Hizo una pequeña fortuna, se enamoró y estuvo a punto de formar una familia, por lo cual, ya establecido con imprenta propia, resolvió que no volvería a apartarse de los límites marcados por la ley, pues tomó al amor y al sentimiento retribuido como valores naturales y verdaderos. Pero cuando la chica desistió de la boda para irse con otro, volvió a creer en la mentira. Todo era ilusión y engaño, concluyó, y las relaciones entre los seres humanos se hallaban regidas por el mayor de los enredos.
Ya no era joven, así que no estaba dispuesto a perder el tiempo con minucias; de volver a falsificar, pondría en el mundo la más alta de las imposturas: billetes de banco. Otra vez volvió a sentirse un gran mago.
Mientras lo oía hablar, Olsen intuyó que Bodoni pretendía que, en retribución, él contara.su propia vida. De modo que el gran trapisondista era también un curioso; para satisfacerlo le refirió algunas de sus andanzas. Le habló de Iturralde, de cómo se coñocieron en Buenos Aires, de por qué éste lo había hecho viajar a Madrid. También explicó los pormenores del desgraciado incidente en el que mató a otro hombre. Un hecho del que nunca terminaría de arrepentirse, porque -insistió en ello- él no era un asesino, de ningún modo lo era. Pero el viejo, sobre todo, se hallaba muy intrigado por saber cómo, siendo un pistolero, se había aficionado a leer novelas.
– ¿Por qué? ¿La literatura es sólo cosa de señoritas?
– No. No quiero decir eso. Pero no me negarás que no es muy frecuente…
– Al contrario; dicen que Al Capone se había leído a todo Shakespeare, Dante Alighieri y Cervantes. Bonnie y Clyde se inspiraron en Stevenson para dar sus golpes…
– ¿Estás seguro, Olsen?
– No. Acabo de inventarmelo, pero bien que hubiera podido ser. Verás, en realidad me apasioné por la lectura antes de volverme malo.
Bodoni soltó una carcajada.
– No, hablo en serio: un día descubrí que cuanto más se quiere a una persona más se teme perderla. Me di cuenta deque la libertad viene del desapego, así que me propuse no amar a nadie demasiado ni atarme a ninguna cosa real. Ahora bien, como de algún modo necesitaba rodearme de seres con vida, elegí los personajes de la ficción, que viven para siempre y no se te pierden.
– Sí, ya veo. ¿Y a todos los autores los leías en castellano?
– Hum -contestó Olsen, dándose cuenta de que el impresor tiraba del hilo para sacarle más confidencias.
– ;Y también lees en noruego?
– Por supuesto, y en tagalo, y en swahili, y en guaraní.
– Ya veo que no quieres decirme de dónde provienes.
– Y yo veo que eres muy curioso.
Bodoni contempla ahora los retratos al lápiz que entonces hizo de su amigo. Puede que sus rasgos fueran nórdicos, pero tal vez lo crea así inducido por el apellido. Un rostro que parece tallado a golpes secos y sin pulir, como cortado a escuadra. Líneas abruptas apenas suavizadas por arrugas de inteligencia alrededor de los ojos y las comisuras de los labios. El pelo cerdoso, de color castaño oscuro, no brinda pistas fiables. Tanto podría ser un tipo nórdico como mediterráneo, eslavo o latino.
Pero a poco de que Bodoni le abriera a Olsen el mundo de la poesía, descubrió que también leía en inglés. Días después de haberle facilitado un volumen de Shelley traducido al español, No despertéis a la serpiente, éste había conseguido una versión inglesa. Cierta tarde lo sorprendió leyendo con voz atenuada: «Wake the serpent not – lest he / Should not know the way to go…». La pronunciación no era perfecta, pero sí decorosa.
Cuando Bodoni salió en Hbertad Olsen heredó su puesto en la biblioteca, y cuando acabó su condena, dos años más tarde, el amigo estaba esperándolo a las puertas de la prisión.
– ¿Dónde quieres ir, muchacho?
– Antes que nada a tomar unas copas, Bodoni. Quiero ver la calle, las caras de la gente.
Entonces Olsen se sintió bañado por los sonidos y las percepciones de un mundo olvidado, que ya no era el mismo que él había coñocido. Recorrieron bares y parques y tugurios hasta que, al caer la tarde, del todo borrachos, recalaron en casa del maestro impresor para seguir bebiendo.
Por la mañana, mientras desayunaban, hablaron del futuro.
– No deberías volver a trabajar para Iturralde -le aconsejó Bodoni.
– jDónde quieres que vaya? El me debe un dinero. Me conseguirá papeles…
– ;Y volverás a matar?
– No, eso nunca más.
– Pero ¿y si te ves obligado?
– Lo hice una vez, en adelante sabré cómo evitarlo.
– En fin, si… tú sabrás.
– Puede que sea un animal de costumbres. Ya trabajé un par de veces para él, probaré una tercera. Tal vez en esta ocasión no me vaya tan mal.
– Claro, el hombre es un animal de costumbres, eso dice el dicho, y hay otro que dice que es el único que tropieza dos veces con la misma piedra. En tu caso serán tres. En Buenos Aires te falló. Cuando te hizo venir a Madrid sacaste en limpio diez años en la trena. Ahora eres un tío maduro, debería suponerse que has de hacerle caso a tu propia experiencia, si no a los consejos de un amigo…
– No insistas, Bodoni -dijo Olsen-, lo tengo decidido.
Se despidieron con un apretón de manos, después Olsen salió a la calle y detuvo un taxi.
El viejo impresor bebe una copa de coñac, después irá a dormir. Está resucito a levantarse temprano por la mañana y acabar el cuadro antes del mediodía. Le hacen falta las cuarenta mil pesetas que le han prometido. Debería producir más, se dice, pero las frecuentes y prolongadas visitas de Víctor Iturralde afectan a su rendimiento. Está seguro de que dentro de un par de días volverá a aparecer intempestivamente para seguir hablando de Olsen. En fin. al menos la próxima vez aceptará que lo invite a cenar. A Zalacain, sí. Aunque sea para compensar tanta pérdida de tiempo. ¿Y qué le preguntará el joven la próxima vez?