Resulta conveniente tener en cuenta, además, que al desconocer la escritura, un navegante polinesio no estaba en condiciones de tomar notas, hacer apuntes, o calcular tiempos y velocidades con ayuda de lápiz y papel, por lo que se veía obligado a confiarlo todo a la memoria, la experiencia, y ese inexplicable sexto sentido que hacía de los primitivos habitantes del Pacífico una especie de compleja mezcla de ser humano y alcatraz.
Reconocer que una ola podía chocar contra una lejana isla y regresar entraba dentro de una lógica aceptable, pero determinar a qué distancia se encontraba ese obstáculo, se le antojaba a Tapú Tetuanúi algo más propio de auténtica brujería, que de ciencia de la navegación.
Su actitud durante aquellos días podría compararse, en cierto modo, a la del bachiller que ingresa en la universidad para caer bruscamente en la cuenta de que la tarea que se presenta ante él a la hora de conseguir un doctorado supera en exceso sus cálculos más pesimistas.
— El mar, las estrellas, el viento, las nubes, las aves e incluso los peces nos hablan a todas horas — le repetía una y otra vez «Miti Matái» —. Y nuestro trabajo consiste en interpretar correctamente lo que dicen.
Pero era aquél un lenguaje que cada día se antojaba más confuso, en especial porque exigía una casi sobrehumana capacidad de concentración.
Fue la comprensiva «Vahíne Tiaré» quien más positivamente le ayudó a superar tan difícil trance, y con su infinita paciencia y su inagotable buen humor consiguió al fin que el atribulado muchacho decidiera enfrentarse nuevamente a las infinitas dificultades que parecía ofrecer la dura profesión que había elegido.
— Si resultara fácil — le dijo —, hasta el último pescador de atunes se consideraría navegante, y hasta el último cortador de cocos podría aspirar a la mano de la hermosa Maiana. — Le acarició con afecto la mejilla —. ¡Piensa en ella! — rogó —. Recuerda sus ojos, su pecho y el olor de su piel, y ten por seguro que si a la hora de volver te conceden el título de «Gran Navegante», será tuya para siempre.
— ¡Nunca lo conseguiré…! — se lamentó él —. ¡Son tantas las estrellas…! Ni en diez vidas que viviera aprendería la mitad de cuanto sabe «Miti Matái», y creo que aunque lo aprendiera, no sabría luego cómo aplicarlo… — Señaló el casco izquierdo del catamarán e inquirió casi agresivo —: ¿Acaso te suenan distintas esas olas?
La buena mujer prestó atención, esforzándose por advertir algún matiz diferente en el monótono resonar de la madera, y al fin se encogió de hombros admitiendo su ignorancia.
— Para mí una ola no es más que una ola — replicó al fin —. Pero yo no sueño con convertirme en el padre de los hijos de Maiana. Si así fuera — añadió —, lo más probable es que me esforzara hasta el punto de conseguir averiguar en qué se diferencia esa ola de la que golpeaba ayer o hace una semana.
Tapú Tetuanúi trató de encontrar palabras que expresaran hasta qué punto agradecía el interés que se tomaba por su caso, pero alguien susurró muy quedamente aunque de forma perentoria: ¡«Teatea-Maó»! ¡«Teatea-Maó»! por lo que casi instintivamente extendió el brazo, aferró a la mujer por el cuello y la aplastó contra la cubierta sobre la que se tumbó a su vez luchando por dominar el violento temblor que acababa de apoderarse de sus cuerpos.
¡«Teatea-Maó»!
¡Tané les ayudará!
¡Oró les protegerá!
¡Taaroa acudirá en su auxilio!
Al poco se atrevió a ladear apenas la cabeza para otear sobre la tranquila superficie de las aguas hasta alcanzar a distinguir con claridad la amenazante aleta dorsal del gigantesco escualo que se dirigía directamente hacia ellos, y que de un solo mordisco podía quebrar el casco del altivo catamarán como si se tratase de un simple mondadientes.
Era en efecto «Teatea-Maó», el feroz «Tiburón Blanco», la bestia más sanguinaria que habitaba el planeta, terror de los navegantes del Pacífico, que preferían enfrentarse al más rugiente de los ciclones que a la silenciosa fiera de los mil dientes como cuchillos.
