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— Pero yo la amo — se lamentó Tapú.

— ¿Y acaso eso le obliga a amarte? — fue la respuesta —. Has descubierto demasiado pronto que Maiana te produce más placer que ninguna otra muchacha, pero ello no te da derecho a exigirle que tome su decisión con idéntica rapidez. Observa tu pene cuando se excita: es recto, firme y casi reluciente. Mira luego dentro del sexo de una mujer: es oscuro, profundo y lleno de recovecos. — Le colocó afectuosamente la mano sobre la cabeza —. De igual modo, sus sentimientos son mucho más complejos y tarda por tanto mucho más en desentrañar sus misterios. Pero cuando al fin decide, su decisión suele ser la correcta.

— ¿Y qué debo hacer?

— Esperar.

— ¿Pero qué posibilidades tengo de triunfar frente a rivales como el enorme Chimé, o incluso el valiente Vetea Pitó, que se ha convertido ya en uno de los mejores buceadores del archipiélago?

— Si tu temor se centra en el hecho de que Maiana se sienta más atraída por un pene gigantesco o una gran perla, significa, hijo mío, que tu elección es errónea, y en ese caso, lo mejor que puede ocurrir es que te rechace. El amor que trae al mundo hijos y dura toda una vida, debe estar más allá del tamaño de los penes, o las perlas.

Cuando tomaba asiento sobre la estera en la galería de la cabaña de su mentor, Tapú Tetuanúi acababa casi siempre por reconocer la sabiduría de sus enseñanzas, aceptando de buen grado la mayoría de sus consejos, pero cuando se sabía, como ahora, tan cerca de la casa de su amada que casi aspiraba su olor y toda su piel vibraba de excitación al imaginar que tal vez podría acariciarla y penetrar en ella, tomaba conciencia de que una vez más aquel «sentimiento indigno» se adueñaba de su alma y hubiese deseado romperle la cabeza con una gruesa piedra a quien se encontrase en esos momentos disfrutando del cuerpo de Maiana.

Y allí estaban; gimiendo y susurrando; riéndose y acariciándose justo en el lugar al que ella siempre le conducía, bajo un frondoso «purau» de retorcidas ramas, a cuatro pasos del tibio mar en que bañarse luego, y en el que también le agradaba a menudo dejarse poseer por fogosos amantes.

¿Quién era él?

Sintió vergьenza de sí mismo por haberse planteado tan odiosa pregunta, pues el simple hecho de estar semioculto tras el tronco de una palmera, espiando a una pareja que era libre de hacer cuanto quisiera, constituía de por sí una acción repugnante que hubiera merecido las más agrias condenas.

Volvió sobre sus pasos, se alejó de las risas y susurros, y se vio en la necesidad de dar un rodeo trepando por la ladera de la colina para no tener que volver a pasar cerca de donde se revolcaba la pareja.

Por suerte, al llegar a la cima de Punta Rofau, cerraba la noche y en el cielo comenzaban a hacer su aparición las primeras estrellas.

Aquél era el momento en que todo muchacho polinesio que aspirase a ser alguien en la vida, tenía que tomar asiento en un lugar despejado y dedicar un par de horas a la tarea de estudiar las estrellas, grabando en su memoria el punto que ocupaban en cada instante a su paso por la negra cúpula del cielo.

Tapú Tetuanúi no podía saber, pues nadie de su entorno estaba en condiciones de explicárselo, que aquél era sin lugar a dudas el cielo más cuajado de estrellas que existía, pero así era en realidad, pues en comparación con los cielos del Pacífico Sur, los del hemisferio norte semejaban un desolado páramo sin brillo ni belleza.

A los pocos instantes de acomodarse en la cumbre, sobre la cabeza de Tapú refulgían millones y millones de diminutas estrellas — tan nítidas y al mismo tiempo tan compactas — que conformaban a menudo gigantescas masas perfectamente diferenciadas de cuantas, junto a ellas, constituían a su vez una nueva galaxia perfectamente reconocible.

Tapú empezaba a ser capaz de diferenciar — después de tantos años de observación — a la mayoría de las grandes estrellas solitarias, así como algunas de las constelaciones que recorrían cada noche el límpido cielo de su isla, y estaba convencido de que algún día, si se empeñaba en ello, sabría señalar en qué punto de ese cielo debían encontrarse dependiendo del día, del mes y de la hora.

