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— ¿Y cuando hay nubes?

— Las nubes viajan sobre el mar y tan sólo se detienen sobre las cumbres de las islas.

En eso — como en todo cuanto se relacionase con la observación de la naturaleza —, «Miti Matái» tenía una vez más razón, puesto que los fieles alisios hacían correr las nubes sobre el océano, pero esas nubes tan sólo se agolpaban cuando encontraban una alta montaña en su camino.

Pocas veces solía darse el caso de que la masa de nubes que cruzaba el Pacífico fuese tan extensa y tupida que impidiese la visión de las estrellas durante toda una noche, y cuando así sucedía, lo normal era que descargasen en forma de violentos aguaceros que dejaban la atmósfera mucho más limpia y transparente.

La luna llena seguía siendo por tanto el peor enemigo de un piloto de altura, y era por ello por lo que los «Grandes Navegantes» solían aprovechar los cuatro o cinco días de su mayor luminosidad para buscar tierra y tomarse un merecido descanso.

El rumbo seguía siendo el mismo, aunque durante la cuarta noche «Miti Matái» eligió un nuevo «Avei'á» que le desviaba hacia el oeste, sabiendo como sabía por experiencia que era en aquella dirección donde encontraría islas cuyos habitantes tal vez pudieran proporcionarle alguna pista sobre sus salvajes agresores.

Al día siguiente el «Navegante Mayor» ordenó a las «Pahí-Vahínes» que preparasen una pequeña fiesta que tendría lugar a la caída de la tarde, ya que había llegado el momento de celebrar el hecho de que casi la mitad de los que iban a bordo se hubiesen adentrado por primera vez en su vida en los límites del inquietante «Segundo Círculo».

Cada neófito recibió el tatuaje de un pequeño aro junto al nacimiento del dedo pulgar de su mano izquierda, aunque antes tuvieron que soportar toda clase de bromas, la más molesta de las cuales estribaba en que se les amarrase un cabo al tobillo para lanzarlos por la borda y llevarlos a remolque, tragando agua durante más de diez minutos.

Había que estar, eso sí, muy atentos a los grandes tiburones, pero como ninguno hizo acto de presencia, el día transcurrió entre cantos y risas, lo cual vino muy bien a unos hombres que por lo general llevaban una existencia harto monótona.

El océano Pacífico había hecho honor hasta el presente a su sonoro nombre, y aunque a menudo hacían subir y bajar a la frágil nave de cumbres de seis metros a valles de otros seis, solía tratarse de largas ondas sin peligro que obligaban a pensar en lejanas tormentas o pequeños maremotos que enviaban de ese modo sus señales a través de miles de millas de aguas profundas.

Para «Miti Matái» cada ola, e incluso cada color del mar, parecía ser portador de un mensaje muy concreto que le hablaba de cuanto estaba ocurriendo o podía ocurrir más allá del último horizonte, y observándole mientras permanecía absorto, analizando el agua, el cielo, el viento y las aves marinas acababa por creerse que su mente iba ordenando pacientemente cada pieza de un complicado rompecabezas.

Una calurosa tarde en la que ni la más leve brisa agitaba los plumones que colgaban de los obenques, el «Navegante Mayor» mandó llamar a Tapú Tetuanúi, y haciendo un gesto para que el resto de los miembros de la tripulación guardara absoluto silencio, señaló la banda de babor e inquirió:

— Observa esas olas y escucha cómo resuenan contra el casco. ¿Qué significan?

El desconcertado muchacho dedicó varios minutos a estudiar con toda la atención del mundo las diminutas olas que iban a estrellarse contra la aleta de babor, aguzó el oído intentando distinguir un sonido que se diferenciase en lo más mínimo del monótono golpeteo del mar, y concluyó por encogerse de hombros aceptando su ignorancia.

— No tengo ni la menor idea — admitió.

«Miti Matái» afirmó varias veces con la cabeza como si aquélla fuera la respuesta que temía, y al poco inquirió de nuevo:

— ¿Qué viento sopla?

— Ninguno.

