— Desplegar todo el velamen, remar hasta que se nos rompan los brazos cuando falle el viento, y conseguir que este «Pez Volador» vuele efectivamente — sentenció «Miti Matái» —. Lo último que podrían imaginar esos canallas es que estuviéramos esperándoles en el momento de volver a sus casas…
— ¡Pues manos a la obra!
Como si los dioses aceptaran de igual modo que aquélla era la mejor forma de triunfar, esa misma tarde el «Mara'amú» aumentó de forma notable su fuerza, el mar se alzó en grandes olas que parecían empujarles hacia la victoria, y el Marara, comenzó a deslizarse hacia el noroeste a tal velocidad que podría creerse que estaba participando en una prodigiosa regata.
Se hizo necesario colocar a dos hombres en la espadilla de popa para mantener fijo el rumbo, y una vez más el «Navegante Mayor» dejó de manifiesto la magnitud de su ciencia a la hora de corregir la deriva impidiendo que la frágil embarcación se apartara ni un metro del rumbo previamente marcado.
Día y noche se turnaban los hombres remando y las mujeres achicando agua, por lo que durante más de cinco semanas surcaron el océano como una gigantesca flecha disparada por el poderoso arco del dios Oró, y Tapú Tetuanúi y sus amigos vivieron como en un sueño, atrapados por el vértigo de un enloquecido torbellino que parecía conducirles directamente al confín del universo.
Ni chubascos, ni corrientes, ni aun las pesadas calmas de los más calurosos mediodías conseguían frenar el ímpetu de un catamarán que navegaba a veces durante horas sobre uno solo de sus cascos, y era cosa de ver cómo el inconcebible «Miti Matái» se las ingeniaba para mantenerlo en tan precario equilibrio a lo largo de millas y más millas, para abatirlo de improviso, llevar a cabo con indescriptible habilidad una complicada maniobra y alzarse sobre el otro patín como si en verdad se tratara de un desconcertante malabarista capaz de sostener un objeto en el aire pese a los vientos y las olas.
Tapú Tetuanúi aprendía.
Aprendía desde que abría los ojos tras una agitada mañana en la que había tenido que dormir rodando de uno a otro lado por el chamizo de proa, hasta que con la primera claridad del alba se retiraba con esos mismos ojos enrojecidos de tanto mirar las estrellas.
A menudo se sentía absolutamente destrozado, pero no hubiera cambiado aquella fabulosa experiencia por diez años de monótona paz en Bora Bora.
Sentir de noche el viento en el rostro y observar cómo las afiladas proas gemelas abrían un ancho surco fosforescente en las negras aguas del océano, sabiendo que milla tras milla le iban ganando terreno a sus enemigos, constituía a su modo de ver una experiencia de la que ningún muchacho de su edad había disfrutado anteriormente, y en más de una ocasión se dijo a sí mismo que aunque al final de aquel inolvidable viaje el Consejo no le otorgase el ansiado título de navegante, habría valido la pena tomar parte en tan magnífica aventura, puesto que le proporcionaría recuerdos que habrían de perdurar hasta el fin de sus días.
Cuando la vista se le nublaba de tanto estudiar el firmamento, cerraba unos instantes los ojos para evocar de inmediato la espléndida figura de Maiana, y el simple hecho de pensar en ella abrigando el convencimiento de que todos sus sacrificios tendrían como recompensa el amor de la criatura más prodigiosa que el Gran Taaroa hubiese creado, le daba fuerzas para volver con renovados bríos a la difícil tarea de aprenderse el camino de todas las estrellas del universo en su avance por la curva bóveda del cielo.
El cachazudo y glotón «Hombre-Memoria» le dedicaba un par de horas cada tarde, recitando con su monótona voz de siempre la lista de todos los «Avei'á» posibles entre el norte y el este, lo cual contribuía en gran manera a que cuando llegaban las tinieblas Tapú Tetuanúi supiese reconocer con mayor rapidez las diferentes constelaciones.
