A media mañana Tapú Tetuanúi acudió a despedirse del venerable Hiro Tavaeárii, que aparecía envejecido, triste y sin duda profundamente preocupado por la marcha de los acontecimientos, pero que aun así sonrió levemente al observar la expresión de orgullo y satisfacción del espigado muchacho.
— Vengo a que me otorgues tu bendición, maestro — fue lo primero que dijo Tapú al arrodillarse ante él —. Sé que sin ti jamás hubiera conseguido embarcar.
— ¿Conque lo sabes…? — fue la respuesta que pretendía ser severa pero no alcanzaba en absoluto su objetivo —. Abusaste de mi confianza seguro de que muertos el Rey y el Sumo Sacerdote, yo era el único que estaba en condiciones de rebatir tus teorías, puesto que el «Hombre-Memoria» no está muy ducho en materia de leyes.
— Con ello contaba, maestro — musitó Tapú Tetuanúi con humildad —. Con tu benevolencia, y con tu convencimiento de que puedo ser de utilidad en este difícil trance.
— Sí — admitió el anciano —. Lo sé. Te conozco y me consta que tu astucia puede servir de mucho, pero hay algo que debe quedar claro: emplea esa astucia en luchar contra los enemigos de tu pueblo, no para medrar entre los tuyos. — Le amenazó con el dedo —. Si me entero de que vuelves a pasarte de listo, yo mismo me encargaré de castigarte.
— Jamás lo haré, señor. Te lo prometo.
— ¡Bien…! — admitió Hiro Tavaeárii sabedor de que no mentía —. Hay otra cosa que quiero advertirte: Me consta que en el Marara viajan varios miembros destacados de los «Arioi». — Bajó la voz como si temiera que alguien pudiera escucharle —. ¡No te dejes convencer por sus promesas! — suplicó —. ¡No aceptes nunca unirte a ellos!
Tapú Tetuanúi permaneció unos instantes desconcertado, como temiendo haber entendido mal, y al fin, casi con miedo, señaló:
— Mi padre asegura que eres «Arioi». Y muy importante.
— Lo soy — admitió el anciano con disgusto —. Me afilié siendo muy joven, y cuando en verdad comprendí lo que significaba, ya no era posible echarse atrás. Me hubiera costado la vida.
— ¿Es por eso por lo que no tienes hijos varones? — quiso saber Tapú Tetuanúi.
El otro lanzó un hondo suspiro de tristeza y resignación:
— Me obligaron a matarlos a medida que iban naciendo con la excusa de que un auténtico «Arioi» no debe tener hijos varones porque corre el riesgo de dedicarles más amor que a la secta. — Sus ojos se cubrieron de lágrimas —. ¡Pero yo tenía tanto amor que dar, y la secta tan poco que recibir…! — Le acarició el cabello con infinita ternura —. Por eso te dediqué tanta atención y tanto cariño. Has sido para mí como esos hijos que vi morir. ¡No me traiciones! — suplicó —. No pretendas ser poderoso a base de engaños, porque eso es lo único que pretenden quienes se afilian a una sociedad secreta. La verdad tan sólo vive y crece a la luz y al descubierto.
Tapú Tetuanúi recordaría siempre las horas que pasó sentado a los pies de su maestro como las más importantes de su vida, y aquella última entrevista quedó de igual modo marcada para siempre en su memoria, puesto que aunque en su ánimo jamás había anidado la idea de entrar en la todopoderosa secta de los «Arioi», si alguna duda abrigaba quedó definitivamente desechada al advertir la amargura que destilaba el corazón de una de las personas más buenas, dulces e inteligentes que había conocido.
Tenía conciencia de que de ese modo le resultaría mucho más difícil conseguir el ansiado título de «Gran Navegante», pero resultaba evidente que «Miti Matái» lo había obtenido, y allí estaban sus cuatro hijos varones para demostrar que jamás aceptó formar parte de los temibles «Arioi».
