Contraponían a la falta de privacidad un ancestral respeto hacia la privacidad ajena, y conjuraban los peligros del excesivo contacto con una exquisita cortesía en el trato diario.
La segunda ley a bordo era que todos debían ser amables con todos.
La primera había sido siempre, naturalmente, la obediencia ciega al capitán.
Incluso el agresivo Roonuí-Roonuí, tan áspero y desagradable en tierra firme, cambió de actitud en cuanto embarcó; en primer lugar por una tradición de afabilidad marinera que se remontaba a siglos, y en segundo lugar porque tenía plena conciencia de que hasta que llegara el momento de enfrentarse con las armas en la mano al enemigo, tanto él como sus hombres no eran más que simples pasajeros en una nave en la que los que en verdad importaban eran los tripulantes.
Por ello, incluso aquel descarado rapaz que tanto le irritaba allá en la isla, pasó a ser de improviso un personaje considerado y respetable, puesto que, por lo que podía deducir de la actitud de «Miti Matái», era alguien que, en verdad, parecía tener aptitudes de futuro navegante.
Lejos de Bora Bora todos tenían la obligación de echarse una mano, no sólo en las duras tareas de la navegación, sino especialmente en la difícil empresa de no dejarse abatir por la aparente imposibilidad de llevar a buen fin su arriesgada misión, ya que les constaba que el desaliento, la nostalgia, la depresión e incluso el aburrimiento se convertirían con el transcurso de las semanas y los meses en sus peores enemigos; aquellos a los que tan sólo podrían combatir manteniéndose sinceramente unidos.
Aun a sabiendas de que tales eran las costumbres a bordo, a Tapú Tetuanúi no dejó sin embargo de sorprenderle el hecho de que poco antes de irse a dormir, el siempre hostil Roonuí-Roonuí se le aproximase portando una nuez de coco repleta de «popoi», que era una especie de «paté» hecho a base de pulpa del fruto del árbol del pan.
— ¡Toma! — dijo —. La noche será larga y te tendrán en pie hasta que la última estrella diga adiós. Eres joven y necesitas alimentarte.
Se alejó para ir a tumbarse sobre una de las esterillas de proa, y a los pocos instantes la quietud se adueñó de una nave en la que salvo el capitán, el timonel, un gaviero y los «achicadores» de guardia, todos dormían.
Lógicamente, Tapú Tetuanúi también velaba en la que sería sin lugar a dudas una de las noches más inolvidables de su vida, ya que era la primera en que en verdad podía considerarse auténtico «navegante».
Poco más tarde, «Miti Matái» le golpeó levemente en el hombro y le hizo un gesto para que saltara con él a la gruesa red que se extendía a sus espaldas, y que nacía a ras de agua bajo cubierta para ir a terminar en la parte más alta de las dos popas gemelas.
La utilidad de esta red cuyos cabos tenían el grueso de un dedo pulgar era múltiple y de gran importancia en la vida a bordo, puesto que en primer lugar servía para impedir que en un golpe de mar alguien cayera hacia atrás para desaparecer en el océano antes de que pudieran rescatarle.
En segundo lugar, y ésa era sin duda su principal misión, constituía el «excusado» común; el más cómodo y práctico que se pudiese imaginar, ya que quien tuviera que hacer sus necesidades no tenía más que saltar a la red, aferrarse a ella con los pies y las manos, y acomodar el trasero en uno de los huecos, que solían tener unos veinte centímetros de lado. Cuando había terminado, descendía poco más de un metro y permitía que el agua le lavara a conciencia. Si además tenía calor, podía darse un chapuzón en el mar, sin necesidad de que hubiera que detener por ello el barco.
