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Tapú Tetuanúi meditó largamente la respuesta, y al fin asintió con desgana.

— No creo que me hiciera feliz — replicó —. Pero si he de serte sincero, he de admitir que la tercera parte de ti siempre me parece mejor que la totalidad de cualquier otra mujer.

— ¡Lástima que la ley no lo consienta! — señaló —. Sería una solución perfecta.

— ¿Qué posibilidades tengo de que me elijas a mí? — inquirió el muchacho con una innegable ansiedad en la voz.

— Una entre tres — fue la sincera respuesta —. Exactamente, una entre tres.

Dos días más tarde la isla entera se despertó dispuesta a celebrar la gran fiesta de botar el Marara, pero al contrario de lo que había ocurrido en anteriores ocasiones, ahora el ambiente era de angustia y casi de tristeza, pues a ello contribuía un cielo que dejó caer desde primeras horas de la mañana una sucia lluvia monótona y persistente, como si también estuviese lamentándose por los padecimientos del hombre condenado a morir despellejado.

«La bestia», por su parte, parecía haberse dado cuenta de que algo terrible estaba a punto de ocurrirle, puesto que en las miradas de cuantos a diario acudían a verle no advertía ya el odio feroz de los primeros días, sino tan sólo una mal disimulada compasión que le obligaba a estremecerse imaginando lo peor.

Y lo peor era peor de cuanto pudiera imaginar.

Le trasladaron, fuertemente maniatado, hasta la bahía de Farepíti, y cuando se enfrentó a la inmensa nave ya concluida, distinguió la ancha fila de traviesas que descendían suavemente hasta el mar, y advirtió que a mitad de esas traviesas se había instalado una gran plancha de madera con agujeros a los que sujetar sus ligaduras, abrigó la certidumbre de que su destino era morir aplastado por el patín izquierdo del gigantesco catamarán cuyas cuatro toneladas de peso le pasarían por encima hasta dejarlo convertido en una pulpa sanguinolenta.

Pareció lanzar un suspiro de alivio, y en cierto modo debía sentirse aliviado, puesto que sabiendo, como debía saber desde el momento en que le apresaron, que estaba condenado a morir a manos de sus captores, la ceremonia que parecía a punto de celebrarse pondría fin de una vez por todas a sus infinitos padecimientos.

La totalidad de los habitantes de la isla comenzaron a agruparse en la playa desde casi el amanecer, y pese a que lucían sus mejores galas adornándose con guirnaldas de flores y cubriéndose con preciosos tocados de plumas de colores, el sordo retumbar de los tambores o el agudo sonido del «vivó» — la delgada flauta nasal que a Tapú Tetuanúi le encantaba tocar — no alegraban el ambiente, sino que, por el contrario, contribuía a deprimir aún más a los presentes.

Un sangriento sacrificio que a todos repugnaba estaba a punto de llevarse a cabo, y además en el ánimo de la mayoría de los presentes anidaba el convencimiento de que desde el momento en que el altivo Marara penetrase en el mar, comenzaría una imparable cuenta atrás que no podía conducir más que a una dolorosa y tal vez definitiva separación de los seres queridos.

No quedaría prácticamente ninguna familia de Bora Bora que no tuviese que ver cómo uno de sus miembros embarcada con destino al tenebroso «Quinto Círculo» del que tan sólo «Miti Matái» había conseguido regresar, y era por ello por lo que los tambores y las flautas parecían tocar a muerto uniendo su llanto al llanto de las nubes.

Tumbaron a «la bestia» sobre la tabla sin que ofreciera resistencia alguna, pero cuando advirtió que el demacrado Hinói Tefaatáu, que no había pegado ojo en toda la noche, se aproximaba acompañado de dos hombres, y que los tres empuñaban delgados cuchillos fabricados a base de afiladísimas conchas de ostra perlífera, pareció comprender de improviso cuáles eran sus auténticas intenciones, por lo que comenzó a aullar con gritos guturales puesto que apenas le quedaba un muñón de lengua.

