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– Te entregué mi corazón.

Aunque no en boca de Matilde, Olsen ya había oído esas palabras. Igualmente lo conmovieron. No pudo dejar de sentir una dolorosa sensación de desprendimiento y pesar, Claro que no habría podido adivinar que volverían a estar juntos; menos aún que tendrían hijos y nietos y que toda esa tribu se alborotaría, décadas más tarde, por causa de su suicidio.

En el momento de embarcar presentó, en el control de salida del aeropuerto de Ezeiza, su pasaporte a nombre de Herman Melville.

– Se llama igual que el escritor -comentó el controlador.

¡Vaya, un policía con inclinaciones literarias!, se dijo.

– Soy su nieto -afirmó Olsen, con un tono que pretendía parecer jocoso.

– Pues lo felicito por su abuelo. Si ve al capitán Ahab salúdelo de mi parte -dijo el policía, y a continuación le selló el pasaporte.

Esta vez había salido bien, pero Bodoni debería ser más formal con sus falsificaciones, pensó Olsen.

Una criada le pasó el auricular inalámbrico a Víctor Iturralde.

– ¿Desde dónde me hablas?

– Estoy en Lisboa, partiré con el Talgo de las doce y llegaré a las ocho a Atocha.

– ¡Estupendo, Víctor! Te estaré esperando en casa. Enviaré a los muchachos para que vayan a recogerte..

– ¿A quiénes?

– A los muchachos.

– ¿Qué muchachos?

– Pues, ya sabes: el Caribeño. Iglesias, Aguirre…

– No es necesario, Víctor. Tomaré un taxi.

– Que no, Víctor; irán ellos a buscarte con un coche. Es lo más cómodo.

– Te olvidas de que con ellos no he quedado en muy buenas relaciones.

– Ésas son cosas del pasado, Víctor. Ahora trabajan para mi y hacen lo que les mando.

No tuvo deseos de discutir, de modo que simuló estar de acuerdo. Después se dirigió a la agencia de alquiler de vehículos.

Y ahora que está cerca de Madrid reduce la velocidad, como si quisiera demorar el momento del encuentro. ¿Qué estará haciendo Víctor ahora mismo?

Víctor Iturralde golpea con los puños enguantados la bolsa rellena de arena que cuelga de la viga maestra que sostiene el techo del pabellón. Hace horas que está allí, a la espera de Olsen. Cuando la impaciencia tensa al máximo sus nervios empieza a dar cortos paseos en el interior de la estancia, después se sirve un whisky, por último se mete bajo la ducha. Al salir se viste un ceñido slip, se calza los guantes acolchados v comienza a boxear contra la bolsa.

«Los llama "los muchachos", al igual que nos llamaba su padre -masculla Olsen-. Para el viejo éramos "sus muchachos". Claro, a Víctor le han tocado con el resto de la herencia, pero bien que podía haberse desprendido de esa panda de mamarrachos.» "Los muchachos», repite en voz alta, masticando las palabras. Y en ese instante decide que, antes que nada, quiere ver a «los muchachos», por lo cual, al pasar Cuatro Vientos, en lugar de continuar hacia la avenida Padre Hurtado, de camino a La Moraleja, tuerce a la derecha pan seguir por la avenida de Los Poblados y después por General Ricardos, paseo de Yeserías, Santa María de la Cabeza, y, al fin, la estación Puerta de Atocha.

Son las seis y media de la tarde. Olsen piensa que todavía no deben de haber llegado. Se les anticipará.

A duras penas descubre un sitio en donde aparcar, se apea del coche y camina un par de calles. Entra en la estación, a la que encuentra muy cambiada desde la última vez. Ahora hay plantas y arbustos por todas partes. Se dirige a la cafetería, y de repente, mezclado entre la multitud que circula en todas las direcciones, lo ve al Caribeño. Por un pelo no choca con él.

Pero Godoy está mirando hacia otro lado. Resulta evidente que el colombiano se pasea para hacer tiempo. Claro que no lo espera todavía: el tren tiene anunciado su arribo a las ocho y seis minutos. El Caribeño no está atento.

Tampoco lo está Aguirre, quien se ha emplazado en el extremo opuesto del vestíbulo, junto al acceso a los andenes; ni parece estarlo Iglesias, que no se mueve de su posición, junto a la entrada de la cafetería. Ninguno de ellos lo ha visto, y en todo caso tal vez no lo habrían reconocido: no es la hora todavía, no es el sitio por donde esperan que llegue, no es del todo el mismo hombre… claro que no, cinco años no pasan en vano.

Y por qué no están los tres juntos y en cambio se han distribuido como si prepararan una encerrona? Olsen retrocede en dirección a la salida y allí se detiene para volver a observarlos. El Caribeño cojea al andar. Olsen espera hasta ver cómo Aguirre da un par de pasos: cojea también. No deben de recordarme con excesivo cariño, se dice. Bueno, que continúen esperándolo, él, por su parte, se irá a La Moraleja.

Víctor sigue sin salir del pabellón. Está solo en la finca, pues su deseo es que no haya nadie cuando llegue Olsen, acompañado por los muchachos. Está agotado de tanto golpear en la bolsa de arena. Pasa una toalla por su piel, para secarse la transpiración antes de dejarse caer sobre un sofá. Al cabo de cinco minutos vuelve a incorporarse y se sirve otro vaso de whisky. Mira el reloj antiguo que cuelga en la pared: son casi las siete de la tarde. Falta una hora, piensa. A continuación se sitúa frente al espejo grande, a la entrada del baño, para solazarse en la contemplación de su cuerpo. Víctor Olsen ni siquiera debe de imaginar que he alcanzado semejante desarrollo, se dice, al igual que se ha dicho tantas otras veces. Ahora toma una decisión: extrae un envase de vaselina del interior de un cajón del armario, lo abre, y comienza a untarse la piel. Al acabar vuelve a contemplarse, se regodea observando el nuevo brillo de su piel bronceada. Los músculos ahora se ven más realzados. En ese momento suena el timbre de la entrada. ¿Quién será? No espera a nadie todavía.

Olsen toma nota de que han cambiado el portón que cinco años atrás derribara con el Mercedes. Desde el portero automático le llega la voz de Víctor; pregunta quién es el que llama. Olsen se da a conocer.

– ¿Olsen? ¿Víctor Olsen? No te esperaba todavía… Has llegado antes de lo previsto. Pero pasa, pasa. Estoy en el pabellón, ven aquí.

Suena el atenuado sonido de una chicharra; el cerrojo del portón queda destrabado. Olsen empuja, vuelve a cerrar y se dirige hacia el pabellón. Bajo la luz del sol declinante la mansión se recorta en el cielo, como la figura de un templo espectral; su sombra alcanza la hilera de árboles, al otro extremo del jardín. Olsen observa que la puerta principal y las ventanas se encuentran cerradas. De camino al pabellón su mirada se distrae un momento en el matorral donde se ocultó al ser herido, y desde donde disparó a sus perseguidores, pero no se detiene. A cincuenta metros está el pabellón y Víctor debería estar a la puerta, esperándolo, pero no está allí.

La puerta está entornada. Olsen se detiene en el umbral y pronuncia el nombre del amigo.

– ¿Víctor? ¿Estás ahí?

– Pasa, Víctor. Pasa de una vez.

Olsen entra al pabellón; en el instante de hacerlo no puede evitar el pensamiento de que hay algo de siniestro en ese retorno al lugar donde un día la muerte hizo su intento.