Cuando llegara ese momento, si es que llegaba, estaría en condiciones de aspirar a convertirse en candidato a «Navegante del Gran Océano», y en ese caso Maiana no tendría dudas a la hora de elegirle entre todos sus pretendientes, puesto que ninguna muchacha en su sano juicio podría resistir la tentación de convertirse en la esposa de un navegante.

Los reyes eran reyes por herencia; los sabios eran sabios a base de estudio, y los fuertes eran fuertes porque así lo había querido la naturaleza, pero un «Navegante del Gran Océano» era más que un rey, un sabio o un gigante, puesto que en un mundo constituido por ingentes extensiones de agua salpicada de diminutas islas, quien no dominara ese agua tenía que contentarse con ser rey de un peñasco, sabio entre ignorantes o gigante entre enanos.

Para Tapú Tetuanúi — al igual que para la mayoría de los jóvenes de su edad y su entorno — no existía ser humano alguno cuya gloria pudiera compararse a la del legendario «Miti Matái»[2] que se había ganado tan sonoro sobrenombre por ser el único superviviente de una expedición que veintitrés años atrás puso rumbo al sur y fue arrastrada por terribles tormentas más allá del «Quinto Círculo», hasta un punto en que las aguas se solidificaban formando enormes y heladas islas blancas.

Todos sus compañeros murieron en la aventura, pero «Miti Matái» logró vencer al frío, el hambre y los vientos huracanados para poner de nuevo rumbo al norte y encontrar en la inmensidad del océano a una minúscula isla situada a más de seis mil millas de distancia.

Y es que «Miti Matái» había alcanzado ya por aquel tiempo, y pese a su relativa juventud, el título de «Gran Navegante», y con su portentosa hazaña no había hecho más que demostrar que quienes le concedieron tal rango sabían bien lo que hacían.

Cerró por completo la noche y las estrellas comenzaron a destacar en todo su esplendor, puesto que se encontraban ya a principios de octubre y la atmósfera aparecía mucho más limpia aún que de costumbre.

Tapú había tenido que esperar largos meses antes de que llegase el ansiado octubre y el tatuador decidiese trabajar sobre su cuerpo, ya que los buenos tatuadores tan sólo aceptaban clientes entre los meses de octubre y enero, no por superstición, sino debido a que durante ese tiempo las heridas se infectaban muchísimo menos.

— Es a causa de las moscas — le había explicado al muchacho su maestro Hiro Tavaeárii —. Se posan en las incisiones y a menudo las infectan al depositar en ellas sus huevos. Por eso, cuando a partir de octubre comienzan las lluvias y las moscas y mosquitos casi desaparecen, llega el momento de tatuarse. — Le tiró afectuosamente de una oreja —. ¡Ten paciencia! — añadió sonriente —. Todo llegará.

Había tenido paciencia y durante más de medio año le había estado llevando al tatuador los mejores pescados de la laguna y los mejores frutos del huerto de su madre, con la esperanza de que cuando al fin llegara octubre cubriera su pecho de hermosos dibujos que provocaran admiración despertando los más oscuros deseos de Maiana, pero cuanto había conseguido hasta el momento era apenas algo más que una docena de cagarrutas de aquellas mismas moscas que tanto le habían hecho esperar.

Y para colmo, la mujer que adoraba andaba revolcándose con otro.

Se sentía terriblemente desgraciado y buscó por lo tanto consuelo en las estrellas, que eran las únicas que estaban en condiciones de proporcionárselo.

Por la hora calculó que muy pronto «Tupa», «El Cangrejo», empezaría a hacer su aparición sobre la línea del horizonte, justo a tres puntos al norte de Tahaa, la isla hermana de Rairatea, que se adivinaba, más que verse, en la distancia, y que primero serían las dos pequeñas estrellas que conformaban la punta de las pinzas las que asomaran, para que poco después lo hiciera toda la compleja masa luminosa en la que alguien, siglos atrás, tuvo el capricho de imaginar la silueta de un cangrejo.

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2

Se podría traducir por «Mar Ventoso», o tal vez «Viento del Mar». (N. del A.)