando la mayoría de los bares se hallaban cerrados y no circulaba mucha gente, se puso a examinar una fila de automóviles aparcados junto a la acera, en la calle de Canillas, del barrio de Prosperidad. Era seguro que la mayoría de los propietarios debían de estar recogidos en el interior de sus pisos, a punto de irse a dormir. Ninguno saldría antes de las siete de la mañana, y a esa hora él ya podría estar en Lisboa.

Ya han pasado muchos años, se dice Olsen. Aquello ha quedado atrás en el tiempo. Todo está muy lejos. Sentado a la puerta de la barraca, otra madrugada, fuma y recuerda. Recordar es mejor que soñar, reflexiona. Le viene a la memoria un bosquecíllo a la vera del camino, cerca de Navalmoral de la Mata, en el trayecto de su fuga. Allí, para abandonar la pistola, detuvo el automóvil robado. El arma quedó bajo un montículo de piedras, y mientras las apilaba no pudo dejar de recordar el embuste que le contó Aníbal Iturralde sobre su esposa, supuestamente muerta, cuyo cuerpo él habría ocultado al igual que en ese momento Olsen lo hacía con su arma. Se preguntó qué sería de Victoria en el futuro, ¿quién la tendría informada acerca de su hijo? Recordó el calor del cuerpo de la mujer. Se preguntó también qué sería en esos momentos de Víctor Iturralde. Deploró no haber tenido tiempo para eliminar al padre. ¡Qué diferente habría sido todo!, se lamentó. Eso había pensado en el bosquecillo, mientras sepultaba la pistola bajo las piedras. También había deseado no tener que llevar pistola nunca más. Ahora recuerda esos pensamientos y lamenta que ese deseo no haya podido cumplirse. Recuerda aquel momento en el bosquecillo, pero el tiempo posterior se le desdibuja en la memoria arrastrado por una sucesión de territorios y nombres falsos. Lisboa: Gilberto Vieira; Rio de Janeiro, en un hotelucho cercano a la Praca Tiradentes: Joáo Andrade; San Salvador de Bahía: Sebastiao Franco; Recife, Fortaleza: Sergio Danti; Roraima, mezclado con siniestros garimpeiros y tratando de parecer uno de ellos: Antonio Pellegri. Allí fue donde oyó que se buscaba a un sujeto de unos cuarenta y cinco años, de nacionalidad desconocida, pero que posiblemente fuera noruego o argentino y que casi con seguridad disponía de varios pasaportes y cambiaba con frecuencia de identidad.

Quinientos mil dólares por su captura, vivo o muerto. Después Manaos, donde embarcó como ayudante en el Reina do Tapajós, un destartalado lanchón de transportes que navegaba por el Amazonas desde Beleni hasta Loreto; Leticia: en ese puerto el patrón de otra embarcación, a cambio de algún dinero, lo trasladó a Iquitos. Navegó por el río Marañón hasta Maipuco, todo el tiempo acunado por el cascado chuf chuf del viejo motor a gasoil del Misia Remedios, y al cabo de unos días San isidro, Barranca, Orellana, y desde esa localidad, por tierra hasta Chiclayo y hacia el sur: Lima, Arequipa, Antofagasta, Santiago de Chile, donde lo frenó la fatiga y el hastío. En todas partes igual; no había ciudad más o menos grande donde no se corriera la voz, entre los elementos del hampa, de que su cabeza valía entre un cuarto y medio millón de dólares. Recién entonces comprendió la magnitud del poder de los Medina y de Aníbal iturralde, así como también la obcecación con que mantenían viva su ansia de venganza.

Fue en Santiago de Chile donde resolvió que volvería a Buenos Aires. Cierta vez le había oído afirmar a Aníbal Iturralde que si se quería encontrar a una rata fugitiva se debía tener en claro su lugar de origen. Decía el viejo cabrón que cada bicho busca su madriguera cuando se encuentra en apuros. Pero en realidad Iturralde no conocía con certeza cuál era su lugar de origen. Y por último, ya estaba cansado de huir; si a fin de cuentas iban a terminar encontrándolo, ¿qué importancia tenía el sitio donde viniera a buscarlo la muerte?

En Godoy Cruz, a las afueras de Mendoza, se atrevió a ir al centro de la ciudad. Cuando pagaba con sus últimos fondos la consumición de un café, en el bar de la avenida San Martín y la calle Sarmiento, oyó un comentario entre parroquianos sobre la vendimia de ese año. Sí, trabajaría en la recolección de la uva.

Y así la conoció a Matilde. En una finca de Palmira, a pocos kilómetros de Mendoza.

Ella había nacido en Puerto.Monte, al sur de Chile, su madre era una india araucana y su padre un hacendado alemán que nunca había querido reconocerla, aunque ella se crió en su fundo. Para ella, aparte de tener que aguantar el acoso de los peones, ése no era el peor de los trabajos. «Está buena la changuita», se decían entre ellos, y al verla sola y desprotegida no se contenían, pero no tardó en correrse la voz de que el gringo que hablaba en porteño y la chilenita estaban encamotados. Nadie volvió a meterse con ella.

Después de la vendimia vivieron algunas semanas en Rosario, en una pensión. Por las mañanas Olsen salía a comprar el diario y lo leía en un bar, así se enteró de que en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, habían matado a balazos a un tal Víctor Lahusen. Otro día asesinaron a alguien llamado Bernard Olson, en Vicente López. Un mes más tarde la víctima se llamaba Ingmar Olsen, y vivía en Los Troncos, una zona residencial de Mar del Plata. En todos los casos se trataba de personas a quienes se les desconocía enemistades, en todos los casos se ignoraban los móviles, en todos los casos sus nombres o apellidos tenían semejanzas con el suyo propio. Y no sólo eso, también tenían más o menos su edad. Olsen comprendió que en cada oportunidad sus perseguidores se habían confundido de objetivo, y que corrían a la desesperada, tras el medio millón.