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Cuando a un español, un francés o un chino se le pregunta por su lugar de origen, nombrará en primer lugar el pueblo en que nació, la provincia a que pertenece, en qué país está situada esa provincia, e incluso, en casos extremos, el continente en que se halla su país.

Si a esa misma persona se le pide que establezca gráficamente de dónde proviene, dibujará un tosco mapa en el que marcará con un punto su pueblo o su ciudad.

De igual modo, a la hora de viajar lo hará siempre en relación a ese mapa y ese mundo del que forma parte, pues sabe que para ir de España a Alemania tiene que pasar por Francia, y que si pretende viajar más tarde a Inglaterra y Estados Unidos tendrá que atravesar el Canal de la Mancha y el Atlántico.

Eso significa que tiene conciencia de que vive y se desplaza sobre tierras y mares de formas muy concretas, y que a la hora de regresar a su punto de partida no tiene más que seguir la misma ruta en sentido inverso.

En definitiva, su lugar de origen no es más que una marca dentro de un gran conjunto perfectamente delimitado.

Pero para los habitantes de los miles de islas del Pacífico Sur, el mundo no era así.

De hecho para muchos aún continúa sin serlo, y el resto cambió de idea hace poco más de doscientos años, cuando llegaron a sus costas los primeros navegantes europeos.

Para los polinesios, todo se iniciaba siempre en el «ombligo», su isla, que era el centro del universo, puesto que incluso tenían muy bien delimitado el «Camino de Estrellas» o «Avei'á» que cruzaba sobre ella en cada época del año.

De esa isla partía luego un «Primer Círculo» en el que se situaban las islas, islotes o accidentes de cualquier tipo que pudiesen encontrar las naves durante dos semanas de navegación. Del mismo modo, en ese círculo se establecían la forma en que se podía viajar a determinadas islas dependiendo de los vientos y las corrientes, así como el mejor modo de volver según la época del año.

El «Segundo Círculo» prolongaba los conocimientos a un mes, el «Tercero» a dos, y el «Cuarto» y último a cuatro meses de navegación, aunque ya los datos se hacían notoriamente imprecisos, y no solían contener información fiable sobre la forma de regresar a «casa» desde un lugar tan lejano.

Y es que cuando los navegantes polinesios se hacían a la mar, viajaban siempre, «no con relación a un mapa general», sino tan sólo en relación a su propia isla, a la que las estrellas, las corrientes y sobre todo los vientos debían permitirles retornar algún día.

En un océano como el Pacífico, en el que los alisios suelen soplar en la misma dirección durante la mayor parte del año, la navegación a vela resultaba por lógica terriblemente complicada, lo que obligaba a los antiguos polinesios a desarrollar unos conocimientos náuticos y astronómicos que escapan por completo a la capacidad de comprensión del resto de los humanos.

De hecho, durante casi dos siglos, los marinos y astrónomos occidentales se negaron a aceptar que unos «pobres salvajes» que desconocían la escritura, el metal, el sextante, el telescopio e incluso la brújula, pudieran saber mucho más de lo que ellos sabían sobre el mar y el cielo, pero en los últimos tiempos se ha demostrado que así era, puesto que de otro modo jamás hubieran conseguido reinar sobre una extensión de agua de veinte mil kilómetros de largo — de Singapur a Panamá — por casi otros tantos de ancho, de las Aleutianas a la Isla de Pascua.

No obstante, y pese a sus vastísimos conocimientos, para la mayoría de los navegantes polinesios todo cuanto se encontraba ya en el nebuloso «Quinto Círculo» quedaba fuera de su alcance, y venía a ser algo así como el «Mar Tenebroso» de nuestros antepasados, que situaban el confín de la Tierra conocida más allá de las Canarias.

Ellos «sabían» que el mundo no se acababa donde acababa el «Cuarto Círculo», pero tenían la absoluta convicción de que adentrarse en el «Quinto» era como adentrarse en un vacío del que resultaría imposible regresar.