Allí estaba, girando muy lentamente en torno a una frágil embarcación que podía enviar al fondo del océano de una sola embestida, e intentando averiguar si se trataba de un pedazo de madera sin el menor valor nutritivo, o contenía algún ser viviente que llevarse a la boca.
Ni un alma se movía sobre el Marara.
Podría creerse que su treintena de ocupantes se había convertido en estatuas de piedra o se había diluido en el aire desapareciendo de la vista, por lo que, perdido el rumbo, la embarcación comenzó a virar a estribor siguiendo los caprichos del viento y de las olas.
Pasaron, infinitamente largos y angustiosos, los minutos.
Tapú Tetuanúi temblaba.
«Vahíne Tiaré» lloraba mansamente mordiéndose los labios para no gritar.
«Miti Matái» comenzó a arrastrarse milímetro a milímetro hacia el cobertizo de popa.
El «Miedo», el «Terror Más Profundo», se adueñó de la nave porque todos a bordo advirtieron que «Teatea-Maó» iba estrechando el radio de sus círculos, lo cual quería decir que algo llamaba su atención sobre cubierta y en cualquier momento se lanzaría al ataque.
«Miti Matái» desapareció por completo en el interior del cobertizo, y una vez allí buscó ansiosamente tres gruesas estacas afiladas por ambos extremos en forma de punta de lanza, y con ayuda de un grueso cabo de fibra de coco las unió hábilmente por el centro formando una especie de estrella.
Cuando tuvo la certeza de que no se separarían, tomó una calabaza que aparecía sellada con barro, rompió la tapa y empapó cada una de las puntas en el negruzco líquido que contenía, y que no era otra cosa que veneno de «Nohú», el más mortífero de los peces del arrecife coralino.
Luego, todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pues de un salto salió al exterior, abrió la jaula del mayor de los cerdos, lo rajó de arriba abajo de un solo tajo, y le introdujo en las tripas las estacas.
El animal comenzó a chillar agónicamente, lo que alertó de inmediato al tiburón, que de un solo coletazo se aproximó hasta rozar la amura de estribor, pero sin darle tiempo a comprender lo que ocurría. «Miti Matái» lanzó el cerdo a unos tres metros de distancia.
El agua se tiñó de inmediato de sangre, y una décima de segundo más tarde el animal había desaparecido en las fauces del gigantesco escualo, que lo engulló como quien se traga un huevo duro.
Durante casi medio minuto pareció que no iba a ocurrir nada, puesto que la inmensa fiera de más de seis metros de longitud se volvió muy despacio para permanecer a la expectativa aguardando una nueva presa, pero al cabo de ese tiempo, cuando las firmes y afiladas estacas de durísima madera de «aito» comenzaron a rasgarle las entrañas introduciéndole en la sangre el corrosivo veneno de «Nohú», se estremeció de punta a punta, lanzó un violento resoplido, y de un brusco coletazo se sumergió en las oscuras aguas para perderse de inmediato en las tinieblas del abismo.
Tan sólo entonces «Vahíne Tiaré» dio rienda suelta a su llanto.
El hecho de que «Teatea-Maó» hubiese desaparecido momentáneamente en las profundidades del océano, no significaba en absoluto que no pudiese volver en cualquier momento, puesto que el cáustico veneno del «Nohú», por muy concentrado que se encontrase, no bastaba en modo alguno para acabar con una bestia semejante.
«Miti Matái» advirtió a su gente que en cualquier momento podía resurgir más furioso que nunca, y en el caso de que atacase desde abajo estaba en condiciones de lanzar por los aires al Marara, convirtiéndolo en astillas de un brutal encontronazo.
Ordenó por tanto que todo el mundo se mantuviera inmóvil y en silencio, que se cubrieran las jaulas de los animales y se encerrara a los perros para que no hiciesen el más mínimo ruido, y tras otear largo rato el horizonte y observar el cielo con obsesiva fijeza, concluyó por indicar al timonel que virase noventa grados a babor, al tiempo que desplegaba las velas en su máxima extensión.