Una de aquellas oscuras noches que el muchacho dedicaba al estudio y la evocación ocurrió un desgraciado incidente que le afectó sobremanera, pues de improviso tuvo la extraña sensación de que algo le rozaba la mejilla, casi al instante escuchó un seco golpe seguido de un alarido de dolor y cuando acudieron algunos hombres con antorchas, fue para descubrir, horrorizados, que en su alocado vuelo huyendo de los depredadores, un gran pez volador se había incrustado violentamente en el ojo derecho del primer timonel.
El pobre Moeteráuri había caído hacia atrás de resultas del brutal impacto y tan sólo la red de protección de popa le había salvado de precipitarse al mar para pasar a ser pasto de los pequeños tiburones que solían seguir la estela de la nave.
Por lo general, tales tiburones no solían constituir un peligro demasiado grave para los tripulantes, pero un hombre ensangrentado y semiinconsciente hubiese significado una presa fácil, aunque más bien cabía suponer que no hubieran sido los escualos, sino cualquiera de los misteriosos visitantes nocturnos que ascendían desde las profundidades, los que hubieran dado buena cuenta del desgraciado timonel.
Tapú Tetuanúi había advertido tiempo atrás que a medida que se alejaban de las islas, adentrándose en aguas cada vez más oscuras, la cantidad de tan inquietantes huéspedes aumentaba, en especial en las noches en las que alguna nube ocultaba por completo las estrellas. La superficie del mar parecía plagarse entonces de fosforescentes fantasmas que inducían a imaginar que se estaban abriendo paso por entre espíritus y demonios.
Si agitaba junto a la borda de sotavento un ascua de la hoguera, al instante un par de enormes ojos del tamaño de un coco le devolvían una luz verdosa y fosforescente, y aunque en un principio lo achacó a seres sobrenaturales, «Miti Matái» le aseguró que se trataba de gigantescos calamares que se aventuraban a ascender desde los abismos cuando imperaban por completo las tinieblas.
En otras ocasiones, y siempre con el mar en calma, las manchas fosforescentes se deslizaban a pocos metros por debajo de la nave adoptando caprichosas formas inconcretas, como si se tratara de un curioso transformista que de improviso se dividiera en dos o más trozos para volver a unirse nuevamente a su antojo.
Cabía suponer que se trataba de bancos de diminutos peces o masas de plancton, pero resultaba evidente que no era así, puesto que cuando alguna vez tropezaba con uno de los cascos del catamarán el ruido era seco, como si éste hubiese chocado con un cuerpo duro y compacto.
— El océano está plagado de misterios que ni aun yo sabría desvelarte — admitió el «Navegante Mayor» durante una de aquellas ocasiones en que un gigantesco fantasma fosforescente danzaba en torno a ellos sin aparentes intenciones agresivas —. Y en eso estriba su mayor atractivo. Por mucho que los estudiemos, y por mucho que nos traslademos conocimientos de generación en generación, a diez metros bajo nosotros comienza un auténtico «Quinto Círculo» que jamás conseguiremos conquistar. Y puedes jurar que de ése sí que jamás regresó nadie.
— Vetea Pitó es capaz de bucear hasta casi veinte metros — le hizo notar el muchacho.
— En la laguna o en los arrecifes de coral — replicó el otro con sorna —. Pero pídele que se sumerja a veinte metros aquí, en mar abierto, y verás lo que te contesta. No… — señaló convencido —. Todo cuanto se encuentra bajo las quillas pertenece al dios Tané, que acostumbra a castigar muy duramente a quien se atreve a husmear en sus dominios.
— ¿Lo has visto alguna vez? — quiso saber Tapú Tetuanúi.
— ¿A Tané? — repitió el otro —. ¡Naturalmente! ¿Acaso tú no?
El muchacho negó desconcertado.
— ¿Dónde podría verle? — quiso saber.
— ¿Al Dios del Mar? En el mar — fue la respuesta —. Al amanecer, cuando los tonos grises se adueñan de las olas, y en los atardeceres, cuando el agua toma el color y la textura del mango maduro. — Abrió las manos como queriendo abarcarlo todo a su alrededor —. Tané está en el sabor del aire que respiramos y en el olor que se nos mete en la piel, y quien no sepa verlo así y respetarle por ello, jamás podrá conducir su embarcación más allá del «Segundo Círculo».