Servía de igual modo como escala, y para izar a bordo los grandes peces, que quedaban sobre la red para ser descuartizados sin ensuciar la cubierta, y a veces se utilizaba también para mantener largas conversaciones sin necesidad de molestar a quienes dormían. Esto último era lo que al parecer «Miti Matái» deseaba, pues aun sabiendo que resultaba prácticamente imposible que les oyeran, bajó mucho la voz al señalar:
— Ya es hora de que empieces tu aprendizaje… — Hizo una corta pausa y giró la mano a su alrededor —. Y como supongo que ya debes saber, el horizonte se divide en cuatro puntos cardinales y entre cada dos de ellos existen ocho subdivisiones que forman, en su conjunto, los treinta y dos puntos básicos del «Compás de Estrellas». — Le mostró el antebrazo —. ¿Te has fijado alguna vez en mis tatuajes?
— ¡Son preciosos! — exclamó el muchacho.
— Que sean bonitos o feos carece de importancia para un marino — le hizo notar el otro —. Lo esencial es que sean útiles, y para mí lo son. Si junto las puntas de mis dedos y formo un círculo con mis brazos, al tapar con esos dedos «La Cruz del Sur», mi codo izquierdo caerá justo al este, el derecho al oeste y mi nuca al norte. Mis tatuajes me indicarán entonces las diferentes subdivisiones, y los otros dibujos que aparecen junto a ellos me recordarán cuál es la «estrella guía» con la que debo iniciar mi «Avei'á»
— ¿Quieres decir con eso que eres una especie de «Compás Viviente»?
— «Viviente»… — admitió el otro —. Pero también pensante. Si no eres capaz de recordar por qué punto saldrán las siguientes estrellas, corregir el rumbo o calcular la deriva según la fuerza del viento y las corrientes, de poco vale el resto. Ser un «Compás Viviente» sirve para saber dónde estás, pero no hacia adónde te diriges.
— ¿Quieres que empiece a tatuarme?
— ¡En absoluto! — fue la seca respuesta —. No deberás hacerlo hasta que estés seguro de que llegarás a ser un buen navegante. Cuando sepas todo lo que hay que saber, podrás convertirte en un «Compás Viviente». Antes resultaría un esfuerzo inútil y una estúpida presunción que no puedes permitirte.
— ¿Qué debo hacer entonces?
— De momento, aprenderte todos los caminos de estrellas posibles entre el oeste y el noroeste durante los próximos tres meses. Cuando lo sepas volveremos a hablar.
Regresó a su puesto de la plataforma de popa dejando al pobre muchacho desalentado y casi estupefacto, pues la cascada de estrellas que descendían del firmamento entre los cuatro puntos que separaban «ainé» de «pafa'ité» aparecía tan compacta e inacabable, que al primer golpe de vista obligaba a pensar que no existiría ojo humano capaz de diferenciarías entre sí, ni memoria alguna capaz de retenerlas.
— ¡Tané me asista! — masculló por lo bajo —. ¡Cogeré una indigestión de estrellas!
Pese a ello comenzó a estudiarlas hasta que el alba se las llevó muy lejos, momento en que al fin se fue a acostar al chamizo de proa que estaba reservado a los miembros de la tripulación del turno de noche, cuyo sueño era celosamente respetado hasta pasado el mediodía.
Sin embargo, cuando el agotado Tapú despertó, «Miti Matái» llevaba ya más de una hora en su puesto de mando, y se le advertía tan fresco como si hubiese dormido plácidamente toda la noche.
Chimé de Farepíti y una docena de hombres remaban rítmicamente, tanto para impulsar con mayor rapidez la nave, como para desentumecer los músculos y mantenerse en forma para cuando llegasen las calmas, y Vetea Pitó achicaba agua en el patín de la banda de estribor con el resignado gesto de quien cumple una molesta condena.
Unos cascos construidos con tan rudimentarios elementos filtraban lógicamente una considerable cantidad de agua por muy a conciencia que hubieran sido calafateados, por lo que cada uno de los dos balancines había sido diseñado de forma que su fondo fuese descendiendo desde los extremos hacia el centro, en el que un «achicador», debía estar continuamente extrayendo agua con una especie de gran zapato de madera provisto de asa.