— ¡Es increíble! — repetía una y otra vez el «Gigante de Farepíti» —. ¡Increíble! Con semejante nave podríamos ir incluso al «Séptimo Círculo» si lo hubiera.
— El problema no es ir — le hizo notar Vetea Pitó —. El problema es volver.
— ¡Para eso te tenemos a ti, «Hombre-Regreso»! — Rió su amigo palmeándole con fuerza la espalda —. ¡Habrá que ver cómo te dejan…!
— ¡No me lo recuerdes! — suplicó el otro —. ¡Por favor, no me lo recuerdes que se me arruga el ombligo!
— ¡Otra cosa se te arruga y no el ombligo!
— ¿A mí…? — inquirió el buceador desafiante —, ¡Pregúntale a Maiana…!
Se hizo un silencio, tanto Chimé como Tapú Tetuanúi le dedicaron una severa mirada de reconvención, y Vetea Pitó pareció comprender la magnitud de su error, porque musitó roncamente agachando la cabeza:
— ¡Lo siento! — dijo —. He sido un estúpido.
— En efecto — admitió Tapú Tetuanúi —. Un hombre jamás debe mencionar sus relaciones con una mujer, y menos aún en nuestro caso. — Observó con atención a sus dos amigos —. Vamos a convivir en un lugar minúsculo durante mucho tiempo, y por lo tanto debemos ser muy cuidadosos con nuestras referencias a Maiana o nos arriesgamos a acabar a golpes. — Sonrió levemente —. Y en ese caso Chimé lleva todas las de ganar.
— No volverá a repetirse — aseguró Vetea Pitó —. ¡Nunca!
Se necesitaron casi dos semanas para corregir pequeños detalles de la nave, montar la «obra muerta», que no era mucha en realidad, y cargar agua, víveres, armas y cuanto pudiera necesitar la nutrida tripulación durante tan larga singladura.
Luego, se procedió a la elección de las «Pahí-Vahínes»,[3] pues «Miti Matái» las había reducido a tres, pese a que casi una docena aspirasen al puesto.
Las «Pahí-Vahínes», a las que se seleccionaba entre las viudas sin hijos pequeños, tenían por misión atender a los tripulantes en todas sus necesidades, ya fuesen éstas preparar la comida, mantener limpia la nave, hacer las veces de enfermeras, darles conversación cuando los vieran deprimidos, e incluso satisfacer sus ansias sexuales durante los calurosos días y las frías noches de navegación.
La selección resultaba a causa de esta última razón muy delicada, puesto que había que tener en cuenta infinidad de factores.
En primer lugar se les exigía que fueran agradables y físicamente apetecibles, pero no excepcionalmente bellas con el fin de evitar dentro de lo posible las suspicacias de las novias y esposas que se veían obligadas a quedarse en tierra, y en segundo lugar, ninguna de ellas debía destacar sobre las otras dos por su belleza o sexualidad, pues de lo contrario se corría el riesgo de que los treinta hombres le demostrasen de continuo sus preferencias, agobiándola de «trabajo» y provocando roces y enfrentamientos con sus compañeras.
Era condición indispensable, además, que fueran limpias, simpáticas, buenas cocineras y liberadas hasta el extremo de que estuviesen dispuestas a hacer el amor con cualquier hombre que se lo pidiese sin demostrar nunca rechazo ni permitir que se adivinaran sus preferencias por ningún otro. Por último, sumaba puntos a su favor el hecho de que supieran cantar, bailar, tocar algún instrumento o contar hermosas historias que ayudaran a hacer más ameno el largo viaje.
Llegado el momento, la ceremonia de selección tuvo lugar en el «Marae», comenzando a la puesta de sol para prolongarse casi hasta el amanecer, y el jurado se encontraba formado lógicamente por la totalidad de los componentes de la tripulación, exceptuando su capitán, así como por los más destacados miembros del Consejo y dos matronas.
