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Margaux había entrado en la adolescencia por la puerta grande y la cosa era más difícil, pues no sabía qué hacer con ella. Era como una gata: muda, retorcida y retraída. Se pasaba horas en el ordenador chateando por el Messenger o con los ojos fijos en el móvil. Un mensaje «malo» podía sumirla en un silencio absoluto o hacer que rompiera a llorar. Rehuía a su padre y evitaba el contacto físico con él. Antoine echaba de menos sus abrazos y sus demostraciones de afecto. Había desaparecido para siempre la chica de las trenzas que hablaba por los codos con una sonrisa torcida y en su lugar había una esbelta mujercita con unos pechos incipientes, una piel brillante llena de granos y unos ojos embadurnados con un maquillaje espantoso que él no le quitaba con sus propios dedos porque conseguía reprimir ese impulso a duras penas. Y el hecho de que su madre ya no estuviera tan encima de ella provocó que las fobias de Margaux crecieran sin medida y fueran más complejas que las de él mismo.

Gracias por tu tierna nota. No puedo quedarme tus cartas por mucho que lo desee, lo sé, como tampoco puedo retenerte sólo para mí. Apenas consigo convencerme de que el verano va a terminar enseguida y que volverás a marcharte. Transmites tranquilidad y confianza, pero tengo miedo. Tal vez porque sabes más que yo no muestras preocupación y crees que queda esperanza. Crees que lo nuestro funcionará, pero yo no lo sé. Y me asusta. Has ejercido un gran control sobre mi vida este año pasado. Eres como la marea que inunda el Gois de forma incansable. Yo me rindo una y otra vez, y el miedo pronto sustituye al éxtasis.

Ella me mira a menudo con curiosidad, como si estuviera al tanto de lo que pasa, y tengo la impresión de que debemos comportarnos con cautela, pero ¿cómo va a saberlo? ¿Cómo podría intuirlo? ¿Acaso puede alguien? No me siento culpable, porque lo que tengo contigo es puro. No sonrías mientras lees esto, por favor. No te burles de mí. Tengo dos hijos y he cumplido treinta y cinco años, y me siento como una niña a tu lado. Lo sabes. Sabes que me has puesto en marcha. Has hecho que me sienta viva. No te rías.

Procedes de un país moderno, eres una persona culta y sofisticada, tienes una licenciatura universitaria, un trabajo, un estatus social. Yo sólo soy un ama de casa. Crecí en un pueblecito soleado donde siempre olía a queso de cabra y a espliego. Mis padres vendían fruta y aceite de oliva en el mercado y a su muerte mi hermana y yo trabajamos en los tenderetes de Le Vigan. Nunca me subía un tren hasta que conocía mi marido: tenía veinticinco años en aquel entonces, cuando descubrí otro mundo. Había ido a París para unas pequeñas vacaciones y jamás regresé. Conocía mi esposo en un restaurante de los grandes bulevares donde estaba tomando una copa con una amiga, y así fue como comenzó todo entre él y yo.

A veces me pregunto qué puedes ver en mí, pero te siento cada vez más cerca, incluso en la forma en que miras sin decir nada. Tus ojos me buscan.

El día de mañana te traerá a mí, amor mío.

Se fueron a nadar a la piscina del hotel después de comer. Antoine tenía tanto calor que decidió enfrentarse a Mélanie en traje de baño. Ella no hizo comentario alguno sobre su estado de forma, y él se lo agradeció mucho. ¡Cuánto se odiaba a sí mismo! Y pensar que pesaba ocho kilos menos cuando estaba casado con Astrid… Iba a tener que hacer algo al respecto, y otro tanto con el tabaco.

