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Quien debe de coñocer casi todo sobre Olsen es. Gaspar Bodoni, se dice una y otra vez Víctor Iturralde. Es el hombre que lo transformó; su gran amigo en la prisión, eso es lo que sabe Víctor. Pero el maestro impresor es un anciano ladino y reservado y no suelta prenda.

– Le aseguro que no tengo la menor idea de su procedencia primera, Víctor. Creo que sus padres eran europeos que emigraron a Sudaménca, pero jamás me habló acerca de ellos. y en todo caso no deja de ser una suposición mía. Si tiene algún pasaporte escandinavo o está indocumentado es algo que no sé en absoluto, como tampoco sé nada con respecto a su paradero, créame, amigo. Ni siquiera sé si aún estará vivo.

– ¡Vamos. Bodoni! ¡No diga eso! Es un hombre que no llega a los cincuenta y siempre tuvo una salud de hierro. ¡No puede estar muerto!

– Nunca se sabe, joven. Nunca se sabe. No olvide, además, que fue tiroteado.

– Si, pero no lo mataron; de lo contrario hubiesen encontrado su cuerpo. No, Bodoni: está vivo y está sano y se esconde el algún lugar del mundo… En Francia tal vez, o en Noruega, o Brasil… en alguna favela. Quién sabe qué vida estará llevando; siempre ocultándose, siempre sintiéndose en el momento final. Esa no es vida, Bodoni. Pero, bueno… si por casualidad llega a tomar contacto con él hágale saber que puede volver, que ya no corre ningún peligro.

– Así lo haré, se lo prometo.

Víctor asiente, pero, por supuesto, no cree en la palabra del anciano. Es un zorro viejo que ha hecho de la falsificación una religión privada, y no es improbable que Olsen se esté moviendo por el mundo con pasaportes y otros documentos amañados por Bodoni.

Cada semana lo visita en su reducto del barrio de Legazpi. Bodoni vive y trabaja bajo el mismo techo: una amplia estancia que le sirve de taller, alcoba, comedor y sala de música y lectura. Antes el lugar era un obrador de carpintería, y todavía subsisten una vetusta garlopa mecánica, desprovista de motor, y un torno de madera que conviven con la antigua minerva a pedal que le basta a Bodoni, junto con sus cajas tipográficas y unos pocos artilugios, para realizar verdaderas maravillas de impresión. Un astillado banco de carpintero le sirve de mesa de comedor, pero el tablero de dibujo, en cambio, es la pura perfección, junto a éste un caballete de pintor, y a continuación la repisa con los tubos de óleo y las paletas.

– Ya ve, me gano la vida de mil maneras: ahora reproduzco cuadros, ¡pero ya no los falsifico, eh! Me cuido muy bien de variar tres o cuatro detalles, para que no digan que hay intención de engaño. También imprimo los catálogos de algunas galerías de arte: a los marchands les gustan las impresiones artesanales de alta calidad; en ocasiones yo mismo confecciono el papel -explica Gaspar Bodoni. Siempre que encuentra quien quiera escucharlo aprovecha para presumir de ilustre prosapia-: Desciendo de Giovanni Battista Bodoni, nada menos, el famoso inventor de los tipos de imprenta que perpetúan su nombre. Fue el tatarabuelo de mi abuelo, o el abuelo de mi tatarabuelo, corno quiera usted. Él en persona dirigió, en mil setecientos sesenta y ocho, la imprenta del gran duque de Parma; sus ediciones de los clásicos griegos, latinos, italianos y franceses se hicieron célebres. Siempre se ha dicho que por las venas de nuestra estirpe no circula sangre sino tinta de imprenta.

– Por eso los billetes de banco que usted imprimió tuvieron tal excelencia -se burla Víctor-. Sin embargo, no alcanzaron la suficiente perfección…

– ¡Y así tuve que pagarlo! -se lamenta Bodoni-. Doce años de presidio me costaron. Toda obra imperfecta lleva acoplada su propia penitencia, ¡bien que lo aprendí!… ¡Doce años; doce años en gayolaíi

– Explíqueme otra vez cómo Olsen y usted se hicieron amigos, Bodoni.

