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Roonuí-Roonuí y sus guerreros se impacientaban calculando la casi irrecuperable ventaja que estarían consiguiendo sus enemigos, pero el impasible «Miti Matái» parecía tomárselo con calma, asegurando que tan sólo con un barco que se comportase como un auténtico «pez-volador» tendrían alguna remota posibilidad de salir con bien de tan arriesgada aventura.

— Puede que encontremos o no esa isla — decía —. Y puede que recuperemos o no lo que es nuestro, pero lo que sí es seguro es que el camino de regreso exigirá mucho esfuerzo, y tan sólo una nave versátil y maniobrable será capaz de traernos de vuelta a casa.

Tapú Tetuanúi, que no cejaba en su empeño de tomar parte en la expedición, acudió a casa de su antiguo maestro, el venerable Hiro Tavaeárii en busca de ayuda, pero el anciano le hizo notar que en las actuales circunstancias él era la persona menos indicada para interceder en su favor.

— Yo represento ahora a la ley — le dijo —. Y la ley especifica que quien no ha sido iniciado no puede participar en guerras. Yo te aprecio — añadió —. Me consta que eres valiente, fuerte y astuto, y estoy seguro de que serías de gran ayuda incluso como remero, pero no tengo intención de influir en las decisiones del Consejo.

— Enviarán a muchos que no quieren ir y tienen miedo — le hizo notar el muchacho.

— Todos son voluntarios.

— Sí. Todos son voluntarios — admitió —. Pero lo son porque de otro modo les despreciarían por cobardes y sabes bien que casi la mitad preferirían quedarse en casa.

— Nadie puede leer en el fondo del corazón de los hombres — musitó quedamente Hiro Tavaeárii —. Y quien lo haga se arriesga a equivocarse. La ley es la ley — concluyó.

— ¿Debe ser por tanto siempre la ley la que prevalezca? — inquirió con manifiesta intención el muchacho.

— Desde luego.

— ¿Aunque se trate de una ley injusta?

— Aunque lo sea.

— ¿Y ni siquiera el Consejo está autorizado a contravenirla?

— Él menos que nadie.

— ¡Bien! — admitió Tapú Tetuanúi en un tono que sorprendió a su maestro —. Bueno es saberlo.

Al día siguiente se reunió con Vetea Pitó y Chimé de Farepíti, y aunque en un principio ambos parecieron escandalizarse por lo absurdo de su propuesta, al fin consiguió convencerles, y fue así como tres días más tarde, y en el momento en que el Consejo se encontraba deliberando en las ruinas del «Marae», los tres muchachos se presentaron ante él y pidieron permiso para exponer una demanda.

— ¿Qué demonios ocurre ahora? — se molestó Roonuí-Roonuí —. ¿No veis que tenemos asuntos importantes que tratar?

Tapú Tetuanúi se limitó a indicar con un gesto de la cabeza a «la bestia».

— Rogamos respetuosamente al Consejo que nos devuelva a nuestro prisionero — replicó con fingida calma.

— ¿Al prisionero? — se asombró el «Jefe de los Guerreros» —. ¿Es que os habéis vuelto locos?

— ¡En absoluto! — fue la respuesta —. La ley establece que todo prisionero por el que sus familiares no hayan ofrecido un rescate al mes de ser capturado, pasa a ser propiedad de quien lo apresó. — Hizo una significativa pausa —. Y hoy se cumple ese mes.

Se hizo un profundo silencio, los miembros del Consejo se observaron con innegable desconcierto, y mientras en los ojos de algunos brillaba un relámpago de furia, a los labios de «Miti Matái» asomó una extraña sonrisa.

— ¡Ésa es una ley estúpida! — exclamó al fin Roonuí-Roonuí —. Y no estoy dispuesto a acatarla. Aún no hemos terminado de estudiar sus tatuajes.

— Ninguna ley es estúpida — le reprendió Hiro Tavaeárii tomando cartas en el asunto —. Y nadie puede desacatarla bajo ninguna circunstancia. — Se volvió luego a los tres muchachos —. ¿Qué pensáis hacer con vuestro prisionero?

