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Guía, ¡oh gran Tané! a nuestros esposos.
Concede la victoria, ¡oh gran Oró! a, nuestros padres. Haced volver, ¡oh dioses! a nuestros héroes.
Y nosotros, los viejos y cansados, las esposas y las madres, los hijos y las hijas, os adoraremos, ¡oh gran Taaroa! ¡oh gran Tané! ¡oh gran Oró! hasta que la negra muerte enmudezca, para siempre, nuestros labios…
¡Que así sea! ¡Que así sea! ¡Que así sea!

— ¡No miréis hacia atrás! — gritó «Miti Matái» en cuanto hubieron cruzado el estrecho paso entre los arrecifes —. Bora Bora ya no existe. Ahora lo único que existe es el mar y la misión que debemos cumplir.

Era su primera orden como capitán del Marara y todos comprendieron que debían obedecer, porque aquellas palabras eran mucho más que una orden, pasando a convertirse en toda una filosofía de lo que debía ser su vida a partir de aquel momento.

El océano, bajo la quilla, era ya azul añil que indicaba que se había vuelto profundo, puesto que la volcánica isla surgía desde miles de metros y a menos de media milla de la costa, el abismo cortado a pico contrastaba con las transparentes aguas de la laguna, lo que les obligaba a tener la sensación de que se habían lanzado a volar desde un alto risco y ya tan sólo el vacío se abría bajo ellos.

Mar y mar, y mar.

Y más allá, el mar.

Y luego otra vez el mar, que acaba allí donde empezaba de nuevo el mar.

Miles de millas de mar sobre el que una frágil embarcación cosida con cien pedazos de madera debía deslizarse empujada por persistentes vientos que soplaban del sudeste, y que continuarían soplando de igual modo cuando llegara el momento de virar en redondo.

Sabían que ese viento, ese alisio constante, el temible «mara'amú» tan deseado en tantas ocasiones, les alejaría de sus hogares hasta que de esos hogares no quedara más que un borroso recuerdo en la memoria, que es lo único que, por desgracia, jamás se agota en el hombre.

— ¡No miréis hacia atrás! — había ordenado «Miti Matái», y nadie miró hacia atrás hasta que la noche cayó sobre el mundo, y las tinieblas borraron la agreste cumbre del monte a cuya sombra se habían despertado todos los días de su vida, y en cuyo regazo habían hecho por primera vez el amor.

Pronto acudieron a su eterna cita las estrellas; los miles de millones de estrellas de un cielo inimitable, y Tapú Tetuanúi buscó entre todas ellas a las que mejor conocía: aquellas que le enseñarían «las negras rutas del agua», que habían hecho de los de su raza los más geniales peregrinos del mar.

— Si te diriges a un punto del oeste, elige una estrella y síguela en su viaje hacia poniente — decían los navegantes —. Y cuando tu estrella se oculte en el horizonte, busca a su enamorada, porque toda estrella tiene una enamorada que va tras ella. Y a ésta la perseguirá otra, y a ésa, otra… Y así hasta el infinito, porque Taaroa creó las estrellas para que los hombres del mar escojan correctamente sus destinos.

Diez estrellas debían bastar a un buen marino para no errar el rumbo en el transcurso de una noche, y ese conjunto recibía desde antiguo el sagrado nombre de «Avei'á».

«Miti Matái» había decidido que su «Camino de Estrellas» de esa noche comenzase con «La Danza del Dios Oró» que se ocultaría justo en el noroeste media hora más tarde, pero sabía que para entonces ya tendría «La Cola de la Fragata» sobre la proa del balancín de estribor, mientras que atrás, justo entre ambos cascos, debía estar haciendo su aparición la primera luz del «Anzuelo de Maui».

Girando la cabeza sobre su hombro izquierdo distinguiría con total nitidez «La Cruz del Sur», al tiempo que alzándose sobre su hombro derecho bailarían titilando sin freno «Las Siete Viudas Locas».