De hecho, y en la memoria de los habitantes de Bora Bora, tan sólo existía un hombre: el mítico «Miti Matái» que hubiese sido capaz de encontrar el camino de regreso tras haberse internado en el «Quinto Círculo».

Pero había que tener en cuenta que él había vuelto del sur, aprovechando los fieles alisios, mientras que si ahora permitían que esos mismos alisios les empujaran hacia el noroeste más allá de los límites del «Cuarto Círculo», no existía viento alguno que fuera capaz de traerles de regreso a casa.

«Aun así lo intentaremos», había dicho «Miti Matái», y cuando esa frase llegó a los oídos de Tapú Tetuanúi acabó de reafirmarse en la idea de que lo único que deseaba en este mundo era estar cerca de aquel fabuloso dios viviente y aprender una mínima parte de cuanto sabía.

Por ello, cuando a la caída de la tarde del día siguiente, «Miti Matái» se encontraba sentado en el porche de su cabaña, que se adentraba sobre la laguna como una gran piragua cuya popa se encallase en la arena, el muchacho se presentó ante él, y tras pedirle disculpas por atreverse a molestarle durante su hora de meditación, le rogó, con toda la humildad que fue capaz de demostrar, que tuviese a bien hacerle el honor de aceptarle como discípulo.

— Quiero ser un «Gran Navegante» — dijo —. Alguien que, de muy lejos, sea capaz de seguir la estela que ha dejado tu barco.

Los profundos ojos de aquel cuyo nombre se pronunciaba con infinito respeto, se clavaron en el espigado muchacho de atractivo rostro y expresión ansiosa cuya vida parecía depender de su respuesta, y tras meditar unos instantes, indicó con un gesto una larga marca que aparecía dibujada en el suelo del porche para inquirir con intención:

— ¿Qué estrellas seguirán este mismo camino durante el mes de junio?

Tapú Tetuanúi se aproximó, colocándose casi exactamente sobre la raya, observó la posición del sol que estaba a punto ya de rozar la línea del horizonte, se concentró como nunca lo había hecho, pues tenía conciencia de que de su respuesta dependía en gran parte su futuro y su felicidad junto a Maiana, y por último replicó seguro de sí mismo:

— «La Gran Dama Solitaria» a la que más tarde seguirán «El Pequeño Enamorado», «El Tímido» y a tres puntos al norte, «El Mercader de Perlas».

— ¿Dónde se encontrará en ese momento la punta del «Anzuelo de Maui»? — quiso saber el «Navegante Mayor».

— A medianoche deberá estar haciendo su aparición sobre Rairatea.

Un levísimo gesto de asentimiento consiguió que el corazón del muchacho latiese con más fuerza que nunca, y tras una corta pausa, su interlocutor inquirió nuevamente:

— ¿Qué vientos te soplarán en julio si te encuentras al noroeste, más allá del «Primer Círculo»?

— Hasta el mediodía ninguno — fue la respuesta —. A partir de la caída de la tarde deberá levantarse un suave «Maoa'é» de levante, y con la puesta del sol rolará hacia el sur para fijarse en un «Maoa'é Tavara» ligeramente racheado que durará hasta que «La Lanza del Dios Oró» se acueste en el horizonte.

Una leve sonrisa apareció en los labios de «Miti Matái» y para el tembloroso Tapú Tetuanúi aquello significó tanto como atravesar el primer umbral del paraíso, pues el hecho de que aquel ser superior se dignase añadir una nueva pregunta quería decir que hasta aquel momento sus contestaciones habían sido correctas.

— Es mediodía — insistió «Miti Matái» — y sobre tu cabeza vuela una fragata rumbo al sur. ¿Qué conclusión sacas de ello?

— Ninguna. Está buscando un banco de peces, y a esa hora lo mismo da que vaya al sur que al norte. — Respiró muy hondo —. Pero si la veo tres horas más tarde me estará indicando que regresa a su nido, lo cual quiere decir que a menos de cincuenta millas, hacia el sur, se alza una isla.