— Conoces bien la teoría — admitió el «Navegante Mayor» haciendo un gesto para que tomara asiento frente a, él —. Pero debes tener en cuenta que la teoría es, quizá, lo que menos importa cuando te encuentras en mitad del océano. Lo que importa es la intuición, y sobre todo el valor para enfrentarte a los peligros. ¿Estás seguro de tener ese valor?
— Fui yo quien se enfrentó a «la bestia» y la capturó — le recordó —. Y soy el hijo primogénito de Amó Tetuanúi, que navegó a tu lado muchos años.
— El valor no es algo que se herede como una nariz o una piragua — le hizo notar el otro —. Pero el hecho de haber capturado a ese salvaje te concede un cierto margen de confianza. — Le sonrió de nuevo, con afecto —. Meditaré tu propuesta y si regreso del «gran viaje» volveremos a hablar del tema.
— ¿Si regresas del «gran viaje»? — se horrorizó el muchacho —. ¡Pueden pasar años y para entonces seré incapaz de aprender nuevas cosas! — Extendió las manos en gesto de súplica —. Yo lo que quiero es estar a tu lado durante esa travesía, y que me enseñes.
— ¿Venir en el «gran viaje»? — se asombró «Miti Matái» —. Eres apenas un crío.
— Soy un nombre — fue la agria respuesta —. Y te recuerdo que si ese viaje es posible, es tan sólo gracias a que capturé al salvaje. Sin él no tendríais ni la menor idea de hacia qué punto dirigiros.
— Eso es muy cierto — admitió su interlocutor con voz pausada —. Y no lo olvido. Pero no debo ser yo quien juzgue si estás en condiciones de formar parte de la expedición. Es el Consejo el que debe decidir quiénes la forman.
— Un capitán siempre puede elegir a los miembros de su tripulación — le hizo notar el muchacho —. Forma parte de sus atribuciones.
— No en este caso — fue la respuesta —. Es mucho lo que aquí nos jugamos, y mis responsabilidades tan sólo empezarán en el momento en que la nave atraviese el paso y salga a mar abierto. Hasta ese momento mi obligación es obedecer. — Hizo una nueva pausa y añadió remarcando mucho las palabras —: Como la tuya.
— Pero…
Le interrumpió con un gesto autoritario.
— Ahora vete — dijo secamente —. Tengo que meditar. Si el Consejo te acepta, yo te acepto. Aún no sé si tan sólo llegarás a ser, un «Hombre-Memoria» o tienes auténtica madera de navegante, pero para conseguirlo lo primero que debes aprender es a obedecer, porque quien no aprende a obedecer jamás aprenderá a dar órdenes.
Tapú Tetuanúi se alejó por la playa, y mientras lo hacía sus rodillas temblaban casi tanto como la noche que «se enfrentó» al salvaje, aunque su verdadero deseo hubiera sido comenzar a dar saltos de alegría y gritarle al mundo que el fabuloso «Miti Matái» había admitido que tal vez podría llegar a ser un auténtico navegante.
Él sabía muy bien que no era un «Hombre-Memoria» especializado en estrellas, puesto que éstos se limitaban a repetir una y otra vez cuanto otros «Hombres-Memoria» les habían contado sobre sus movimientos, incapaces de distinguir al «Cangrejo» de «Las Tres Palmeras», mientras que él, Tapú Tetuanúi conocía cada constelación casi tan bien como conocía los pezones de la hermosa Maiana.
¡Le hubiera gustado tanto correr hasta Punta Rofau y contarle, punto por punto, su entrevista con el «Navegante Mayor»…!
Por un instante estuvo tentado de tomar el camino de la playa, pero cayó en la cuenta de que habían estado haciendo el amor dos días antes, por lo que se arriesgaba a encontrarla una vez más en brazos de cualquiera de sus muchos amantes.
Esa sola idea aplacó su entusiasmo y a punto estuvo de amargarle el resto de la noche.
Su padre le devolvió sin embargo la alegría.