Cuando se encontrase en ese punto exacto del océano, un buen navegante sabría con toda exactitud que en aquella época del año tenía que estar cruzando justamente entre las diminutas islas de Maupiti y Tupai.

No hubiera necesitado distinguir sus faros — que jamás los tuvieron — ni que se encontraran perfectamente emplazadas en minuciosas cartas marinas; «sabía» que estaban allí, porque generaciones de marinos polinesios lo habían sabido antes que él, y generaciones de marinos polinesios lo sabrían también en el futuro.

La oscuridad era, por tanto, la gran aliada de aquel pueblo, y al contrario de lo que le ocurría a los restantes pueblos del planeta, era en las más oscuras noches donde los polinesios jamás se perdían, porque era en las más oscuras noches donde sus amigas, las estrellas, mejor podían mostrarles los caminos.

Tapú Tetuanúi se sintió por tanto el muchacho más feliz del mundo cuando al poco rato el gran «Miti Matái» le hizo un leve gesto para que se aproximara.

— Si en verdad quieres ser un auténtico marino — fue lo primero que le dijo —, tendrás que acostumbrarte a dormir de día. Pasarás la noche aquí.

¿Qué más podía desear un aprendiz de navegante que pasar la noche a los pies del mítico héroe que volvió por sí solo del lugar en el que hasta el agua se vuelve sólida?

¿Dónde se podría aprender más que de las palabras que salieran de aquellos labios tan poco dados a las palabras?

¿Quién le negaría el derecho a un título a quien había pasado meses — o tal vez años — viendo por los ojos de quien tantas cosas había visto?

Tapú Tetuanúi aspiró a fondo un aire salado y húmedo en el que flotaban aromas de triunfo, puesto que ya empezaba a ser algo más que un general; algo más que un príncipe, y casi algo más que un semidiós.

Ya empezaba a ser un auténtico navegante de Bora Bora.

Sus ojos, hechos a las tinieblas, no perdían un solo detalle de cada gesto de «Miti Matái», consciente como estaba de que algún día, cuando comandase su propia embarcación, tendría que saber impartir, casi sin necesidad de palabras, las órdenes que harían que la nave progresara dulcemente en la dirección correcta.

El leve ademán de la mano izquierda que indicaba al timonel cómo debía corregir el rumbo; la imperativa señal a los gavieros para que cazasen un punto las velas; la forma de ladear la cabeza alzando un ojo para tener siempre presente hacia qué lugar se inclinaban los plumones que colgaban de los obenques, y sobre todo, el modo de asentar las piernas, tan firme, que se podría creer que se encontraban atornilladas a la cubierta.

«Miti Matái» había nacido sobre una piragua un poco menor que aquélla durante uno de los largos viajes que su padre, también «Gran Navegante», realizara al archipiélago de las Tonga — donde había conocido a su joven esposa —, y la mejor manera de lavar la sangre que le cubría en el momento de llegar a este mundo fue introduciéndolo en el mar.

A los tres años, muerta su madre de un mal parto en tierra, «Miti Matái» acompañó a su padre en sus largos periplos, y no resultaba extraño, por tanto, que teniendo más agua salada que sangre en las venas, fuera el hombre que era y pisase una cubierta tal como la pisaba.

A su lado se tenía la sensación de que aquella remendada cáscara de nuez se convertía de inmediato en el lugar más seguro del mundo, y que el mayor y más temible océano del planeta le amaba y respetaba como a su propio hijo.

«Quien nace en una piragua morirá en una piragua», rezaba la tradición, y resultaba evidente que «Miti Matái» tenía perfectamente asumido su destino y no parecía en absoluto descontento con él.

Para la inmensa mayoría de los polinesios, el hecho de lanzarse a navegar en una embarcación como el Marara, no constituía tan sólo una forma de trasladarse de un lugar a otro, sino que se convertía casi en una forma de vivir a la que se adaptaban con absoluta naturalidad, puesto que ni tan siquiera la precariedad de espacio parecía afectarles de un modo negativo.