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— Debemos encontrar tierra cuanto antes — dijo —. «Teatea-Maó» no es de los que se dan por vencidos fácilmente.

Prohibió luego que se arrojase nada al agua, ni aun las necesidades más perentorias, haciendo hincapié en el hecho de que quien no pudiese aguantar lo hiciera en calabazas que se vaciarían una vez pasado el peligro.

— Algunos tiburones pueden seguir el rastro de una presa a enormes distancias — musitó —. Y lo mejor que podemos hacer es no dejar huella alguna de nuestro paso.

Por último, cerró de nuevo la calabaza que contenía los restos del veneno de «Nohú», la ató a una tabla, colocó sobre esa tabla una gallina, y lo depositó todo cuidadosamente sobre el agua.

— ¿Por qué haces eso? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— Cuando el tiburón suba de nuevo, si es que lo hace, lo primero que llamará su atención será el cacareo y el agitarse de la gallina — dijo —. Pasará un largo rato girando en torno a ella, ya que su primera experiencia ha sido mala. — Observó la rudimentaria balsa que iba quedando lentamente a popa —. Pero si al fin decide tragársela, el resto del veneno volverá a hacerle daño en las heridas. — Se encogió de hombros —. Tal vez eso le impulse a desistir, y aunque no sea así, al menos nos habrá proporcionado una cierta ventaja, que buena falta nos hace si pretendemos llegar a tierra.

— ¿Estás seguro de que hay tierra cerca? — insistió el muchacho.

— A unas sesenta millas a babor — aseguró el otro, convencido.

— ¿Cómo puedes saberlo?

— Había dos alcatraces, allá, a lo lejos — dijo —. Giraban en círculo, buscando comida, lo cual quiere decir que deben tener su nido a menos de esas sesenta millas de distancia.

— ¿Pero cómo puedes saber que se encuentra a babor? — se asombró Tapú Tetuanúi.

— Simple deducción — fue la razonada respuesta —. A nuestra espalda no hay ninguna isla porque la habríamos visto. A proa tampoco, porque hacia allí sopló el viento esta mañana y los alcatraces no vuelan contra el viento, más que durante la época de emigraciones. Me consta que a estribor no hay tierra alguna en miles de millas de distancia. — Sonrió apenas —. El único lugar posible, está a babor.

¿Qué podía hacer un simple aprendiz de navegante, más que abrir la boca de estupor y reafirmarse en la idea de que la inmensidad de su ignorancia del mundo del mar tan sólo era comparable con la inmensidad de ese mismo mar?

Si «Miti Matái» se le antojaba ya un semidiós cuando lo veía en Bora Bora, ahora esa grandeza aumentaba a medida que le veía actuar demostrando, en la práctica, la profundidad de sus ilimitados conocimientos.

Al atardecer, tras largas horas de silenciosa y rápida navegación en la que todos los ojos permanecían fijos en la superficie del mar temiendo ver aparecer en cualquier momento la terrorífica aleta del gigantesco tiburón, «Miti Matái» se alzó sobre las puntas de los pies, trepó luego al mástil de proa, y tras permanecer allí unos instantes, apuntó frente a él y sonrió a su tripulación que le observaba expectante.

— ¡Tierra! — dijo —. En cuanto oscurezca habrá pasado el peligro porque «Teatea-Maó» casi nunca ataca de noche.

Pese a ello fue una noche larga, angustiosa y llena de sobresaltos, en la que nadie consiguió conciliar el sueño.

Poco antes del amanecer una extraña serpiente abisal de poco más de metro y medio de largo pareció querer contribuir al clima de terror que reinaba en el Marara saltando a cubierta y sembrando el desconcierto entre sus pasajeros, que quisieron ver en sus inmensos ojos oscuros y su viscosa y delicada piel que se deshacía en pedazos al tocarla, a un enviado del demonio en forma de tiburón que debía estar rondando por las proximidades.