Una hora más tarde tuvo que asistir pacientemente a la larga y complicada ceremonia de trasladar a bordo del «Pez Volador» una de las piedras sagradas del gran «Marae», puesto que podía darse el caso de que la nave no consiguiese regresar a Bora Bora y su tripulación se viese en la necesidad de establecer una colonia en cualquier remota isla perdida. En ese caso, aquella piedra se convertiría en el altar del nuevo «Marae», lo que vendría a significar que aun estando más allá del «Quinto Círculo», los descendientes de aquellos arriesgados navegantes seguirían siendo por los siglos de los siglos súbditos de Bora Bora y su corazón continuaría perteneciendo a «La Primera Isla Nacida».
Ya las mujeres habían desparasitado concienzudamente a todos los animales que irían a bordo, empleando para ello la savia de un arbusto que crecía en las más altas cumbres, y de igual modo todos los tripulantes del Marara se habían sometido a tan imprescindible ritual, pues sabían por experiencia que nada existía más terrible durante una agotadora travesía, que una plaga de chinches, pulgas o piojos.
A las moscas y mosquitos los arrastrarían muy lejos los primeros vientos de alta mar, y un viaje sin insectos resultaba sin duda muchísimo más confortable que con ellos a bordo.
Una treintena de personas y dos docenas de animales conviviendo en menos de trescientos metros cuadrados durante meses presentaba de por sí los suficientes problemas como para aumentarlos estúpidamente.
Nadie dudaba de que «Miti Matái» sabría imponer su autoridad sobre cuantos se encontraban bajo su mando, pero el propio «Navegante Mayor» era el primero en reconocer que una tripulación comida por los piojos acaba por volverse inquieta, rebelde e ingobernable.
Al atardecer llegó el momento de embarcar, no sólo por el hecho de que la puesta de sol era un momento mágico y por tradición las grandes naves partían siempre a esa hora para sus largas travesías, sino que en esta ocasión se debía, además, a la necesidad de que ningún pescador de la vecina, y casi siempre hostil, Rairatea, pudiese descubrir que una gran nave, con los mejores guerreros a bordo, abandonaba Bora Bora con rumbo desconocido.
Todo el pueblo aguardaba en la playa adornado con sus mejores galas, y eran varias las muchachas que lucían sobre la corta falda un cinturón fuertemente anudado, lo que venía a indicar a los hombres que quedaban en tierra que estaban prometidas con quienes iban a jugarse la vida por el honor de todos los presentes.
Aquel que osase insinuarse a una de ellas sería desterrado, pues era obligación de cuantos no se embarcaban proteger a su vez el honor de quienes se lanzaban a tan incierta aventura.
Tapú Tetuanúi se arrodilló para recibir con humildad la bendición de su orgulloso aunque entristecido padre, mientras su madre lloraba a moco tendido, y tras abrazarla fue a decirle adiós a la hermosa Maiana, que parecía una diosa con su ancho cinturón de tres nudos y su corona de flores.
Se miraron sin necesidad de decirse nada, pues todo estaba ya más que dicho, y con un nudo en la garganta pero feliz como jamás se había sentido, Tapú Tetuanúi se introdujo en el agua para trepar a la nave sagrada.
Cuando ya todos se encontraban a bordo, y en el momento de soltar las amarras, el venerable Hiro Tavaeárii avanzó hasta que el tranquilo mar le lamió los pies, y alzando la mano gritó roncamente:
— Yo os bendigo en nombre de todos nuestros dioses. Que Taaroa, el Creador, os proteja; que Tané, dueño del mar, os guíe; y que Oró, amo de la guerra, os conceda la victoria. También en su nombre os libero de la prohibición de comer tortuga. Desde hoy, y hasta el día de vuestro feliz regreso, ni la carne ni los huevos de «honú» serán tabú para ninguno de vosotros.
Hizo un gesto para que los hombres de tierra empujaran la nave aguas adentro, los remeros comenzaron a bogar, y el Marara se alejó rumbo al sol que rozaba ya el horizonte, mientras todo el pueblo comenzaba a cantar la sagrada canción de despedida: