Выбрать главу

Olsen observó que los rasgos de su interlocutor iban endureciéndose tras la flaccidez de la piel y que tensaba la mandíbula. Imaginó la dentadura postiza del Gallego con las piezas dentales presionándose entre sí, mientras veía cómo se le enrojecía el rostro y se le dilataban las pupilas al tiempo-que pasaba lista de sus enemigos:

– … Salvador, que tiene mis años; Domingo, el gordo, unos dos menos, o sea, cincuenta y seis; Adolfo, de cincuenta, que hizo boxeo y le dicen el Cachas, y Marcelino, el menor: lo llaman el Chulo y también el Niñato y el Torero, porque un par de veces descendió al ruedo en plazas de provincia para mostrar unos pases lamentables. Ese tiene cuarenta y siete. Sí, lo llaman Torero. La gente pone motes que no tienen nada que ver. A mí, por ejemplo, en Buenos Aires me llamabais Gallego, y eso que nunca estuve en Galicia. Bueno, que estábamos hablando de los Medina…

»No te contaré cómo empezó la bronca entre nosotros, pero puedo decirte que nos odiamos de casi toda la vida, V cuando tuve que marcharme de España fue por culpa de ellos, ¡coño! Recuerda bien sus nombres, Olsen, pues dejando de lado la amistad, es a causa de esos señores por lo que te he hecho venir, para que me apoyes en caso de peligro.

Recuerda sus nombres: Salvador. Domingo, Adolfo y Marcelino Medina.

Y ahora Olsen recuerda esos cuatro nombres. Al cabo de veinte años los guarda en la memoria. Recuerda sobre todo a Marcelino, el niñato chuleta, el torero. Fue el hombre al que mató. Es cierto que el otro disparó primero y la bala de su arma impacto muy cerca, pero él nunca quiso matar a nadie, al menos eso cree. Sin embargo extendió el brazo y apuntó con precisión a la cabeza antes de oprimir el disparador, como cuando tiraba sobre un blanco inanimado. Así que recuerda, también con nitidez, el fogonazo y el estampido que sacudió el arma y su propio puño y a continuación un cuerpo que cae como un muñeco de trapo a cincuenta metros. Tal vez, si Marcelino hubiese estado más cerca, no le habría disparado, pero a esa distancia no parecía del todo real; a esa distancia no pudo percibir su humanidad: así procuró exculparse cada vez que pensaba en Marcelino muerto. Recuerda el fogonazo y el estampido y la sacudida, y enseguida el sonido de un ronquido arrítmico que silba mientras quien lo emite, desde el suelo, mueve convulsivamente los brazos v las piernas hasta que cesan los estertores. Olsen recuerda cómo fue acercándose a Marcelino con lentitud y con la precaución de quien teme nuevos peligros; con el pavor de haber cometido un acto irreversible, hasta llegar junto al hombre a quien, desde la perforación en la garganta, se le escapaba junto con la sangre el aire en burbujas, y recuerda su propia impotencia de aquel momento y del otro momento, el de su infancia, en que tomó conciencia de la imposibilidad de reparar el juguete que había roto. Pero sobre todo recuerda cómo no atinó a hacer otra cosa que llevar la mano a su propia garganta, y cada vez que lo recuerda vuelve a experimentar la sensación deque es a él a quien se le escapa el aire. En cambio, le es difícil evocar los instantes posteriores: la estridencia de una sirena de coche policial, unos hombres uniformados que le apuntan y lo desarman y esposan sus manos tras la espalda.

En la memoria todo eso es vivido como si le hubiese ocurrido a otro.

También Domingo, el gordo, el segundo de los hermanos, está muerto, pero en este caso la muerte le vino desde el interior de su propio organismo, de modo que el recuerdo de su nombre ya no lo inquieta, como en cambio sí le inquietan Salvador y Adolfo Medina, quienes no deben de haber cesado de buscarle.

¿Y será posible que puedan ubicarme aquí, en este rancherío cochambroso del culo del mundo?, se pregunta. Se encoge de hombros y enciende un cigarrillo, como cada vez que no encuentra respuestas. Trata de convencerse de que no le importa; si dan con él será porque así deben ser las cosas, a fin de cuentas en toda su vida casi nunca decidió nada y los hechos fueron cayendo sobre él por sí solos.

