La ceremonia de botar una gran embarcación, y aquélla era la mayor y más hermosa que se había construido jamás en Bora Bora, exigía un ritual muy preciso, pues lo primero que había que conseguir era que el dios del mar protegiese la nave de los mil peligros que sin duda habría de encontrar en su difícil singladura.
Las más antiguas tradiciones exigían que se le brindase a Tané un sacrificio humano que sirviese para recordarle que las vidas de cuantos iban a bordo estaban en sus manos, pero no había en aquellos momentos en la isla un prisionero de guerra, un adulto muy enfermo o un anciano moribundo del que se pudiese «prescindir» sin cargo de conciencia, y aunque los ojos de todos se clavaron de inmediato en la odiada figura de «la bestia», «Miti Matái» se opuso a su muerte argumentando que los tatuajes de su cuerpo eran demasiado valiosos como para permitir que se perdieran de forma tan estúpida.
— Aún no hemos desentrañado la mayor parte de los misterios que ocultan — dijo —. Y quiero llevarle con nosotros porque tal vez gentes de islas muy lejanas nos puedan aclarar su procedencia al ver esos dibujos. Sé que merece la muerte más que nadie — añadió —. Pero es una muerte que no podemos permitirnos.
— Me niego a poner el barco en el agua si no se efectúa un sacrificio — puntualizó testarudo Tevé Salmón —. Si lo hiciera estoy seguro de que ni siquiera alcanzaría las costas de Rairatea.
— Pues habrá que buscar a otro — insistió el «Navegante Mayor» —. Necesito a ese salvaje.
Roonuí-Roonuí propuso organizar una rápida expedición a cualquier isla próxima con el fin de capturar un prisionero pero Hiro Tavaeárii se negó en redondo.
— Por primera vez en muchos años estamos en paz con nuestros vecinos — dijo —. Y no me parece oportuno arriesgarse a romper esa paz en el momento en que nuestros mejores guerreros emprenden una larga travesía. — Hizo una corta pausa —. Debemos comportarnos como si nada hubiese ocurrido, porque nadie debe saber que vamos a quedar desguarnecidos.
— Dicen que el viejo Tracqui anda ya chocheando — aventuró el tatuador sin demasiado convencimiento.
— Dos de sus hijos irán a bordo — replicó con su acritud de siempre Roonuí-Roonuí — ¿Con qué ánimo embarcarán sabiendo que la quilla pasó sobre su padre?
Todos los presentes se volvieron por último hacia Hiro Tavaeárii, pues al fin y al cabo era él quien regía los destinos de la isla, y quien debía pronunciar la última palabra.
Resultó evidente que aquélla era la decisión más difícil a que se había enfrentado nunca el venerable maestro de Tapú Tetuanúi, puesto que no tenía el menor deseo de condenar a muerte a un inocente, y tampoco deseaba poner en peligro treinta vidas humanas lanzando la nave al agua sin contar con la protección del todopoderoso y vengativo dios Tané.
— Lo pensaré — dijo al fin —. Mañana daré mi decisión.
Pasó la noche en vela, sentado en el porche de su cabaña, con la vista clavada en la laguna sobre la que rielaba una inmensa luna que confería al paisaje una dimensión casi mágica, y cuando a la tarde siguiente el Consejo tomó asiento en torno suyo, clavó los ojos en «Miti Matái» e inquirió con fingida calma:
— ¿Necesitas realmente a ese salvaje?
El otro asintió con firmeza:
— Si pretendemos que esta expedición tenga algún sentido, lo necesito.
— ¿Pero lo necesitas a él, o únicamente a sus tatuajes?
— Él no me sirve de nada — admitió el «Navegante Mayor» —. No hace más que gruñir y amenazar. Pero esos tatuajes resultan de un valor incalculable.
— ¡De acuerdo! — admitió el anciano —. No me agrada en absoluto tomarla, pero ésta es mi decisión: el prisionero será sacrificado al dios Tané, pero su piel será curtida y preservada, de tal forma que sirva a los intereses de la expedición.
— De poca utilidad resultará esa piel si el Marara ha de pasarle por encima.
