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– Ya habrá más dinerillo, muchachos. Tened paciencia. Ya sabéis que las cosas han venido mal dadas. Pero os lo juro, volveréis a saber de mí en cuanto el ambiente se tranquilice. Ahora, cada uno por su lado y a esperar tiempos mejores…

– Pero, don Aníbal -protestó un tal Pereira, que era de Berisso y había alimentado la ilusión de que bajo la tutela de Iturralde podría terminar instalándose en la capital, en el mismo centro-, usted nos dijo que si tirábamos cada uno por su lado nos morfarían como a conejos.

– ¡Como a una rata te van a cazar, imbécil, si no desapareces antes de media hora! -le advirtió Godoy, el Caribeño, que fue el único a quien en el desbande Iturralde llevó consigo.

Iturralde terminó de llenar de papeles un par de maletines, sacó una pistola de uno de los cajones de su escritorio y la ajustó entre el cinturón y la ingle, se abotonó la americana y le hizo una seña con la cabeza al Caribeño. Inmediatamente, sin despedirse de nadie, salieron de! despacho. Los oyeron bajar hacia la calle los dos pisos por la escalera del edificio; sus pasos sonaban precipitados.

Y media hora después, confundido entre el montón de curiosos que desde poca distancia observaba el accionar de la- Policía Federal, Olsen vio a los agentes allanando las oficinas. Pero llegaron tarde, ya todos se habían dispersado y tampoco quedaron papeles comprometedores ni ninguna pista que valiese la pena. A fin de cuentas el Gallego no había hecho las cosas tan mal.

Esa misma tarde, en una zona despoblada de la orilla, Olsen arrojó al Riachuelo el revólver que meses atrás le regalara Iturralde. Por suerte, salvo para las prácticas, nunca había tenido necesidad de usarlo. Mientras duró, fue divertido, se dijo. Recordó las francachelas de madrugada, entre compinches.

Estaba a la vista que en España el Gallego había prosperado y, en esos años, se había convertido en un tipo poderoso. Tenía negocios legales y, casi de seguro, también de los otros, pero quizá más de los legales: construcciones: inmobiliarias; inversiones en la Costa del Sol, en la que aspiraba a ser electo alcalde en algún tiempo futuro, de cualquier localidad turística importante. Y era rico, muy rico; su dominio se iba extendiendo con tuertes nervaduras que alcanzaban considerables distancias: de otro modo no habría conseguido localizar a Olsen mediante sus intermediarios.

Así que ahí estaba él, en Madrid, recién llegado, y era a principios del año setenta y tres. Iturralde lo recibió, en su presuntuoso despacho de la calle de Velázquez, con un abrazo y una botella de whisky. Dedicaron algo más de media hora a vaciar media botella y a recordar viejos tiempos. Después el jefe le hizo saber que tendría a su disposición un apartamento, sueldo y dinero de bolsillo para los gastos imprecisos, y a partir de ese punto comenzó, paulatinamente, a establecer la medida de distancia que deseaba mantener en el futuro. Cuando Olsen, nada más que por simple cortesía, le preguntó por su esposa e hijo -pues ya se había enterado de; que Iturralde tenia un hijo-, la tajante respuesta del patrón hizo más patente la distancia:

– No tengo esposa, y en el futuro las cuestiones personales quedarán de lado.

Ese asunto tuvo que haber acabado mal reflexionó Olsen. Un destello le iluminó durante un instante la memoria: ella siempre pareció estar fuera de lugar junto al Gallego, como descolgada. Su aparente recato daba la impresión de ser un recurso de ocultamiento, y el modo como desviaba la vista ante los hombres abría, inevitablemente, la tapa de las sospechas. En una sola ocasión ellos dos estuvieron asolas durante poco más de un cuarto de hora. Ambos esperaban a Iturralde, en su despacho de Avellaneda. Entonces y sólo por un momento, a Olsen le pareció que Victoria quería confiarle algo muy importante. Por primera vez,sostuvo su mirada, y el confuso y urgente mensaje que creyó leer en sus ojos alternaba la provocación y el pedido de auxilio. Entonces ella empezó a musitar alguna frase cuyo significado no llegó con claridad hasta los oídos de Olsen, pero de inmediato, con brusquedad, pareció cambiar de intención y terminó hablando del tiempo. Bueno, quizá fue una sensación falsa, se dijo luego, cada vez que evocaba aquel momento. Quizás es que Victoria lo atraía, por qué negarlo, con ese aire falsamente pudoroso y algo sumiso y blando.

