Chimé era de los pocos muchachos que jamás se habían detenido a plantearse semejante dilema — tal vez debido al hecho de que tampoco los «Arioi» se habían planteado la conveniencia de contar en sus filas con alguien de las peculiares características del tosco «Gigante de Farepíti» — pero Tapú Tetuanúi acostumbraba a mantener con el juicioso Vetea Pitó acaloradas discusiones sobre el tema.
Las jornadas de descanso en aquella tranquila isla deshabitada, y el hecho de que se supieran a las órdenes directas de un destacado miembro de los «Arioi», reavivó por tanto una cuestión que especialmente Tapú Tetuanúi tenía a flor de piel a raíz de su última conversación con Hiro Tavaeárii.
— Imagínate que un día consiguieras casarte con Maiana — le argumentó a su amigo —. Y que cuando os naciera el primer hijo varón, le dijeras que lo tienes que matar porque así te lo exige la secta. — Le observó con especial detenimiento —. ¿Crees que te lo perdonaría?
— Pocas veces se da el caso de que te obliguen a matar a un hijo — fue la respuesta —. Y es ésa una horrenda costumbre que cada día se practica menos.
— Pero forma parte de sus ritos — le hizo notar —. Si esperan hacer de ti un personaje importante, esperan también grandes sacrificios, y dudo que haya nada por lo que merezca la pena sacrificar a un hijo. Agradece que tus padres no fueran «Arioi», porque de lo contrario tal vez no estarías ahora aquí…
— Eso es muy cierto — admitió Vetea Pitó que había sufrido a menudo el acoso de los «reclutadores» de la secta —. Pero lo que en verdad importa entre los «Arioi» no es lo que te puedan pedir en un cierto momento, sino el espíritu de camaradería que preside sus actos, y el hecho de que son como una gran familia en la que todo pertenece a todos.
— Nunca vi a Roonuí-Roonuí compartir su casa con un «manahune»,[4] ni creo que por afiliarte llegues a bucear más profundo — le refutó su amigo —. Si un día consigues una gran perla, será porque Tané la puso allí para ti, no los «Arioi».
— Lo sé — admitió el otro —. Pero aun así siento curiosidad por lo que hacen.
— La curiosidad mata al pulpo, y es la curiosidad la que obliga a sacar la cabeza a la morena. Ningún curioso vivió jamás cien años.
— Ningún buceador aspira a vivir cien años — señaló divertido Vetea Pitó —. Si lo pretendiera, elegiría otro oficio.
Quedaron así las cosas, pero Tapú Tetuanúi no conseguía evitar sentirse inquieto ante la posibilidad de que alguien a quien se sentía tan unido no consiguiese evitar caer en las redes de quienes acabarían por apartarle de sus antiguas amistades, puesto que los «Arioi» se iban convirtiendo poco a poco en un cáncer que carcomía el tejido social de Bora Bora, y se corría el peligro de que sus habitantes acabaran por dividirse en dos facciones difícilmente conciliables.
El tiempo que la tripulación del Marara permaneció en la isla lo dedicó preferentemente a comer mucha fruta, pescar en la laguna, recoger agua y provisiones y hacer el amor con las «vahínes», que fueron las únicas que no consiguieron disfrutar de un solo minuto de descanso, pues se diría que el hecho de poder dar rienda suelta a sus apetitos sexuales lejos del diminuto habitáculo de la nave, había despertado de improviso la líbido de los hombres, que se dedicaban al divertido deporte de acosar a las tres mujeres desde el amanecer hasta la madrugada.
«Miti Matái» era el único que se mantenía al margen de tal actividad, en gran medida debido a que era un hombre acostumbrado a largas temporadas de abstinencia, y en parte por el hecho de que, como capitán, debía dar ejemplo al resto de la tripulación.
Para Tapú Tetuanúi el mítico «Navegante Mayor» se iba transformando día a día en una especie de semidiós adornado con todas las virtudes, pues a su reconocido valor e innegable talento de marino, añadía una profunda humanidad y un dominio de sus pasiones que obligaban a considerarle un superhombre.