– Usted no desaprovecha ocasión, Víctor. Pero si ya se lo referí tantas veces. También Olsen se lo habrá contado.

– Sí, pero no es lo mismo. Vamos, Bodoni, es una historia que me encanta. -El viejo ladea ligeramente la cabeza para observar al visitante con un deje burlón, como si se tratara de un niño;, éste continúa con el mismo tono plañidero-: Debe comprenderme, Bodoni; Olsen fue mi mejor amigo. estuvo junto a mí durante cinco años y me enseñó muchas cosas… como un maestro de la vida. El fue para mí, quizá, lo que usted fue para él. Olsen es mi tema preterido.

– Está bien, a ver qué le puedo contar de nuevo -dice Bodoni, acompañándose de un suspiro-. Como sabe, Olsen ingresó en prisión cuando a mí me faltaban ocho años. Le habrá dicho que lo condenaron por homicidio. En el transcurso del juicio se comprobó que el otro disparó primero, así que obró en legítima defensa… pero ya sabe cómo son las cosas -un nuevo suspiro-: nunca quedó bien justificado el porqué llevaba un arma. El fiscal argumentó que la mejor defensa hubiese sido poner distancia de su agresor en lugar de responder con su propia pistola. Por otra parte, no contaba con un buen abogado; en fin, digamos que se sumaron en su contra una serie de circunstancias… Diez años… le dieron diez años. No es gran cosa, según como se mire. A mí, sin haber matado a nadie, me cargaron doce, y hay quien se pasa media vida o más entre rejas. Pero su amigo era entonces un potro joven que sólo coñocía la libertad. Qué quiere que le diga…

En este punto el viejo se interrumpe y va a sentarse en el camastro angosto, como de celda de monje, y enciende un cigarrillo.

– Y qué más, Bodoni; continúe -le insta Víctor, impaciente.

El nuestro impresor se incorpora y va hasta un pequeño armario del que extrae una botella de grapa y dos vasos pequeños; sirve la bebida y le alcanza un vaso a su visitante, a continuación le tiende el paquete de tabaco. Víctor niega con la cabeza e interpone la palma abierta de la mano, en gesto de rechazo. ¡Viejo estrafalario!, se dice, para qué le ofrece cigarrillos si sabe que él no fuma. '

– Pues, como le decía, parecía que iba a volverse loco, se pasaba el día solo, leyendo o fatigándose con ejercicios para endurecer los músculos, y no se daba con nadie. Algunos ya le estaban tomando manía por sus modos altaneros y Sus desprecios. En una ocasión, como sabe, intentaron matarlo, pero salió ileso. Bueno, yo era el bibliotecario; cierto día me dio por pasarle un libro de poesías, ignoraba que hasta entonces él sólo leía novelas, de modo que, sin saberlo, lo puse ante un mundo nuevo. Olsen por primera vez tuvo en sus manos un ejemplar de poemas de Villon, ya sabe: «Yo soy Francois, lo cual me pesa, / nacido en París, cerca de Pontoise, / y en el extremo de una soga / sabrá mi cuello cuánto pesa mi culo».

El maestro impresor vuelve a escanciar grapa. El resplandor marfilino que el día irradiaba desde la claraboya se ha corrido al gris oscuro. Bodoni enciende un par de luces de brillo indirecto y da lumbre a otro cigarrillo, y todo el tiempo se agita en el aire la presencia del amigo ausente. ¿Dónde estará en estos momentos? ¿De dónde provino? ¿Por qué no da señales de vida?

La primera vez que Olsen llegó a Madrid cargaba poco equipaje, pero traía las señas de Aníbal Iturralde. No mucho más de seis años habían transcurrido desde la última ocasión que estuvieron juntos, aquella tarde, en. Avellaneda, en el sórdido despacho ya medio desmantelado. Entonces, el Gallego recogía al tuntún unos cuantos papeles e improvisaba un reparto cicatero.