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– Se encuentra bien -insistió la doctora mientras me aferraba el brazo con aquellas manos pequeñas y angulosas y me empujaba hasta hacerme tomar asiento. Luego se sentó junto a mí. Gimoteé como hacía de niño, soltando fuertes sollozos que me salían de lo más hondo.

– Ella iba al volante, ¿a que sí?

Asentí con la cabeza e intenté secarme la nariz con el dorso de la mano.

– No estaba ebria, lo sabemos. Le hemos hecho la prueba de alcoholemia. ¿Puede explicarme lo ocurrido?

Me las apañé para repetir la declaración prestada a la policía y al equipo médico de la ambulancia. Mi hermana se había empeñado en conducir el resto del trayecto hasta volver a casa. Era una conductora de lo más fiable. Jamás la había visto nerviosa con el volante entre las manos.

– ¿Perdió el conocimiento? -preguntó la doctora. La plaquita de su bata rezaba: «Dra. Bénédicte Besson».

– No, estaba lúcida.

Entonces caí en la cuenta de algo que no había contado en la ambulancia porque acababa de recordarlo en ese preciso instante.

Fijé la mirada en el rostro moreno de la cirujana. El llanto todavía me crispaba el rostro. Recobré el aliento.

– Mi hermana estaba a punto de decirme algo… Se volvió hacia mí para hablar y en ese momento sucedió todo. El coche se salió de la calzada. Todo pasó muy deprisa.

– ¿Qué le estaba contando…? -inquirió mi interlocutora.

Recordé los ojos de Mélanie y la forma en que aferraba con fuerza el volante mientras me decía: «Hay algo que debo comentarte, Antoine. La última noche en el hotel me acordé de algo sobre…». Me dirigió una mirada llena de turbación, y entonces el vehículo se salió de la carretera.

Ella se quedó dormida en cuanto fueron capaces de abrirse paso entre el aletargado tráfico del atasco de las inmediaciones de París. Antoine sonrió cuando ella reclinó la cabeza sobre la ventana del coche. Su acompañante tenía la boca abierta y a él le pareció oír un leve ronquido. Por la mañana, cuando él había acudido a recogerla a primera hora, echaba chispas. Mel odiaba las sorpresas, siempre las había aborrecido, y él lo sabía, ¿a que sí? Entonces, rabió ella, ¿por qué diablos había organizado un viaje sorpresa? ¡Por favor! ¿Acaso no era bastante malo cumplir los cuarenta? ¿Acaso no era bastante tener que superar su angustioso derrumbamiento? No se había casado ni tenía hijos y la gente le sacaba a colación lo del reloj biológico cada cinco minutos.

– Como alguien vuelva a mencionarlo, le atizo -había siseado con los dientes apretados.

Mas la idea de encarar sola ese largo fin de semana le resultaba insoportable, y él lo sabía, sabía que a ella le angustiaba la perspectiva de quedarse en el apartamento vacío y caluroso de la bulliciosa calle de la Roquette mientras todos los amigos iban dejándole mensajes de alegría en el buzón de voz. «¡Eh, Mel, ya tienes cuarenta!». Cuarenta. La miró por el rabillo del ojo. Mélanie, su hermana pequeña, estaba a punto de alcanzar la cuarentena. Apenas podía creérselo. Y eso significaba que él tenía cuarenta y tres. Y aceptar su propia edad también le costaba lo suyo.

Aun así, si contemplaba su rostro alargado y enjuto en el espejo retrovisor veía arrugas en torno a los ojos, las propias de un hombre al comienzo de la mediana edad, y también muchas hebras blancas en el pelo.

Se percató entonces de que su hermana se teñía la melena castaña. «¿Por qué?», se preguntó. Había algo conmovedor en ese detalle, a pesar de que muchas mujeres lo hacían. Tal vez se debía a que era su hermana pequeña y no era capaz de imaginarla envejeciendo. Seguía teniendo un rostro precioso, tal vez incluso más que durante la veintena o la treintena, debido a la elegancia de su estructura facial. Nunca se cansaba de mirar a Mélanie. Todo en ella era pequeño, delicado, femenino. Todo: los ojos de color verde oscuro, la hermosa curva de la naricilla, la sorprendente sonrisa que dejaba entrever sus dientes blancos, las muñecas y los tobillos tan finos que tanto le recordaban a los de su madre. A Mel no le gustaba que le recordaran parecido alguno con Clarisse. Nunca le había hecho gracia, pero para Antoine era como si su madre le estuviera mirando a través de los ojos de Mélanie.