— Venderlo — replicó con naturalidad Vetea Pitó.

— ¿Venderlo…? ¿A quién?

— A quien pague su precio.

— ¿Y cuál es su precio?

— Tres pasajes a bordo del Marara.

— Me lo temía — admitió el anciano al que en el fondo aquella historia parecía divertir —. Pero si aceptáramos ese trato estaríamos contraviniendo otra ley.

— ¿Qué ley? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— La que especifica que nadie que no haya sido iniciado puede ser enviado a la guerra — le recordó con marcada intención el «regente» —. Y es aún más antigua que la anterior.

— Pero en este caso no nos enviarían a ninguna guerra — puntualizó astutamente el muchacho —. Según el «Hombre-Memoria», la ley establece que una guerra entre islas tan sólo es válida cuando se han agotado más de tres meses de discusiones en procura de la paz. — Mostró los dientes en una leve sonrisa de conejo —. Que yo sepa, no ha existido discusión alguna con esos salvajes, y por lo tanto, «oficialmente», aún no se ha declarado ninguna guerra.

— ¡Hijo de perra!

Hiro Tavaeárii dirigió una reprobadora mirada a Roonuí-Roonuí, que era quien había lanzado semejante exclamación.

— Nunca se han admitido insultos en las reuniones del Consejo — señaló —. Y no es éste el momento de empezar a aceptarlos. Estos chicos se están limitando a hacer uso de los derechos que les confieren leyes dictadas por los más sabios de nuestros antepasados, y tenemos la obligación de respetar y analizar sus planteamientos, sobre todo teniendo en cuenta que su finalidad es ciertamente loable. — Volvió su atención al trío que aguardaba expectante y evidentemente nervioso —. ¿Quién os ha aconsejado que recurráis a semejantes triquiñuelas impropias de vuestra edad y condición? — quiso saber.

Tapú Tetuanúi se limitó a señalar al silencioso «Miti Matái», que se había mantenido discretamente al margen de la conversación.

— Él.

— ¿Yo…? — se asombró el aludido en el colmo de la incredulidad —. Jamás he tratado con nadie de este tema.

— Es cierto — admitió el otro con desparpajo —. Pero cuando te preguntan cómo navegar contra los alisios, tu respuesta es muy clara: «Se debe meter agua en el casco bajando la línea de flotación y ofreciendo así menos superficie al viento, para buscar luego las corrientes, porque los vientos amainan según las horas del día, pero las corrientes nunca cesan.» — Sonrió con picardía —. Es lo que hemos hecho — añadió —. Buscar alternativas.

«Miti Matái» meditó la respuesta, asintió con un discreto ademán de cabeza, y por último se volvió a Hiro Tavaeárii que permanecía, como el resto de los presentes, a la expectativa.

— ¿Ha sido tu alumno?

El anciano asintió evidentemente orgulloso.

— Y muy aventajado.

— Ahora lo es mío — se encaró a los miembros del Consejo —. Como capitán del Marara reclamo mi derecho a incluirle entre los miembros de mi tripulación — dijo —. Y confío en que su arte de navegar llegue a estar algún día a la altura de su retórica. No cabe duda de que es el rapaz más enredador…

Tapú Tetuanúi le interrumpió con un gesto de la mano, indicando a sus dos compañeros:

— ¿Y ellos?

«Miti Matái» les lanzó una escrutadora mirada en la que parecía calibrar sus fuerzas.

— Vendrán también.

Vetea Pitó y el gigantesco Chimé de Farepíti iniciaron el ademán de inclinarse a besarle los pies, pero les rechazó de plano.

— ¡No os pongáis tan contentos! — advirtió —. Llegará un momento en que soñaréis con regresar aunque sea a nado. — Observó a Chimé —. Tú remarás hasta que te sangren las manos… — Se volvió al otro —. Y tú, que aparentemente tienes muy buena piel, serás mi «Hombre-Regreso».

— ¿«Hombre-Regreso»? — se horrorizó el pobre Vetea Pitó —. ¡Tané me ampare!