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Los únicos que parecieron alegrarse por la llegada del Marara fueron los niños, que nunca antes habían tenido ocasión de ver una embarcación tan impresionante, y los pescadores de mar adentro, que agradecieron en el alma tener conocimiento a través de terceros de la terrible amenaza que significaba para ellos la presencia de un tiburón blanco.

También se excitaron bastante, aunque sin expresarlo en público, las muchachas solteras de la isla que vieron en los jóvenes navegantes una inesperada fuente de diversión para cuando cerrara la noche.

Tuvieron que contener no obstante sus ímpetus, puesto que un esquelético y malhumorado «Tahúa» decidió que se hacía necesario llevar a cabo cuanto antes la complicada ceremonia de ahuyentar al temible dios «Kauhúhu».

Ni Tapú Tetuanúi ni ninguno de sus amigos había conocido nunca un Sumo Sacerdote tan engreído, pesado y ceremonioso, pues ofició los sacrificios con tanta seriedad y tanta parafernalia, que a mitad de la interminable ceremonia la mayor parte de los asistentes roncaban plácidamente.

En primer lugar colocó en lo alto de una piedra sagrada, muy cerca de la orilla del mar, la pequeña estatua de madera que representaba a un hombre con cabeza de tiburón sentado en un taburete — que era la imagen del dios «Kauhúhu» según la conocían la mayor parte de los pueblos polinesios — y tras arrodillarse ante ella y canturrearle monótonamente durante más de una hora, procedió a cortarle el cuello a toda clase de animales domésticos, embadurnándose de su sangre hasta el punto de que al concluir podría llegar a creerse que se había degollado a sí mismo.

Por último se introdujo en el agua, se lavó a conciencia y desde allí clamó durante otra hora llamando a «Teatea-Maó» aun a sabiendas — o más bien porque sabía a ciencia cierta — que un gigantesco tiburón blanco jamás se aventuraría en las aguas poco profundas de una cerrada laguna.

Cuando al fin los agotados asistentes pudieron irse a dormir, ni tan siquiera el gigantesco Chimé de Farepíti — al que le tenía echado el ojo una linda chiquilla que le había estado haciendo gestos lascivos durante toda la noche — se sintió con fuerzas como para alejarse con ella playa abajo, optando por tumbarse junto al fuego, dejando la prometedora aventura sexual para ocasión más propicia.

Al fin y al cabo, el día y la noche anteriores habían sido de gran tensión y constante vigilia, y no estaban los cuerpos, ni aun el suyo, para grandes excesos.

A la mañana siguiente, «Miti Matái» mandó traer del Marara la piel del salvaje, y fue la primera vez, desde que Hinói Teatáu se la llevara el día de la botadura del barco, que Tapú Tetuanúi tenía ocasión de verla.

Seguía conservando intactos los tatuajes, pero constituía a todas luces un macabro espectáculo verla así, tan lejos de su dueño, y como no había sido curtida con demasiado tiempo ni cuidado, expelía un desagradable olor a carroña que obligaba a taparse las narices cuando se la observaba de cerca.

Los hombres de la isla la estudiaron con especial detenimiento para acabar por reconocer que jamás habían visto anteriormente dibujos semejantes, aunque su «Navegante Mayor» — un decrépito anciano que probablemente no se embarcaba desde hacía décadas — insinuó que en su ya muy lejana juventud, y en el transcurso de un largo viaje hacia el oeste había oído hablar de unos seres abominables que — mucho más al oeste aún — se cubrían el cuerpo con horrendos tatuajes.

— Yo nunca los vi — admitió con loable sinceridad —. Pero estuve en lugares en los que se les temía como al mismísimo demonio. Al parecer, se comen a la gente.

No había mucho más que obtener de aquellos hoscos isleños, salvo agua, víveres y las caricias de sus más apasionadas muchachas, por lo que dos días más tarde «Miti Matái» ordenó hacerse a la mar a la caída de la tarde.

