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Olsen se incorpora del asiento. Recuerda que dejó el coche aparcado a la puerta de la finca. Lamenta no haberse quedado en Buenos Aires, lamenta haberse alejado de Matilde. Víctor continúa hablando:

– Mira si habrá sido estúpido mi padre, que a pesar del dinero que ofreció, a pesar de los contactos que tenía en todo el mundo, no pudo acabar contigo. Lo dicho: el pobre no sabía cómo terminar lo que empezaba. Tuve que venir yo para cerrar los boquetes abiertos, para dejar todo atado y bien atado.

– Bien, Víctor, ya es hora de que me vaya -dice Olsen.

Víctor Iturralde no parece escucharlo. Sigue hablando:

– Tú no te portaste bien conmigo, Víctor Olsen. Yo te entregué mi corazón, y tú en cambio me echaste a perder, me convertiste en un marica. -Víctor se dirige al mueble bar, abre un cajón y extrae un revólver-. También aprendí a usar esto -anuncia. Es un revólver de gran tamaño, probablemente del calibre cuarenta y cinco.

– ¿Ya no cierras los ojos al disparar, Víctor? -se burla Olsen.

Víctor levanta el arma y le apunta a la cara; vacila unos instantes. Olsen recuerda que está puesto el cerrojo de la puerta, echa un rápido vistazo a la ventana y ve que se halla abierta; no tendrá que arrojarse contra el vidrio, como la última vez. Víctor hace fuego.

Antes de oír retumbar el disparo Olsen alcanza a ver que Víctor ha contraído las facciones y ha cerrado los párpados.

La bala pasa a pocos centímetros de su cara y se incrusta en la pared. Olsen se zambulle a través de la ventana y cae sobre la hierba. Se incorpora y empieza a correr en dirección a la verja, de inmediato escucha un nuevo estampido. No hay caso, no puede evitarlo, no puede dejar de cerrar los ojos, es igual que su padre, se dice Olsen mientras huye. El tercer disparo le acierta en la espalda, a la altura del hombro. Olsen trastabilla y cae. Da de cara en la hierba. De inmediato se levanta y retoma la huida, y mientras corre piensa -con desesperación- que, al igual que siempre, para él todo vuelve a empezar.

Lázaro Covadlo

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