— ¿Llegaremos en este viaje al «Quinto Círculo», allí donde las aguas se solidifican convirtiéndose en enormes montañas blancas? — inquirió excitado Tapú Tetuanúi para el que el legendario viaje de su capitán constituía casi una obsesión.
— Desde luego que no — negó el «Navegante Mayor», seguro de lo que decía —. Ese lugar queda muy al sur, mientras que ahora nos dirigimos al nordeste, por lo que muy pronto el calor se volverá tan insoportable que las aves no alzarán el vuelo al mediodía, y las aguas se quedarán muy quietas porque ni tan siquiera el «Mara'amú» se atreve a penetrar en tal infierno.
— ¿Qué haremos entonces? — quiso saber el muchacho.
— Remar. Pasaremos las noches remando y los días al pairo, y te garantizo que llegará un momento en que te odiarás a ti mismo por haber puesto tanto empeño en embarcar.
«Miti Matái» sabía muy bien de qué hablaba, puesto que dos semanas más tarde los alisios comenzaron a perder su intensidad al tiempo que la fuerte corriente subecuatorial les empujaba con violencia por el costado de estribor, obligando a la nave a derivar hacia el oeste con tal ímpetu que a menudo ni siquiera se hacía necesario bogar para advertir que progresaban con sorprendente rapidez.
— No debemos dejarnos engañar por esta corriente — puntualizó sin embargo el «Navegante Mayor» —. Es cierto que ahora nos conduce hacia poniente, pero en cuanto nos descuidemos comenzará a derivar hacia el sur y en ese caso jamás podríamos aproximarnos a un objetivo que por lo que sabemos debe estar al noroeste. Dentro de unos días deberemos empezar a remar con fuerza, o será ya demasiado tarde y no habrá forma de volver.
Pese a que se encontraban muy cerca ya de los límites del «Cuarto Círculo», a punto por tanto de penetrar en aquel «Quinto Círculo» del que los habitantes de Bora Bora lo desconocían todo, «Miti Matái» tenía plena conciencia de que navegaban por regiones en las que las corrientes tenían mucha más importancia que los propios vientos, dado que sobre la línea del ecuador viajaba una de esas fuertes corrientes en dirección este, mientras que tanto a diez grados al sur como a diez grados al norte su dirección se invertía.
Debía permanecer muy atento por tanto a dejarse llevar por una sin correr el riesgo de que al abandonarla, la opuesta le obligara a desandar lo andado, en un auténtico juego de estrategia en el que lo más importante era aprovechar los restos del alisio y la fuerza de los brazos para intentar continuar su largo viaje hacia «El Infinito Mar de las Infinitas Islas».
Para los antiguos polinesios, «El Infinito Mar de las Infinitas Islas» no era otra cosa que la región que más tarde los europeos denominarían Micronesia, y no cabe duda de que tanto unos como otros supieron bautizar aquel curioso mundo, puesto que la casi desconocida Micronesia se extiende a todo lo largo y lo ancho de un océano del tamaño de Estados Unidos, por el que se desparraman dos mil ochocientos islotes cuyas tierras emergidas apenas superan los tres mil kilómetros cuadrados de extensión.
Qué resultaría de dividir la isla de Mallorca en dos mil ochocientos pedazos y distribuirlos caprichosamente por un mar tres veces mayor que el Mediterráneo es algo harto difícil de imaginar, pero si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría de tales islotes no alcanzan por lo general más altura que la de una simple palmera, se comprenderá que resulta sumamente sencillo navegar por la Micronesia sin divisar nunca más que agua.
De hecho, durante el primer viaje alrededor del mundo, Fernando de Magallanes pasó de largo por la región sin tropezar — y esto lo hizo en el último momento — más que con Guam, a la que denominó «Isla de los Ladrones» por encontrarla plagada de bandidos y piratas, y más tarde, tanto Alvaro de Mendaña como su viuda, Isabel Barrete, o Pedro Fernández de Quirós navegaron de igual modo por la región sin avistar unas tierras que a menudo llegaban a convertirse en invisibles.