La respuesta fue seca y brutal, aunque pronunciada casi con asco.
— Cuando le pase por encima, ya la piel estará a salvo. Hinói Tefaatáu se encargará de que así sea.
Se hizo un pesado silencio en el que todos los presentes se observaron creyendo haber entendido mal, u horrorizados por lo que en verdad habían entendido.
Al fin, casi con un hilo de voz, el padre de Tapú Tetuanúi, Amó, inquirió tartamudeando:
— ¿Pretendes insinuar que Hinói Tefaatáu tendrá que despellejarle en vida?
El venerable anciano le dirigió una triste mirada de resignación:
— ¿Qué otra opción me habéis dejado? — quiso saber —. Unos me piden su piel, y otros me piden su vida… Lo único que puedo hacer es separar esa piel de esa vida.
— Será lo más monstruoso que se haya hecho jamás en Bora Bora — se lamentó Amó Tetuanúi —. Algo que quedará en la memoria de los hombres hasta el fin de los siglos.
— No quedará en la memoria de nadie si el «Hombre-Memoria» jamás lo repite — puntualizó el otro —. Y al fin y al cabo, han sido esos bárbaros quienes nos han obligado a hacerlo. Nadie les mandó matar a nuestro rey y raptar a nuestras mujeres. — Hizo una amarga pausa —. Ignoro lo que les habrán hecho, pero imagino que algunas preferirían que las despellejaran vivas a sufrir los tormentos que les deben estar infligiendo. — Se puso en pie como dando por concluida la reunión del Consejo —. Ésa es mi decisión, acepto toda la responsabilidad y ordeno que se acate.
Se alejó en dirección a su casa tan cabizbajo y con tan cansino paso que se diría que había envejecido veinte años en tan sólo una noche, y ahora la atención de todos se volvió a Hinói Tefaatáu, que se sentaba, tembloroso, desencajado y pálido en la última fila de los presentes.
— ¡Que Taaroa me ampare! — sollozó con lágrimas en los ojos —. Jamás imaginé que tuviera que despellejar a un hombre, aunque sea esa mala bestia.
Cabría imaginar que incluso el malhumorado Tevé Salmón se arrepentía por su insistencia a la hora de exigir un sacrificio humano, pero la decisión estaba tomada, y ya no quedaba más que obedecer una orden que a todos repugnaba.
Esa noche, tumbado en la playa, junto a Maiana, a la que se sentía incapaz de hacer el amor, puesto que tampoco la muchacha se encontraba con ánimos para ello, Tapú Tetuanúi no pudo por menos que repetir en voz alta la pregunta que afloraba a todos los labios:
— ¿Cuánto tiempo podrá vivir un hombre despellejado?
— Lo ignoro — admitió ella en un tono que demostraba su visceral rechazo —. Pero sea el tiempo que sea, sufrirá lo que no creo que haya sufrido nadie anteriormente. — Lanzó un hondo suspiro —. Dudo que una nave que nace bajo el signo del horror, pueda tener un destino feliz. — Le acarició suavemente —. Temo por ti — concluyó.
— ¿Sólo por mí?
— Temo por todos — fue la sincera respuesta —. En esa nave viajarán tres hombres a los que amo, y mi tío, dos de mis primos y la mayoría de mis mejores amigos… — Tomó asiento en la arena y observó la luna que comenzaba a hacer su aparición en el horizonte —. Tendremos que rezar mucho cuando estéis en el mar — añadió —. Mucho.
— Es hermosa la luna — musitó Tapú Tetuanúi tras un largo silencio —. Muy hermosa. Pensaré en ti cada vez que la vea asomar en el horizonte, y seguiré pensando en ti hasta que desaparezca por poniente. — Le introdujo los dedos en el sedoso y negro cabello que le caía hasta la cintura —. Daría años de vida porque me amaras la mitad de lo que yo te amo.
— Al menos te amo ya la tercera parte — fue la humorística respuesta —. O quizá más, pues dicen que el amor de las mujeres es muchísimo más intenso que el de los hombres. — Le miró con fijeza a los ojos —. ¿Serías capaz de compartirme con Chimé y Vetea Pitó el resto de tu vida?