La primera luz del día les sorprendió a menos de ocho millas de una costa verde y baja que se perdía de vista hacia el norte, y fueron tal vez aquellas millas las más largas que jamás hubieran recorrido por más que el catamarán se deslizara sobre el tranquilo mar a casi siete nudos.

Pronto pudieron distinguir columnas de humo, cabañas y piraguas en la arena, y cuando al fin fondearon en el interior de una ancha laguna poco profunda lanzaron un suspiro de alivio al comprender que al fin habían conseguido escapar de la amenaza que significaba el terrorífico tiburón blanco.

Ahora lo único que quedaba era rogarle a los dioses que los habitantes de aquella isla providencial fueran gente pacífica y acogedora.

«Miti Matái» ordenó abatir las velas tras hacer sonar tres veces la caracola desmontando los palos en señal de que no tenían intención de atacar por sorpresa, por lo que al cabo de poco más de una hora una larga piragua tripulada por una docena de remeros y en cuya proa se erguía un anciano que lucía una larga capa de plumas rojas, se destacó de la playa y acudió a su encuentro manteniéndose al pairo a pocos metros de distancia.

— ¿Quiénes sois y qué es lo que queréis? — fue lo primero que inquirió el anciano con voz grave.

— Somos gente de paz y buscamos protección contra los ataques de «Teatea-Maó» — replicó «Miti Matái» haciendo una leve inclinación de cabeza —. Humildemente solicitamos vuestra hospitalidad hasta que pase el peligro.

— ¡«Teatea-Maó»! — se alarmó el otro cambiando de color —. ¿Cuándo os atacó?

— Ayer al mediodía — fue la respuesta —. No hemos vuelto a verle, pero con él todo es posible.

— Lo sé — admitió el anciano —. ¿De dónde venís?

— De Marara. Somos una expedición de castigo en busca de unos salvajes que asaltaron nuestra isla. — El «Navegante Mayor» observó con profunda atención a su interlocutor intentando descubrir la más mínima reacción ante sus palabras —. ¿Habéis sufrido alguna agresión en los últimos tiempos?

El viejo de la capa roja permaneció unos instantes pensativo, estudiando con idéntica atención a los tripulantes de la enorme nave como si quisiera descubrir sus auténticas intenciones, y por último negó con un gesto.

— No. Nadie nos ha atacado — replicó —. Pero hace un mes cuatro muchachas desaparecieron una noche sin que se haya vuelto a saber de ellas. — Agitó la cabeza como desechando la idea —. Llegamos a pensar que algún extraño pudo llevárselas, pero no habíamos visto aproximarse ninguna nave.

— Tampoco nosotros — le hizo notar «Miti Matái» —. Sin embargo, nos sorprendieron de improviso a medianoche.

El anciano meditó de nuevo, pareció convencerse de la sinceridad de los recién llegados, y concluyó por hacer un leve gesto de asentimiento al tiempo que indicaba la playa.

— Podéis quedaros — dijo —. Os brindaremos nuestra hospitalidad y juntos intentaremos ahuyentar a «Kauhúhu».

«Kauhúhu» — el «Dios-Tiburón» — estaba considerado como la más pura representación del mal en su más cruel acepción, puesto que los antiguos polinesios vivían convencidos de que en el interior de los más agresivos escualos — y de todos ellos el peor era sin duda «Teatea-Maó» — habitaban los vengativos espíritus de todos aquellos seres humanos que habían sido condenados a la maldición eterna a causa de sus horribles crímenes.

Los habitantes de aquella isla — que formaba parte del pequeño archipiélago de las Tokelau, al norte de Samoa eran gente amable — aunque no excesivamente acogedora — que aceptaron la presencia de una treintena de hombres llegados de muy lejos como si se tratara de una de esas molestas cargas que nos impone a veces la vida sin que lleguemos a entender por qué tenemos la obligación de soportarla.