— ¿Qué viento soplaba esta mañana?

— El «Mara'amú», del sudeste.

— Eso quiere decir que esta mañana las olas venían del sudeste, y nos entraban por la popa, ¿no es cierto?

— Así es — admitió el confundido muchacho.

El exigente maestro le dirigió una severa mirada, como si se sorprendiera por su ignorancia, y añadió reticente:

— ¿Y cómo se explica que unas olas que nos entraban por la popa, nos golpeen ahora por la aleta de babor?

— Habrá cambiado el viento — aventuró con timidez el abochornado Tapú Tetuanúi.

El otro alzó de nuevo la cabeza hacia los mustios plumones:

— ¿Qué viento? — inquirió.

Se diría que al aprendiz de navegante estaban a punto de saltársele las lágrimas y tuvo necesidad de morderse los labios para no demostrar hasta qué punto se sentía avergonzado y abatido.

«Miti Matái» pareció comprender su estado de ánimo, por lo que dejó de presionarle, y señalando una vez más el costado de la nave, puntualizó con suavidad:

— Si el viento está en calma, y las olas que llegaban de un lado te golpean de otro sin razón lógica alguna, y si además ese golpear es rítmico, suave y profundo, significa que esas olas han chocado contra una isla que está fuera de tu vista, y ahora vienen de regreso… — Le observó con atención —. ¿Lo has entendido?

Tapú Tetuanúi se tomó unos minutos para analizar cuanto acababa de decirle, observó las olas, escuchó el eco que subía del casco de babor, y que en efecto ahora se le antojó rítmico, suave y profundo, y acabó por asentir con el aire de quien acaba de ser testigo de un sorprendente milagro.

— Creo que sí — balbuceó apenas —. Creo que lo he comprendido.

— ¡Bien! ¿Serías capaz de calcular a qué distancia se encuentra esa isla?

El muchacho quedó tan estupefacto como si le hubieran preguntado la distancia a la luna y, tras rascarse cómicamente la ceja, concluyó por negar en redondo:

— ¡En absoluto! — reconoció.

— Te falta mucho, ¡muchísimo! para que puedas empezar a considerarte un navegante — comentó «Miti Matái» levemente burlón —. Pero por algo hay que empezar… ¿No se te ocurre nada?

— Nada.

— Lo suponía… — Hizo una nueva pausa —. Hace unas cuatro horas que dejó de soplar el «Mara'amú», y un poco menos que las olas que venían de popa dejaron por tanto de correr hacia adelante. ¿Estás de acuerdo?

— Si tú lo dices…

— Lo digo porque estaba atento al mar y el viento, y no perdía mi tiempo de cháchara con los amigos — fue la seca respuesta —. Hace poco más de tres horas que nos adelantó la última ola, lo cual viene a decirnos que cuando esa última ola nos golpee por la aleta de babor sabremos el tiempo que ha tardado en ir y volver a la isla… ¿Estás de acuerdo?

— Supongo que sí — fue todo lo que se atrevió a replicar el apabullado chicuelo.

— No es que lo supongas — remachó su «verdugo» —. ¡Es que es así! — Se diría que «Miti Matái» se armaba de la infinita paciencia que necesita un maestro para meter los más sencillos conceptos de física o matemáticas en la mollera de un alumno no demasiado brillante —. Cuando sepamos ese tiempo, nos bastará con calcular la velocidad que llevaba esa ola a la ida, y la que trae a la vuelta, sumarlas, y dividir por dos. — Abrió las manos como un prestidigitador tras un brillante ejercicio de escamoteo —. De ese modo habrás conseguido hacerte una idea bastante aproximada de a qué distancia se encuentra esa isla.

Durante dos días y dos noches Tapú Tetuanúi vagó como alma en pena por la cubierta del Marara, tan cabizbajo y meditabundo que se le diría a punto de renunciar a sus sueños, puesto que la sofisticada lección que acababa de recibir le había servido para tomar conciencia de la monstruosidad de su ignorancia en cuanto se refería al difícil arte de la navegación.