Era aquélla una labor fastidiosa y poco gratificante, pero que no quedaba más remedio que llevar a cabo si aspiraban a mantenerse a flote, por lo que todos los miembros de la expedición se veían obligados a realizarla al menos un par de horas diarias.
Tras saludarlos con una sonrisa y un leve gesto de la mano, Tapú Tetuanúi se encaminó al gran recipiente de arena que ocupaba el centro de la piragua y en cuyo centro ardía día y noche un fuego atendido por las mujeres de a bordo.
«Vahíne Tiaré» le recibió con una deslumbrante sonrisa:
— ¡Buenos días! — saludó alegremente — ¿Tienes hambre? Los pescadores han capturado tres hermosos «Mahi Mahi» y seis atunes. ¿Qué prefieres?
— «Mahi Mahi».
— ¿Crudo o asado?
— Asado.
— En un momento estará listo.
Le preparó el almuerzo a base de un gran pedazo de pescado asado a la brasa y guarnecido con abundantes frutas frescas, porque «Miti Matái» había ordenado que se consumiesen frutas y verduras siempre que fuera posible, ya que le constaba que aquélla era la mejor forma de mantener sana a la tripulación.
Mientras el muchacho comía, «Vahíne Tiaré» le partió un coco para que bebiese el sabroso jugo, y por fin se acuclilló frente a él, para sonreírle con afecto, y comentar:
— Maiana me pidió que os cuidara con especial cuidado. A los tres.
— ¿A los tres?
— A los tres — puntualizó con intención para añadir con una nueva sonrisa —: ¿Sabías que es mi sobrina?
— No — se sorprendió el muchacho —. No tenía ni la menor idea.
— Bueno — puntualizó la otra —. En realidad su tío era mi marido, y desde que murió no nos tratábamos mucho, pero el otro día vino a pedirme que os cuidara, os vigilara, y, si ello era posible, que fuera yo quien os complaciera cuando lo desearais. — Se encogió de hombros con un cierto humor —. Naturalmente, le hice comprender que ese punto ya no dependía de mí. «Vahíne Aute» y «Vahíne Tipanié» son muy hermosas.
— Tú también eres muy hermosa — señaló Tapú Tetuanúi.
— ¡Oh, vamos! ¡No me hagas reír! — le reprendió ella burlona —. Tengo casi veinticinco años, y para alguien acostumbrado a hacer el amor con Maiana debo parecer una especie de vieja bruja.
— Yo nunca me acostumbré a hacer el amor con Maiana — replicó el muchacho con absoluta sinceridad —. Nunca.
— Eso suena muy romántico — puntualizó «Vahíne Tiaré» —. ¿La quieres mucho? — No aguardó respuesta, sino que le interrumpió alzando la mano —. ¡No! — pidió —. ¡No me lo digas! Primero debo saber si te apetece que te hable de ella o preferirías que no te la recordara. Sé por experiencia que a veces duele.
— Aún no lo sé — fue la respuesta —. Pensar en ella me produce un dulce placer, pero la sola idea de que vamos a permanecer tanto tiempo separados me hace profundamente infeliz.
— Lo entiendo — admitió la buena mujer —. A mí me ocurría lo mismo cuando enviudé… — Le golpeó con afecto la mano —. De todos modos sabes que estoy aquí para atenderte de un modo muy especial. — Le hizo un pícaro gesto para recalcar con intención —: «En todo…»
Se alejó balanceando sus poderosas caderas y su agresivo trasero, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si entraba dentro de lo posible que al cabo de ocho años la escultural Maiana se hubiese «desbaratado» de aquel modo.
Aún recordaba que la antaño prodigiosa «Vahíne Tiaré» fue una de las primeras mujeres que le hizo soñar cuando comenzaban a despertar sus deseos sexuales, y aún le costaba entender que aquella provocativa criatura se hubiese transformado en tan corto espacio de tiempo en una robusta matrona aún apetecible pero que en nada recordaba a la espléndida belleza que fue en su día.
Navegaron lejos de tierra durante once días y once noches.
