Para Antoine, por tu cumpleaños, para que el paso del Gois no tenga secretos para ti. De tu madre, que te quiere. Enero de 1972.
No había visto la letra de su progenitora desde hacía muchísimo tiempo. Se le hizo un nudo en la garganta y guardó la tarjeta enseguida.
La voz de Mélanie le devolvió al presente.
– ¿Por qué no entramos en Noirmoutier por el paso? -sugirió su hermana.
– Lo siento, pero no me he acordado de revisar los horarios de la marea -se disculpó él con una sonrisa.
Nada más llegar notaron lo mucho que había prosperado Barbâtre. Ya no era el pueblecito con vistas al mar que ellos recordaban, sino un lugar bullicioso lleno de búngalos y avenidas. Otra sorpresa desagradable fue ver las carreteras de la isla repletas de coches. El momento álgido del verano era el puente del 15 de agosto. Sin embargo, para su alivio, cuando llegaron al extremo norte de la isla vieron que apenas había cambiado nada. El vehículo se adentró en el Bois de la Chaise, una extensión de encinas, madroños y pinos marítimos que parecían ponerse de puntillas para asomarse a casas de diferentes estilos. Esa variedad había hecho las delicias de Antoine cuando era pequeño. Había villas góticas del siglo xix, chalés de veraneo construidos con troncos de madera, granjas de estilo vasco, mansiones de corte británico. Todas tenían nombres que le vinieron a la memoria como los rostros de viejos amigos: Le Gaillardin, Les Balises, La Maison du Pecheur.
– ¡De esto sí me acuerdo! ¡De todo! -exclamó Mel de repente.
Antoine no fue capaz de averiguar si estaba feliz o nerviosa. También él sentía cierta ansiedad cuando maniobraba para dirigirse hacia las puertas del hotel. Las ruedas chirriaron al pasar sobre la gravilla blanca. Había mimosas y madroños flanqueando el sendero. Parecía bastante más pequeño de lo que recordaba, pero no, no había cambiado lo más mínimo: la misma hiedra creciendo sobre la fachada, la misma puerta pintada de verde oscuro, la misma alfombra azul de la entrada y los escalones a la derecha.
Se detuvieron junto al ventanal que daba al jardín, donde vieron los mismos frutales, los mismos granados, eucaliptos y laureles. Todo les resultaba tremendamente familiar, incluso el olor imperante a la entrada del edificio, un penetrante olor a moho entremezclado con el aroma a espliego, cera de abeja, ropa de lino limpia y vestigios de ricos guisos. El olor característico acumulado un año tras otro por esas casas erigidas junto al mar. Antes de que Antoine tuviera ocasión de mencionar hasta qué punto le resultaba familiar ese aroma, los dos hermanos ya se encontraban saludando a una joven recepcionista de mucho pecho sentada detrás del mostrador. Tenían las habitaciones 22 y 26, en la segunda planta.
Mientras subían a las habitaciones, echaron un vistazo al comedor. Lo habían vuelto a pintar, pues ninguno de los dos recordaba ese rosa chabacano, pero el resto seguía idéntico. Desvaídas fotografías sepia del Gois, acuarelas del castillo de Noirmoutier, las marismas y la regata del Bois de la Chaise. Seguían en uso las mismas sillas de mimbre y las mesas cuadradas cubiertas con almidonados manteles blancos.
– Solíamos bajar las escaleras para venir a comer -evocó Mélanie con un hilo de voz-. Venías con el pelo empapado en colonia; llevabas una chaqueta azul marino, y debajo una camisa Lacoste amarilla.
– ¡Cierto! Nos sentábamos ahí, ¿te acuerdas? -Rió y señaló la mesa más grande de la estancia, situada en el centro-. Ésa era nuestra mesa… Y tú te ponías los vestidos de canesú blancos y rosas de esa tienda de pijos que había en la avenida Victor Hugo, y llevabas una cinta a juego en el pelo.
¡Qué importante y orgulloso se sentía de niño cuando bajaba por las escaleras alfombradas de azul con su blazer y el pelo repeinado como un pequeño caballero mientras los abuelos le miraban con cariño desde la mesa! Blanche tomaba Martini; Robert, whisky con hielo, y Solange sostenía una copa de champán con el meñique alzado y lo bebía a sorbitos. Todos levantaban los ojos de los platos y las copas para admirar la entrada de aquellos niños tan repeinados y bien vestidos, y de mejillas tan coloradas por la exposición al sol.
