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Bodoni abre las ventanas para airear el ambiente y para que acabe disipándose el humo de sus cigarrillos. Ahora que Víctor lturralde se ha marchado quizá pueda terminar la copia de La gitana del loro, el cuadro que pintó al óleo Zuloaga, en 1906. Tendrá las medidas de la obra originaclass="underline" ciento veintisiete por ciento noventa y cuatro centímetros, y un comerciante del Rastro le dará cuarenta billetes por él. Sin embargo, se siente un poco cansado; tal vez sea mejor continuar por la mañana, piensa.

Víctor lturralde lo invitó a cenar fuera. Con la intención de tentarle propuso ir a Zalacain, pero a sus años ya no le impresionan los lujos, de modo que dejó flotando la invitación para otra oportunidad. Y no es que el muchacho le desagrade, pero lo encuentra demasiado ansioso e insistente y no parece acostumbrado a renunciar a sus propósitos. Son los modales que da el dinero, sobre todo si es dinero nuevo, se dice Bodoni. De todas maneras, siendo las once y media de la noche se le ha despertado el apetito. Saca del frigorífico un par de costillas de cordero y, después de encender el extractor de humos, las pone a asar en una plancha sobre el hornillo de gas.

Hace ya más de un año que Víctor machaca con lo mismo: que dónde podría estar Olscn y cuál es su lugar de origen, por si, sabiéndolo, se hace más fácil encontrarlo. «En todo caso, si Bodoni sabe dónde se encuentra, pero no quiere revelarlo -dice el muchacho-, que por favor se comunique con el amigo común y le haga comprender que ya no corre peligro y puede regresar tranquilamente.»

A Gaspar Bodoni no le parece buena idea; él cree que a Olsen lo mejor es dejarlo tranquilo donde está, al fin y al cabo sus anteriores relaciones con la familia lturralde nunca le trajeron buena suerte. Claro que él no es quien para tomar decisiones por su amigo, pero no olvida que cuando salió de la cárcel ya le había aconsejado que se fuera de España y se olvidara de volver a trabajar para Aníbal lturralde. De modo que duda si ahora debería escribirle para ponerlo al tanto de la nueva situación.

Pero ¿cómo puede saber qué es bueno para Olsen? Cada uno hace lo que es capaz de hacer, se dice, de modo que lo mejor, quizá, sería que pusiera al tanto a su amigo de cómo están las cosas y que sea él mismo quien resuelva su destino.

Bodoni mastica despacio. No sólo porque le agrada ser pausado: la dentadura postiza ya no está en condiciones de permitirle hazañas de masticación. Acompaña las costillas con una copa de vino de la Ribera del Duero. Lo paladea. Le gusta pensar de sí mismo que además de ser pausado tiene buen gusto y es un hombre con estilo. Una vez se enteró de que Aníbal lturralde acostumbraba a tomar café mezclado con coñac para rematar sus comidas, el «carajillo». Nunca lo coñoció en persona, pero ese solo dato le bastó para hacerse una idea de la catadura del sujeto: tenía que ser un mal tipo pues un hombre adinerado que es capaz de arruinar un buen café y un buen licor y después se atreve a hacer pasar semejante inmundicia por el garguero debe de ser un puerco.

Pone en el aparato de audio la sinfonía número ocho de Bruckner. Bodoni sabe que es un hombre sensible, un amante del arte y de la buena música, lo contrario de Aníbal lturralde. Un tipo sin sensibilidad nunca será compasivo, piensa. Mal elemento, muy mal elemento, se dice Gaspar Bodoni. Se lo advirtió a Olsen cuando éste salió de la prisión:

– No te conviene seguir enganchado con ese cerdo. Hazme caso, no vuelvas a trabajar para él. Vete lejos; rehaz tu vida en otra parte. Mira dónde has estado. -Qué ha hecho Iturralde para sacarte de allí?

– Hizo lo que pudo, Bodoni. De no ser por él ya me habrían liquidado.

Y era verdad. Al poco de que Olsen ingresara en la prisión se corrió el rumor de que los hermanos Medina le habían pagado a alguien para que lo asesinara. Por lo visto no querían que muriera sin saberlo: deseaban que sufriera con la incertidumbre, de modo que la amenaza no era ningún secreto. Olsen hacía como que no estaba enterado y procuraba mezclarse lo menos posible con los otros. Tal vez su fama de condenado a muerte evitó que la chusma se metiera con él, y así veía cumplido su deseo de continuar aislado. Se paseaba solo por el patio a la hora del recreo. Efectuaba innumerables flexiones de brazos y ejercicios abdominales, y después se dedicaba a leer sin dejar que nadie alcanzara a ver qué libro leía.