Fue, en verdad, un espectáculo espantoso, que quedaría grabado para siempre en la memoria de quienes no tuvieron la precaución de apartar la mirada, y cuando a los pocos minutos, el tembloroso Hinói Tefaatáu se apartó llevando en las manos la sangrante piel de aquel desgraciado, cuanto quedaba entre las traviesas no era más que un montón de carne ensangrentada que se debatía en los estertores de una indescriptible agonía, por lo que Hiro Tavaeárii se apresuró a hacer un gesto para que se soltaran las amarras del Marara y éste se deslizó velozmente pasando sobre el cuerpo del salvaje y poniendo de ese modo rápido fin a sus padecimientos.

Las proas gemelas del catamarán hendieron al fin el agua para quedar flotando plácidamente en la tranquila bahía de Farepíti, y por primera vez en su vida los diminutos ojos de Tevé Salmón no permanecieron clavados en «su» barco.

Seguían pendientes, como los de la mayoría de los presentes, de los tristes despojos del que había sido su más cruel enemigo.

Luego, de improviso, la ronca voz de «Miti Matái» se elevó en el angustioso silencio que se había adueñado de la playa, y poco a poco todos los hombres, mujeres y niños de Bora Bora se unieron a su plegaria:

Si yo hago navegar mi piragua a través de aguas traidoras… que ellas pasen por debajo, ¡oh, Dios Tané! que mi piragua pase por encima.
Si yo hago navegar mi piragua a través de vientos huracanados, que ellos pasen por encima, ¡oh, Dios Tané! que mi piragua pase por debajo.
Si yo hago navegar mi piragua a través de gigantescas olas, que ellas pasen por debajo, ¡oh, dios Tané! que mi piragua pase por encima.
¡Oh, dios Tané! ¡Oh, dios Tané!»

Unas compasivas muchachas cubrieron con hojas de palma el cadáver de «la bestia», y la paz de espíritu pareció irse adueñando poco a poco de los habitantes de la isla, que pudieron dedicar toda su atención a la espléndida silueta del grandioso navío que se mecía dulcemente en la laguna.

Era en verdad una auténtica obra de arte de la que Tevé Salmón podía sentirse sinceramente orgulloso.

Poco más tarde, el «Gran Constructor» subió a la nave y colocó en su centro un coco, que no rodó ni a babor ni a estribor, ni a proa ni a popa, señal inequívoca de que el Marara se encontraba perfectamente equilibrado.

Cómo era posible que alguien consiguiera semejante milagro sin ayuda de planos, calibres, ni reglas de cálculo, es algo que asombraría al más habilidoso ingeniero naval de nuestro tiempo, pero así era, y cuando el malhumorado hombrecillo pareció sentirse satisfecho de su primera inspección, tomó el gran remo que habría de hacer las veces de timón, y se lo ofreció a «Miti Matái».

Con aquel sencillo gesto daba a entender que a partir de aquel momento le traspasaba toda su responsabilidad sobre la nave.

El «Navegante Mayor» de Bora Bora depositó el remo sobre cubierta, se arrodilló ante él inclinándose hasta rozarlo con la frente, y luego lo encajó en el lugar que le correspondía, empuñándolo con firmeza.

Hizo un leve gesto, sus diez mejores hombres subieron a bordo portando sendos canaletes y comenzaron a bogar rítmicamente rumbo a la bocana de la bahía, donde un primer soplo de viento le permitió izar las velas.

La mayor parte de los habitantes del pueblo ascendieron a la pequeña colina desde la que se dominaba la mayor parte de la laguna y el paso a mar abierto, y durante el resto del día no hicieron otra cosa que cantar, bailar, comer y observar las evoluciones del Marara, al que su capitán, el heroico «Miti Matái» estaba sometiendo a toda clase de pruebas.

Por su parte, Tapú Tetuanúi, Chimé y Vetea Pitó habían corrido hasta Punta Tercia para lanzarse al agua y atravesar a nado los quinientos metros escasos que les separaban del islote de Tevairoa, desde el que alcanzaron la gran barrera de arrecifes coralinos, con lo que podían seguir, muy de cerca, las evoluciones de «su» barco.