Como introducción, a cada una de las candidatas se les habían proporcionado idénticos ingredientes para que demostrasen sus aptitudes culinarias, y una vez que todos los presentes hubieron probado sus guisos, se les permitió realizar una amplia exhibición de sus dotes como cantante o bailarina, y su capacidad de hacer más agradable la vida de unos hombres que tenían ante sí una dura y difícil tarea.
Al concluir la peculiar ceremonia, a la que no se permitía el acceso a las novias y esposas de los marinos, cada aspirante a «Pahí-Vahíne» entregó a los miembros del jurado la flor que había elegido como emblema, para retirarse a aguardar el resultado de la votación.
Los hombres tuvieron casi una hora para meditar sobre cuanto habían visto y oído, y al término de ese tiempo depositaron en una hermosa cesta de hojas de «pandanús», tres de esas flores.
Cuando Hiro Tavaeárii hizo el recuento, mandó llamar a las que habían sido elegidas y que a duras penas podían disimular su alegría, para espetarles con voz grave y pausada:
— Bora Bora os confía el bienestar de sus más valientes hijos, que van a enfrentarse a insospechados peligros más allá del «Quinto Círculo»… — Hizo un leve gesto para que se arrodillaran ante él, y fue colocando sucesivamente las manos sobre sus cabezas —. También vosotras correréis los mismos riesgos, y tendréis, además, una difícil misión que cumplir: ahuyentar la nostalgia y mitigar la amargura de la separación de los seres queridos. Debéis olvidar por tanto cuanto ha sido vuestra vida anterior, para dedicaros en cuerpo y alma a la tarea que habéis elegido. — Fue tomando una por una las flores que las representaban, y añadió —: A partir de este instante tú serás para siempre «Vahíne Tiaré», tú «Vahíne Áute» y tú «Vahíne Tipanié». Yo bendigo vuestros nuevos nombres, hijas mías, y que el gran dios Taaroa, el Creador de todas las cosas hermosas, os bendiga también.
El día siguiente era día de descanso, despedidas y reflexión, por lo que esa noche la hermosa Maiana preparó una gran cena en la playa, justo en el punto al que solía llevar a sus incontables amantes, aunque en esta ocasión sus únicos invitados eran los tres muchachos a los que se había prometido en matrimonio.
Concluido el suculento banquete, en el que se había esmerado con la ayuda de su madre y sus mejores amigas, la muchacha se puso en pie, dejó que su preciosa falda de hojas y flores se deslizase hasta el suelo quedando totalmente desnuda a la luz de la hoguera, y tomando una ancha cinta que ella misma había tejido con plumas de colores, se la enrolló a la cintura, para entregar luego los extremos a Tapú Tetuanúi que era quien se encontraba a su derecha.
— ¡Haz un nudo! — pidió.
El aludido obedeció.
Maiana se volvió ahora a Vetea Pitó y al fascinado Chimé.
— Tú el segundo — musitó quedamente —. Y tú el tercero. — Aguardó a que hubiesen cumplido su deseo, y tras dirigirles la más arrebatadora e inolvidable de las sonrisas, añadió —: Yo, Maiana Hokulea, juro ante el gran dios Oró que nadie desatará estos nudos hasta que sean vuestras manos las que lo hagan. Que él me fulmine si permito que un hombre me toque.
Quedó de ese modo rubricado el compromiso entre la más bella criatura de Bora Bora y los más jóvenes componentes de la tripulación del Marara, y ninguno de ellos abrigó a partir de esa noche la más mínima duda sobre la fidelidad de la apasionada Maiana.
Pasaron el resto de la noche hablando, cantando y riendo como si en lugar de tres enamorados y una exuberante mujer se tratase de cuatro buenos camaradas, y con la primera claridad del día se introdujeron en el agua para nadar sin prisas hasta el arrecife de coral desde el que contemplar un último amanecer sobre la isla en la que habían nacido, en la que siempre habían vivido, y a la que, tal vez, jamás regresarían.