Por aquel entonces Bodoni no lo trataba. Él pertenecía a la aristocracia del presidio: falsificadores, estafadores finos y ladrones de guante blanco, y aun con esa gente acostumbraba a ser selectivo. Con respecto a los demás, cuanto menos trato mejor. No quería verse envuelto en líos. Se había propuesto cumplir la condena en paz y hacer lo posible para no volver jamás a una prisión. En su puesto de bibliotecario casi podía mantenerse al margen. Pero le llegaban noticias.

Un día dos reclusos con condenas por asesinato, presidiarios que los demás llamaban «de la pesada», aparecieron muertos en un lavabo, ambos con el cráneo destrozado: alguien, que debía de tener una fuerza descomunal, les había golpeado las cabezas contra la pared. Casi todos pensaron en la Bestia Elualde, pero al parecer éste no había salido de la enfermería donde estaba internado desde esa misma mañana, con los brazos cortajeados. Asi lo atestiguaron el médico y un enfermero, los dos con fama de sobornables. Dijeron que la Bestia se había cortado él mismo: uno de esos presidiarios que se autolesionan para llamar la atención.

Pero sí. claro que sí nadie dudaba de que ningún otro que Nemesio Elizalde podía haberlos matado con tanto horror. La Bestia tenía inclinación a destrozar cabezas. Cuando liquidó a la familia del inspector de impuestos lo hizo propinándoles a todos hachazos en la cabeza. Sólo en las cabezas.

Sin embargo, esta vez_ no había pruebas. Alguien estaba encubriendo a Elizalde; allí se estaba moviendo mucho dinero, rumorearon. Y alguien protegía a Olsen, pensaron todos.

Recuerda Bodoni que a partir de aquel día Olsen tuvo fama de intocable y se mantuvo más aislado que antes. Le llegaban buenos paquetes desde fuera de la cárceclass="underline" chocolate, cigarrillos; y también libros. No visitaba la biblioteca, pero leía mucho. Durante bastante tiempo Bodoni ignoró la índole de sus lecturas, hasta que en una oportunidad alcanzó a ver de soslayo un título: Bartleby, el escribiente, de Hermán Melvílle. Tal vez debería preguntarle qué hace un chico como él en un sitio como éste, se dijo.

Olsen recuerda que por aquel entonces Bodoni le parecía un tipo raro a quien tornaba por un viejo medio chiflado. Nunca supo cómo se las arreglaba para evitar que se metieran con él. Aun entre criminales, pervertidos, y trastornados, mantenía el porte de un aristócrata.

Provenía Bodoni, según decía, de una vieja familia italiana. Hijo y nieto de impresores de calidad, se había criado en una casa atiborrada de libros, cuadros y esculturas. Asistió a buenos colegios; desarrolló el gusto por las proporciones armónicas y por la buena música, los buenos vinos y la buena pintura. Poseía la capacidad innata de reproducir con lápiz, pluma o pincel toda clase de figuras. A Olsen lo retrató muchas veces, utilizaba su rostro como modelo para hacer dibujos a lápiz o carbonilla, y en cada sesión desgranaba en voz alta la sucesión de hechos capitales de su vida: cuando la fortuna familiar se desplomó tuvo que emplearse como operario de imprenta por cuenta ajena; sólo entonces aprendió a pensar por cuenta propia. Descubrió que la letra impresa, que para él formaba parte del mundo cotidiano, quinientos años después de Gutenberg, todavía despertaba en mucha gente un respeto especial. Le parecía insólito que en una discusión, cualquiera de los polemistas apoyara sus argumentos con que lo que afirmaba lo había leído en un libro, como si ése fuera el certificado definitivo de la bondad de sus rabones. Nunca pudo asimilar del todo que con unos papelitos impresos, tan fáciles de reproducir, pudieran adquirirse bienes sólidos y duraderos. Pronto comprendió que el dinero constituía una situación, más que el símbolo de riquezas, y que su valor convencional dependía de algo intangible: la fe que en él se tuviera. Esa convicción lo llevó a deducir que el mundo de los valores está legislado por un entramado de ilusiones. Arropado por ese credo empezó a falsificar cartas de presentación, que supuestamente emitían altos funcionarios del gobierno. Después copió documentos oficiales, que vendió a buen precio: marbetes fiscales de los que se adhieren a las botellas de licor y que certifican el pago de los tributos que se lleva el Estado; títulos universitarios y títulos de propiedad; permisos de conducir, y hasta certificados médicos. Bodoni no desdeñaba nada; se sentía como un taumaturgo con capacidad para modificar la realidad.