— Si «Miti Matái» ha dicho que puedes llegar a ser navegante es que lo serás — admitió tras escucharle —. Yo también lo creo, puesto que te he enseñado mucho de lo que sabes y te he visto empuñar el timón, aunque a veces te equivoques a la hora de calcular la deriva de tu nave. Eso es algo que tan sólo se aprende con los años. — Le acarició con afecto el antebrazo muy cerca del punto en que se distinguían las marcas de su primer tatuaje aún inconcluso —. El día que aquí vea una estrella de mar podré morir en paz.
— La verás si consigo que el Consejo me permita formar parte de ese viaje.
— Aún no estás iniciado y no tienes edad para solicitarlo.
— La habré superado para cuando la nave esté de regreso.
— Si es que vuelve… — Amó Tetuanúi negó con un gesto —. Será una travesía muy dura para la que el Consejo tendrá que elegir únicamente a los mejores. Treinta como máximo, y dudo que acepten entre ellos a un aprendiz de navegante. — Negó de nuevo —. No te hagas ilusiones, hijo. No creo que lo logres.
— ¿Podrás ayudarme?
— ¿Acaso pretendes que tu madre me amargue lo que me queda de vida? — se lamentó el anciano —. ¿Qué diría si te empujara a una aventura tan absurda? Más allá del «Quinto Círculo» tan sólo está la muerte o la condena a navegar eternamente sin esperanzas de retorno.
— No, si «Miti Matái» manda la nave.
— Nadie, en toda la historia de Bora Bora, volvió dos veces del «Quinto Círculo» — señaló convencido Amó Tetuanúi —. Y nadie volverá.
— ¿Quién lo ha dicho?
— Es la ley del dios Tané. Él es el dueño de las olas y los vientos. En determinadas circunstancias consiente que un héroe regrese del «Quinto Círculo», pero no puede permitir que lo haga por segunda vez, puesto que en ese caso se convertiría en un semidiós que ha conseguido derrotarle.
— ¿Lo sabe «Miti Matái»?
— Naturalmente.
— ¿Y aun así piensa intentarlo?
— Un navegante jamás le teme a la muerte en el mar, hijo — replicó calmosamente el anciano —. Para un navegante el único miedo estriba en quedarse varado para siempre, tal como me encuentro yo ahora.
— En ese caso… — argumentó Tapú Tetuanúi —, ¿qué importancia tiene que forme parte de ese viaje si no le tendré miedo a la muerte?
— Mucha, puesto que, en definitiva, tan muerto está el valiente como el cobarde. — Sonrió con dulzura —. Además, aún te falta mucho para llegar a ser tan siquiera un «pequeño navegante», hijo. ¡Mucho!
Una vez que Tapú Tetuanúi y sus amigos habían concluido los agujeros de un tablón, los mejores hombres de Tevé Salmón lo «cosían» al siguiente con los fuertes cabos que habían fabricado los ancianos, calafateando más tarde las junturas con una pasta hecha a base de fibra de corteza de coco mezclada con resina de «árbol del pan».
Cuando al cabo de una semana esa pasta solidificaba, la perfección de la unión incitaba a pensar que se trataba de una sola pieza de madera, y los pescadores de Bora Bora aseguraban que una piragua «cosida» en los «astilleros» de Farepíti podía soportar el embate de una gran ola en el momento de reventar contra el arrecife, sin tan siquiera estremecerse.
Pero lo que ahora se estaba construyendo no era una pequeña y compacta piragua de pesca, sino un inmenso catamarán, cada uno de cuyos cascos tenía poco menos de treinta metros de eslora por dos de manga y casi tres de puntal, lo cual, dado el tamaño de las tablas y cuadernas, exigía cientos de uniones y miles de «puntadas».
Todo ello se reforzaba interiormente con traviesas de durísima madera de «aito», que estaba considerado además un árbol sagrado que protegería a la embarcación, y por lo tanto, y pese a que hasta el último habitante de la isla se afanaba en la tarea, la construcción del Marara («Pez Volador»), que así había decidido el Consejo que se llamara el navío, avanzaba con notable lentitud.