Sí, ellos eran los Rey, los adinerados, respetables, impecables y recatados miembros de la familia Rey. Tenían la mejor mesa. Blanche daba las mayores propinas. Daba la impresión de que en el interior de su bolso Hermés tenía una interminable provisión de billetes de diez francos doblados.
El personal del hotel se desvivía para que nada faltara en la mesa de los Rey y la atención era continua. El vaso de Roben debía estar siempre lleno a la mitad, ningún plato de Blanche estaba aderezado con sal, pues tenía problemas de tensión, y el lenguado molinero de Solange debía estar preparado a la perfección: no podía tener ni una espina ni nada que raspara al tragar.
Antoine se preguntó si quedaría alguien que se acordase de la familia Rey. La muchacha de la recepción era demasiado joven. ¿Habría alguien que se acordase de esos abuelos patricios, la hija metomentodo, el hijo pitagorín que sólo acudía los fines de semana y los niños obedientes?
¿Y de la hermosa nuera?
De buenas a primeras, el recuerdo nítido de su madre bajando por esas escaleras ataviada con un vestido negro sin tirantes le alcanzó de lleno, como un puñetazo en el pecho.
– ¿Pasa algo? -quiso saber Mélanie-. Has puesto una cara muy rara.
– No es nada -repuso él-. Vamos a la playa.
Poco después echaron a andar en dirección a Plage des Dames, cuyas arenas estaban a unos minutos a pie desde el hotel. Él aún recordaba esa pequeña excursión, el entusiasmo de acudir a la playa, el paso lento de los adultos durante el trayecto y lo exasperante que era tener que demorarse e ir detrás de ellos.
El sendero estaba atestado por corredores de footing, ciclistas, adolescentes en monopatines, familias con perros, niños, bebés. Antoine señaló la enorme villa de postigos rojos que Robert y Blanche habían estado a punto de adquirir en el transcurso de un veraneo. Un hombre de la edad del mayor de los Rey y dos adolescentes estaban sacando la compra del maletero de un coche aparcado delante de la entrada.
– Me pregunto cómo es que al final no la compraron -comentó su hermana.
– No creo que hayan vuelto a la isla tras la muerte de Clarisse -respondió él.
– Sigo preguntándome cuál fue el motivo -insistió ella.
Siguieron caminando en silencio durante un rato, hasta que la orilla apareció al final del camino y ambos esbozaron unas enormes sonrisas mientras los recuerdos se extendían como las olas. Mélanie señaló un alargado muelle de madera a la izquierda mientras su hermano le indicaba mediante señas la desigual línea de cabinas de la playa.
– ¿Te acuerdas de nuestra cabina y de cómo olía a salitre, leña y corcho? -Se echó a reír, pero luego gritó-: Oh, mira, Tonio, el faro de la Pointe des Dames. Así, a primera vista, me parece muy pequeño.
Él no pudo reprimir una sonrisa ante el entusiasmo desplegado por Mel, pero ella estaba en lo cierto. El faro que tanto había admirado de pequeño sobresalía entre los pinos, pero parecía haber encogido. «Eso es porque has crecido, colega, has crecido», caviló en su fuero interno, y de pronto le entraron unas ganas locas de ser otra vez ese chaval que jugaba en la playa, construía castillos de arena, corría por el muelle haciendo saltar astillas con sus pasos o tiraba de la manga a su madre para que le comprara un helado de fresa.
No, había dejado de ser ese niño. Era un hombre divorciado y solitario de mediana edad a quien la vida no le había parecido tan triste y vacía como ese mismo día. Su esposa le había dejado por otro, sentía un profundo desprecio por su trabajo y sus adorables niños se habían transformado en unos adolescentes huraños. Esos recuerdos le helaron la sangre, así que los desechó. En ese momento, Mélanie ya no estaba junto a él, se había desnudado hasta dejarse puesto únicamente un bikini muy poco recatado y corría para zambullirse en el mar. La contempló estupefacto. Relucía de puro gozo. La melena le colgaba a la espalda como una cortina negra.