«Miti Matái» conocía perfectamente aquellas aguas, y no necesitaba ni tan siquiera consultar su tosca y primitiva «Carta Marina» tejida a base de hojas de palma y en la que se incrustaban conchas y plumas de colores, para saber en qué punto exacto se alzaba cada atolón y cada isla, y dónde podrían abastecerse de agua y frutas frescas sin temor a un encuentro desagradable.
Pese a ello, cuando comenzó a crecer la luna y decidió que había llegado el momento de desembarcar en un islote que suponía deshabitado, convocó a la tripulación para señalar con su pausada voz de siempre:
— Espero no tropezar con ningún extraño, pero por si así fuera, tened siempre presente que de ahora en adelante no somos ya gente de Bora Bora, sino gente del Marara. — Hizo una corta pausa y los observó con atención, como para cerciorarse de que tomaban plena conciencia de la importancia de lo que estaba diciendo —. Nadie — añadió —, nadie, bajo ningún concepto, debe saber nunca cuál es nuestro lugar de procedencia, puesto que si lo averiguaran, sabrían de inmediato que Bora Bora es ahora una isla muy vulnerable… — Sonrió levemente —. Y por estos lugares las noticias vuelan sobre las olas con mucha mayor rapidez que la más veloz gaviota.
A continuación hizo un gesto al timonel para que pusiera proa a una tranquila bahía circundada por una hermosa playa coralina abarrotada de palmeras, y tras mantenerse largo rato al pairo, cerciorándose de que no se distinguía presencia humana alguna, aproximó el barco a la arena y permitió que los guerreros de Roonuí-Roonuí desembarcaran para tomar posiciones contra una eventual agresión.
Dos hombres se internaron en la espesura, y nadie se movió de su puesto hasta que los exploradores regresaron con el firme convencimiento de que la isla se encontraba deshabitada.
A partir de ese momento, «Miti Matái» le traspasó el mando a Roonuí-Roonuí, siguiendo una antiquísima costumbre que establecía que en cada circunstancia el poder estuviera en manos de aquel que se encontrase en mejor disposición para ejercerlo.
Una vez más se ponía así de manifiesto que la «especialización» constituía una de las claves de la capacidad de supervivencia y expansión de los primitivos habitantes del Pacífico Sur, ya que siendo el suyo un difícil entorno en el que agua, cielo y tierra tenían casi idénticas valoraciones, nunca se debía confiar en quien creyese que lo sabía todo sobre todo.
Hasta el llorado rey Pamáu, prudente y sabio entre los reyes sabios y prudentes, acataba a menudo las órdenes del «Gran Pescador», el «Gran Agricultor» o el «Gran Navegante» — porque su padre, el prudente entre los prudentes rey Matuá — le había enseñado — porque también lo había aprendido de su padre — que mejor gobierna quien mejor escucha que quien mejor habla.
Y más sabía de seguridad en tierra Roonuí-Roonuí, que «Miti Matái» aunque a Tapú Tetuanúi, que estaba convencido de que el valiente «Jefe de los Guerreros» pertenecía a la cúpula dirigente de la secta secreta de los «Arioi», no le agradó en absoluto la idea de que un «Arioi» fuera dueño de su destino ni aun durante el corto período de tiempo que durase su estancia en aquella isla.
Afiliarse o no a la más poderosa secta secreta — nacida originariamente con la propia Bora Bora, aunque con importantes ramificaciones en casi todas las islas situadas a sotavento de Tahití — constituía desde antiguo uno de los principales quebraderos de cabeza de la mayoría de los adolescentes de la región, ya que a la hora de plantearse su futuro se veían en la obligación de aquilatar con sumo cuidado los pros y los contras de tan determinante decisión.
Subirse al carro de los «Arioi» significaba avanzar mucho más cómodamente por el duro camino del éxito, pero el costoso precio que a menudo se veían obligados a pagar quienes lo hacían, desanimaba a cuantos opinaban que la libertad era una moneda demasiado valiosa como para malgastarla comprando éxito.