— Si «Teatea-Maó» continúa por los alrededores, la noche y el «Mara'amú» que comenzará a soplar cuando se ponga el sol nos darán la oportunidad de alejarnos. — Lanzó un hondo suspiro —. Y si no es así, que Tané nos ampare como viene haciendo hasta el presente.

Cualquier otra tripulación habría abandonado a regañadientes un lugar en el que disponían de todos los placeres y todas las comodidades para verse obligados a acinarse de nuevo en el pequeño espacio de una embarcación, pero los hombres y mujeres del «Pez Volador» no eran en absoluto una tripulación cualquiera, y se diría que su único deseo se centraba en alcanzar cuanto antes el lugar en que se ocultaban los causantes de todas sus desgracias.

El hecho de que cuatro mujeres hubieran desaparecido sin dejar rastro de una isla que se encontraba en la ruta que iban siguiendo, reafirmaba a «Miti Matái» en el convencimiento de que también sus bárbaros enemigos se estaban dejando empujar por los alisios del sudeste, y el tiempo transcurrido desde entonces le impulsaban a sospechar que el Marara avanzaba con mayor rapidez que los cuatro grandes catamaranes.

— Para llevar a cabo un viaje tan largo sus naves deben ser muy pesadas — le había hecho entender a Roonuí-Roonuí en presencia de la mayoría de los miembros de la tripulación —. Y además se van deteniendo aquí y allá para atacar un poblado o raptar mujeres. — Hizo una corta pausa y añadió convencido —: Y eso representa un grave peligro para nosotros.

— ¿Un peligro? — se asombró el estupefacto Roonuí-Roonuí —. ¿A qué clase de peligro te refieres? Cuanto antes los alcancemos, antes podremos volver.

— ¿Volver? — repitió con intención el «Navegante Mayor» —. ¿Qué posibilidades de victoria tendríamos si nos enfrentáramos en mar abierto con cuatro piraguas que por lo menos nos doblan en número de guerreros? — Negó convencido —. Ninguna — añadió —. Nuestra única esperanza de éxito se centra en atacarles por sorpresa en su propia isla, tal como nos atacaron a nosotros.

— ¡Pero ese viejo navegante asegura que esa isla debe estar lejísimos…! — se lamentó Roonuí-Roonuí —. Y no tenemos ni idea de cuánta gente encontraremos en ella.

— He meditado mucho sobre eso — señaló su interlocutor —. Y me preocupa — admitió —. El Marara está demostrando ser un barco muy rápido, pero me consta que no soportaría el embate de la proa de una piragua de guerra. — Hizo una corta pausa y resultaba evidente que le había dado muchas vueltas al tema y lo tenía muy bien estudiado —. Esos bestias podrían permitirse el lujo de perder un navío lanzado abiertamente contra nosotros, puesto que aún les quedarían tres para recuperar a los náufragos. Pero en cuanto nos abrieran la más mínima vía de agua estaríamos a su merced. No — negó —. No podemos arriesgarnos a un enfrentamiento en alta mar.

— ¿Cuál es tu plan entonces?

— Aprovechar nuestra velocidad e intentar encontrar su isla antes de que lleguen a ella. — Observó a todos los presentes como tratando de calibrar qué efecto hacían sus palabras —. Si no es muy grande, estará casi desguarnecida, puesto que sus mejores guerreros seguirán a bordo de las naves. En ese caso tal vez podríamos adueñarnos de la situación y estar en condiciones de negociar. Les ofreceríamos sus mujeres a cambio de las nuestras.

Se hizo un silencio en el que la casi totalidad de los presentes pareció reflexionar sobre lo que su capitán acababa de proponer y que no se les antojaba en absoluto descabellado, puesto que constituía un plan que presentaba, entre otras cosas, la notoria ventaja de no obligarles a enfrentarse al numeroso grupo de hombres fuertemente armados que tripulaban las cuatro embarcaciones.

Al fin fue Roonuí-Roonuí el que expresó el sentir general al comentar al tiempo que asentía:

— Como «Jefe de los Guerreros» lo apruebo sin reservas. — Le observó con fijeza —. ¿Qué tenemos que hacer ahora?