Dormía poco, comía menos y era siempre el primero a la hora de cazar velas, achicar agua o izar a bordo un peligroso tiburón de más de trescientos kilos.
Ahora, en la isla, dedicaba su tiempo a revisar con ayuda del carpintero cada juntura de la nave, calafatear uniones o recoger cocos y frutos del árbol del pan con los que abarrotar las despensas, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si se sentía capacitado para llegar a convertirse en la mitad de hombre de lo que demostraba ser su héroe.
El tercer día, uno de los guerreros llegó con la noticia de que había descubierto restos humanos entre unas rocas de la playa de poniente, y aunque acudieron a verlos, se encontraban en tan avanzado estado de descomposición y devorados por los cangrejos, que resultaba imposible dilucidar si pertenecían a uno de los salvajes o a un pescador de cualquier isla vecina.
«Miti Matái» permaneció no obstante largo rato en silencio, observando con profunda atención el mar y la línea de la costa, y por último señaló convencido:
— Fuera quien fuera, murió en este mismo lugar, puesto que ni la resaca ni las corrientes pudieron empujarle hasta aquí. Si hubiera estado flotando, el mar lo habría depositado en la punta de barlovento.
Pese a la aparente inutilidad del descubrimiento, el «Navegante Mayor» pareció considerar que tan macabro hallazgo podía esconder algún oscuro significado, por lo que ordenó al «Oripo» u «Hombre-Memoria» que lo tuviese muy en cuenta a la hora de hacer el relato de la expedición, y le pidió al tatuador que comenzase a trabajar ya sobre el «Hombre-Regreso».
Fue por ello por lo que esa misma tarde el tembloroso Vetea Pitó aparecía tendido sobre la cubierta del Marara, y tras reunir en torno suyo a los miembros de la tripulación, «Miti Matái» colocó con firmeza el dedo sobre el ombligo del muchacho para señalar:
— Quiero que tengáis muy presente, por si se diera la circunstancia de que algo me ocurriera, que vamos a iniciar los tatuajes de regreso a partir de esta isla, que como sabéis se encuentra a once días al noroeste de Bora Bora. — Advirtió su extrañeza y añadió —: Lo prefiero así, porque si Vetea Pitó cayera en manos del enemigo, éste no estaría en condiciones de seguir nuestra pista más que hasta aquí. Su ombligo representará, por tanto, «La Isla del Muerto», y si alguien viniese no encontraría más que un lugar deshabitado. — Se volvió al tatuador —. Quiero que le dibujes una calavera junto al ombligo.
Fue así como el infeliz Vetea Pitó se convirtió en el primer polinesio en torno a cuyo ombligo se distinguía el tatuaje de una calavera humana, cosa que si bien en un principio le avergonzó, acabó por llenarle de orgullo, puesto que ese extraño tatuaje simbolizaba que había comenzado a ser un hombre importante.
La realidad era, sin embargo, que había comenzado a convertirse en un auténtico mapa humano que el día de mañana serviría para que la tripulación del «Pez Volador» encontrara sin dificultad el camino que les devolviera a su hogar.
A «Miti Matái» le disgustaba navegar con la luna en su máximo apogeo, ya que la violenta luz que se reflejaba en un cielo tan límpido como el del Pacífico Sur le impedía distinguir con claridad las estrellas de su particular «Avei'á», por lo que en cuanto los gigantescos ratones de las tinieblas comenzaron a roer los bordes de esa luna consideró que había llegado la hora de hacerse de nuevo a la mar.
— Huye de la luna llena — le había advertido a su nuevo discípulo —. Es muy hermosa, pero esa hermosura opaca la belleza de quienes realmente importan, que son las estrellas. La luna es como una novia joven y caprichosa, mientras que las estrellas son como la fiel esposa que nunca te falla. Están siempre donde tienen que estar, y te dicen siempre lo que tienes que hacer.