La piscina era de un azul brillante casi artificial y estaba abarrotada de niños. Eso no ocurría en los setenta. Roben y Blanche lo habrían aborrecido, pensó Antoine; a ellos les daba repelús la vulgaridad, la gente gritona y cualquier cosa que oliera a nuevo rico. Tenían un piso enorme y frío en la avenida Henri-Martin, no muy lejos del Bois de Boulogne. Era todo un remanso de elegancia, refinamiento y silencio. Odette, la timorata criada, deambulaba por allí, abriendo y cerrando las puertas sin hacer ruido. Hasta el silencio sonaba de forma amortiguada. Las comidas podían durar horas y lo peor de todo, o así lo recordaba él, era acostarse en Nochebuena justo después de la cena para que luego le despertaran a medianoche a fin de recibir los regalos. Jamás iba a olvidar esa desorientación mientras entraba en el gran cuarto de estar a trompicones, con los ojos soñolientos y medio grogui. ¿Por qué no le dejaban quedarse con ellos a esperar a Papá Noel? Sólo era Navidad una vez al año.

– No dejo de pensar en lo que has dicho antes.

– ¿En qué? -preguntó Mel.

– En Clarisse y los abuelos. Creo que tienes razón: hacían que lo pasara mal.

– ¿Qué recuerdas?

– No mucho -admitió su hermano con un encogimiento de hombros-. Nada en particular, solamente que les daba la neura por cualquier cosa.

– Ah, empiezas a acordarte.

– Algún recuerdo me viene a la cabeza.

– ¿Como cuál?

– Hubo una gran bronca el último año que veraneamos aquí.

Mélanie se incorporó.

– ¿Una pelea? Nadie discutía jamás. Todo era siempre fácil y sin complicaciones.

Antoine también se irguió. La piscina era un hervidero de cuerpos relucientes que se contorsionaban ante las miradas impertérritas de los padres.

– Blanche y Clarisse discutieron una noche. Ocurrió en la habitación de la abuela. Yo las escuché.

– ¿Y qué oíste?

– Oí llorar a Clarisse. -Mélanie permaneció en silencio, de modo que él prosiguió-: Blanche hablaba con voz fría y glacial. No logré entender las palabras de la abuela, pero parecía estar muy enfadada. Entonces Clarisse salió y me vio allí. Se enjugó las lágrimas y me abrazó con una sonrisa. Luego me explicó que había tenido una discusión con la abuela, me preguntó qué estaba haciendo fuera de la cama, y me obligó a entrar otra vez en mi cuarto.

– ¿Y cómo lo interpretas? -quiso saber Mel.

– No lo sé, no tengo ni idea. Tal vez no significara nada.

– ¿Crees que eran felices juntos?

– ¿Nuestro padre y ella? Sí, sí lo eran. Eso creo, vamos. Sí, yo lo recuerdo así. Clarisse hacía feliz a la gente. De eso te acuerdas, ¿no?

Mélanie asintió con la cabeza y permaneció en silencio; luego confesó con un susurro:

– La echo de menos. -Antoine percibió un estremecimiento en la voz de su hermana, que, en voz baja, agregó-: Volver aquí ha sido como regresar con ella.

Él le apretó la mano, feliz de que, gracias a las gafas de sol, ella no pudiera verle los ojos.

– Lo sé, y lo siento. No lo pensé cuando planeé este viaje.

Ella le sonrió.

– No te preocupes. Al contrario, traerme hasta aquí es un regalo estupendo. Muchas gracias.

Él deseó dejar fluir sus lágrimas por las mejillas, pero las contuvo en silencio, reprimió sus emociones como había hecho toda su vida, tal y como le habían enseñado a comportarse.

Volvieron a tumbarse en la hamaca y alzaron sus blancos semblantes parisinos hacia el sol. Mel estaba en lo cierto: su madre regresaba con ellos poco a poco, como el agua del mar cuando cubría el paso del Gois; lentamente recuperaban retazos de recuerdos que parecían mariposas fugadas a través de los agujeros de una red. Ningún recuerdo seguía un orden cronológico ni era preciso, guardaba más semejanza con un sueño nebuloso e inconexo: les venían a la mente imágenes de su madre en la playa con un bañador naranja, veían instantáneas de su sonrisa y de sus ojos color verde claro.