Los archipiélagos de las Carolinas, las Marianas o las Marshall, no son a decir verdad más que puñados de diminutos atolones o pequeñas cumbres volcánicas que apenas afloran sobre la superficie del océano, tan separadas a menudo las unas de las otras, que no se entiende muy bien por qué extraña razón se les ha llegado a considerar auténticos archipiélagos.
Nadie sabe — ni probablemente sabrá nunca — cuántos son esos islotes ni en qué punto exacto se encuentran, y no resultaría aventurado afirmar que hoy en día se conocen mucho mejor los cráteres de la luna, que las tierras emergidas de Micronesia.
No obstante, el Marara, había puesto proa hacia allí con la loca esperanza de encontrar en tan gigantesco pajar la aguja en la que se refugiaban los salvajes que habían arrasado Bora Bora aun a sabiendas de que todo ello se encontraba ya en el corazón del tan temido «Quinto Círculo».
Fue por ello por lo que una mañana en la que el mar parecía una balsa de aceite y el calor de las primeras horas auguraba una sofocante jornada en la que el sol convertiría la cubierta del catamarán en una plancha de cocina, «Miti Matái» reunió a su agobiada tripulación para puntualizar sin más preámbulos:
— Sobre la medianoche de ayer atravesamos los límites de nuestro «Cuarto Círculo», por lo que ni yo, ni nadie que haya nacido en las islas de Sotavento tiene la más mínima idea de lo que podemos encontrar de aquí en adelante. Es como si se hubiera acabado nuestro mundo. — Carraspeó porque tenía conciencia de la importancia del momento, y con voz más severa aún que de costumbre, añadió —: Lo advierto para que tengáis muy claro cuáles son mis limitaciones, porque cuanto haga a partir de hoy tendrá que estar basado únicamente en el instinto.
Resultaba evidente que tanto para Tapú Tetuanúi como para el resto de los presentes, el instinto del «Navegante Mayor» de Bora Bora era lo más valioso que habían poseído desde el momento mismo en que atravesaron el Paso de Teavanuí, y por lo tanto nadie pareció sorprenderse cuando Roonuí-Roonuí alzó la voz para replicar con absoluta calma:
— Nos has traído hasta aquí, y ni por un solo instante hemos abrigado la más mínima duda sobre tu capacidad como capitán de esta nave. — Sonrió por primera vez en mucho tiempo —. De igual modo, tampoco ponemos en duda que sabrás tomar la decisión más correcta en cada momento. No tienes más que decir lo que tenemos que hacer y te obedeceremos.
Se escuchó un murmullo de aprobación y aunque estaba claro que «Miti Matái» esperaba una respuesta semejante, esa unanimidad pareció reconfortarle.
— ¡Bien…! — añadió a los pocos instantes —. Si todos estáis de acuerdo, mi recomendación es que a partir de hoy los hombres más fuertes dediquen las horas más calurosas del día a dormir y las noches a remar, mientras las mujeres y un pequeño retén de los más débiles se ocupan de la guardia de día para aprovechar el poco viento que soplará de ahora en adelante… ¿Alguna pregunta?
El obeso y siempre sudoroso «oripo» alzó la mano y su voz temblaba ligeramente al inquirir:
— ¿Me consideras fuerte o débil?
— Siempre has sido fuerte — le hizo notar el «Navegante Mayor» sin poder evitar una leve sonrisa —. Pero si encajas tu enorme trasero en uno de los cascos, jamás podremos sacarte de allí, o sea que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a pescar y a tratar de recordar cuanto sepas sobre «El Infinito Mar de las Infinitas Islas».
— Poco sé — fue la sincera respuesta —. Pero haré cuanto esté en mi mano por refrescarme la memoria.
Por desgracia, aquel grasiento gigantón era ya un hombre agotado al que la excesiva gula parecía haber hecho perder las prodigiosas facultades que hicieran de él, muchos años atrás, el «oripo» más respetado de las islas, al que venían a consultar desde Rairatea e incluso la lejana Tahití sobre cuanto se refiriese a la historia de los antepasados comunes, acciones de guerra, o árboles genealógicos.