– Tampoco yo me meteré en tus asuntos privados, Olsen -continuó Iturralde-, y eso que te he traído sin saber demasiado de ti. Ni siquiera me has dicho, después de tantos años, donde coño has nacido. Vamos, que por no saber, tampoco estoy seguro de que te presentas con tu verdadero nombre y apellido. Pero en fin, nunca has querido contarme nada, y a fin de cuentas los detalles no vienen al caso lo que sí sé de ti es que además de saber defenderte con los puños no eres nada tonto… y lo principaclass="underline" que disparas muy bien… ¿Te acuerdas de cuando practicábamos en San Vicente?

Una nueva tanda de recuerdos: el Gallego continuamente insistía en que sus muchachos fueran armados, como si quisiera disponer de su propia milicia. Nunca dispararon contra nadie ni tampoco se dedicaron a los atracos a mano armada, pero Iturralde tenía ese capricho de los revólveres y las pistolas.

Acudían algunos fines de semana a una finca alquilada en los pagos de San Vicente, de la provincia de Buenos Aires, a medio camino de Cañuelas. Les disparaban a las botellas y al los tarros de conserva de tomates, para que reventaran aparatosamente. Les disparaban también a los postes, a los nidos de hornero, a los teros y torcazas, y a los patos y otras aves. Menos Olsen, quien sentía repulsión por las matanzas, pero en cambio disparaba a objetos arrojados al aire: platos, tazas, latas y pelotas de tenis. En tales demostraciones resultaba el mejor, a gran distancia de cualquier otro.

Pero Iturralde, el devoto de las armas, paradójicamente se reveló como el peor del grupo, y es que.al parecer temía los estampidos. El hombre cometía los peores desaciertos de cualquier tirador: tensaba el brazo con excesiva rigidez y cerraba los párpados en el momento de apretar el gatillo.

– Pero, ahora, supongo que ya no irás armado -aventuró Olsen.

– Cómo te equivocas, amigo mío -sonrió Iturralde-; siempre llevo a mamá conmigo. -Y de seguido se desabrochó la chaqueta del traje y mostró la culata de nácar que asomaba desde una pistolera de lustroso cuero marrón, junto al sobaco izquierdo. Extrajo la pistola y la depositó encima de la mesa, Era un objeto pesado y negro, y bien empavonado-. Es una Makarov de nueve milímetros; soviética, corno sabrás. Una verdadera joya: una vez disparado el último cartucho del cargador sube la teja lo suficiente como para empujar el tope que mantiene la corredera hacia atrás, lo cual indica que es necesario descargar. Como ves, no me gusta andar huérfano por el mundo. Y ahora te voy a presentar a tu propia madre. -Abrió un cajón del escritorio y sacó otra arma-. Aquí la tienes, es toda tuya; una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. No está nada mal.

Olsen recordó que Aníbal Iturralde gozaba con tales fanfarronadas.

– No sé si sabrás que el mundo de los negocios a veces se pone difícil y hay que estar al loro, pues eso de la libre competencia no deja de ser una mentira… -Se detuvo para servir otro par de vasos de whisky, después continuó su monólogo-: Además, están los Medina. Manca te hablé de ellos, pero para empezar debes saber que es mala gente… muy pero que muy mala gente. Hace muchos, muchos años que, para hablar claro, están tocándome los cojones, y es imposible pactar. Por otro lado, tampoco sé si a estas alturas quiero hacerlo. Tenemos muchas cuentas pendientes…