Está sentado en el banco de madera a la puerta de su barraca mientras baja la noche. Matilde, en el interior, prepara la cena. Le conviene entrar antes de que ella venga a buscarlo y al verlo solitario y sombrío, como si quisiera disolverse en la penumbra, le diga, igual que otras veces, que está muy pensativo y muy cerrado, como un bicho bolita.

Pero permanece un poco más. al menos hasta acabar el cigarrillo. No deja de pensar en Iturralde y en los hermanos Medina. Una vez llegó a saber que en tiempos de la posguerra todos ellos estaban asociados en asuntos de prostitución y estraperlo. Se repartían, de común acuerdo, vastas áreas de Barcelona, Valencia y Alicante. Hacia el cuarenta y cuatro empezaron los roces y pronto brotaron los insultos. Al fin se produjo una denuncia que obligó a Iturralde a escurrirse. Fue _a parar a Colombia, y después a Cuba, y de allí a Argentina, en donde Olsen lo coñoció. Más bien él me pescó, se dice. juntaba a sus muchachos con la unción de un apóstol que recluta adeptos. No prometía el cielo, pero sí riquezas y buena vida.

Y volvió a pescarlo años más tarde, haciéndolo ir hasta Madrid para que lo ayudara a defenderse de los Medina.

Cuando éstos le prepararon la encerrona, Olsen, en efecto, lo defendió. Es probable que le haya salvado la vida, y, sin embargo, aunque Iturralde mostró la adecuada ostentación de solidaridad, no le consta que se empeñara lo suficiente para librarlo de los diez años de condena, si bien es cierto que, dentro de lo que cabe, no le faltó nada mientras estuvo preso. También, es cierto, encargó que lo protegieran, y ese hecho le libró de la muerte. Deuda saldada, debe de haber pensado Iturralde. Recuerda a Elizalde, la Bestia.

Más me hubiera valido alejarme de él para siempre, como me aconsejó Bodoni, se reprocha. Si lo hubiese hecho, quizás ahora no estaría arrinconado en este sirio.

Hace un buen rato que ha consumido el cigarrillo, pero el hombre propone ¿y quién dispone?, se pregunta. Enciende otro y aspira profundamente el humo que al final suelta de golpe. Acerca la brasa a los ojos y contempla cómo avanza el fuego. Establece alguna relación entre la lenta extinción del cigarrillo y la vida de los hombres, pero enseguida la desdeña por parecerle pueril. ¿Quién es el que sabe qué le ocurrirá en la próxima hora? Pero sí, hubiese sido mejor que al salir de la prisión no hubiera vuelto con Iturralde, se dice de nuevo.

– Estás muy pensativo ahí, sólito. Me haces recordar a un bicho bolita -le dice Matilde, que acaba de asomarse desde el interior de la barraca-. Vení para dentro que la cena se enfría.

Esa noche hay puchero de gallina con costillas, porotos, papas, coliflor y choclos. Una botella de vino tinto y pan. Desde las barracas vecinas no llegan gritos, sólo ruidos de cacharros.

– ¡Ésta es vida! -exclama Olsen-, Ahora a comer hasta reventar. Después nos vamos a la cama a coger bien y a tirarnos pedos toda la noche.

– ¡Sos un puerco! -ríe Matilde-. ¿De verdad pensás que ésta es vida?

– Claro que sí, nena -exclama con la boca llena, invadido por el sabor y el olor de la buena comida-. ¿No ves lo contento que estoy? ¿Qué mejor vida puede hacerse que esta que llevamos?

– No sé. Casi siempre me parece que estás triste. ¡Es que sos tan callado!

Comen con apetito. La botella de tinto queda vacía y Olsen ahora piensa que tal vez las cosas son como tienen que ser. Matilde es una buena mujer; joven, cariñosa y con buenas carnes. Tiene un bonito rostro de indiecita y no muchas complicaciones. No saben por cuánto tiempo estarán juntos, pero dentro de un rato irán a la cama y él estará medio borracho y tendrá ganas de abrazarla. Esa villa de emergencia, como suele llamárseles a esa clase de rancheríos, no sería un mal lugar, después de todo, como estación terminal de un largo y accidentado viaje.