El Peugeot cobró velocidad y él calculó que llegarían en algo menos de cuatro horas, pues había salido lo bastante pronto como para eludir el tráfico. Mel le había preguntado adónde iban, pero su hermano no había dicho ni media palabra y se había limitado a sonreír.

– Mete en la maleta ropa para un par de días. Vamos a celebrar tu cumpleaños con estilo.

Había tenido un pequeño rifirrafe con Astrid, su ex, aunque tampoco había sido demasiado problemático. Él debía hacerse cargo de sus hijos durante ese puente. Se suponía que los niños iban a quedarse en casa de los padres de Astrid, en la Dordoña, hasta su llegada, pero él se había mostrado firme por teléfono: era el cumpleaños de Mel, le caían cuarenta años y Antoine deseaba ofrecerle algo especial. La pobre estaba pasando una mala racha y no había cortado del todo con Olivier.

– ¡Maldita sea, Antoine! -gritó Astrid-. He tenido a los niños durante las dos últimas semanas. Serge y yo necesitamos algún tiempo para nosotros, en serio.

Serge. Se le encogían las tripas con sólo oír su nombre. Era un fotógrafo musculoso de treinta y pocos. Respondía al modelo de musculitos duro y amante de la vida al aire libre. Se había especializado en gastronomía. Fotografiaba naturalezas muertas para lujosos libros de cocina. Se pasaba horas y horas ajustando cada detalle a fin de que la pasta brillara, los filetes de ternera parecieran sabrosos y la fruta tuviera un aspecto exquisito. Serge…

A Antoine le temblaban las manos cada vez que iba a recoger a sus hijos, pues se veía otra vez enfrentado a la espantosa colección de fotografías de la cámara digital de Astrid y a lo que había descubierto en la memoria de la misma cuando ella había salido de compras aquel fatídico sábado. Al principio se había quedado a cuadros al ver unas nalgas peludas moviéndose adelante y atrás, pero luego cayó en la cuenta de que el movimiento de las mismas empujaba un pene hacia un cuerpo muy similar al de Astrid. Así fue como se enteró de la infidelidad. Ese mismo sábado por la tarde, cuando Astrid volvió de la compra cargada de bolsas, él le pidió explicaciones y su mujer rompió a llorar. Admitió que amaba a Serge y que la aventura duraba desde ese viaje de Club Med a Turquía con los niños. Estaba muy aliviada de que lo hubiera descubierto.

Tuvo la tentación de encender un cigarrillo para espantar unos recuerdos tan desagradables, pero sabía que el humo despertaría a Mel y se pondría de lo más cascarrabias con sus comentarios sobre ese «hábito indecente», de modo que en vez de echarse un pitillo fijó su atención en la carretera situada ante él.

Antoine creía que Astrid sentía remordimientos por lo de Serge y el modo en que él se había enterado de todo, lo mismo que por el divorcio y todas las secuelas posteriores. Además, profesaba un verdadero afecto por Mélanie: eran amigas y se conocían desde hacía mucho tiempo, incluso más que Antoine, y las dos trabajaban en el mismo sector, el editorial. Por todo eso, no tuvo corazón para negarse y, al final, suspiró y accedió:

– De acuerdo, vale. Puedes llevarte a los niños en otro momento. Regálale a Mel un cumpleaños de muerte.

Cuando Antoine detuvo el Peugeot en una gasolinera para llenar el depósito, Mélanie al fin se despertó entre bostezos e hizo girar la manivela para bajar la ventanilla.

– Eh, Tonio, ¿dónde demonios estamos? -preguntó arrastrando las palabras.

– ¿No tienes ni idea? ¿De verdad?

– No -respondió encogiéndose de hombros.

– Te has pasado durmiendo las dos últimas horas.

– Bueno, me has despertado de madrugada, bastardo.

Después de un café rápido (para ella) y un pitillo también rápido (para él), regresaron al coche. Antoine se percató de que su hermana ya no estaba de malas pulgas.