Выбрать главу

— Debió ser una experiencia terrible — musitó «Vahíne Tipanié» con voz temblorosa —. Mi tío Mai fue uno de los que murió a bordo de aquella nave.

— Recuerdo a Mai — replicó «Miti Matái» —. Era un hombre valiente, aunque ignoro por qué extraña razón una mañana amaneció con todo el cabello blanco. Un mes después murió de frío.

— ¿Cómo puede nadie morir de frío? — quiso saber la propia «Vahíne Tipanié» —. Es algo que jamás he conseguido explicarme. ¿Cómo puede ser tan intenso ese frío?

— Tampoco yo conseguiría explicártelo — admitió su interlocutor agitando negativamente la cabeza —. Y aún hoy, que tanto tiempo ha pasado, me pregunto si fue verdad que lo sufrí en propia carne, o se trató de una pesadilla y jamás viví nada de todo aquello… — Hizo una nueva pausa, pero resultaba evidente que ahora no lo hacía por los demás, sino que era él mismo quien estaba absorto en sus amargos recuerdos —. Algunas noches, cuando al amanecer el viento sopla con fuerza metiendo la humedad en los huesos, me empapo el cuerpo con la intención de volver a sentir lo que sentí en aquella ocasión, pero es como tratar de comparar el brillo de una estrella con la luz del sol.

Cuantos le escuchaban guardaron silencio, como si se esforzaran por imaginar lo que sería un frío capaz de matar a una persona, y al cabo de un largo rato «Miti Matái» decidió retomar el hilo de su relato allí donde lo había dejado.

— Como os digo — añadió —, una vez que las inmensas olas cesaron, comenzó a soplar un violento «Pafa'ité» del noroeste, que como sabéis es un viento totalmente opuesto al «Mara'amú», pero tan insistente como él, y que es el que domina con fuerza en todos los mares que se extienden al sur de las Tubuai.

— ¿Y los remos? — quiso saber Chimé de Farepíti —. ¿Por qué no remabais?

— ¿Remar? — se asombró el otro —. Apenas nos quedaban fuerzas para achicar hora tras hora un agua que penetraba por todas las junturas… Éramos como una brizna de hierba con la que el viento y el mar jugaban a su antojo, y os aseguro que sin que pudiera explicar la razón, el frío nos agarrotaba las manos dejándonos los dedos como garfios.

— ¡No es posible! — exclamó en tercera fila una voz anónima.

— ¡Lo es! — insistió el «Navegante Mayor» —. El frío provoca reacciones muy extrañas, como paralizarte los miembros, obligarte a temblar y castañetear los dientes sin conseguir evitarlo por más que lo intentes.

— ¡Debió ser espantoso!

— Tanto… — admitió — que si «Teatea-Maó» hubiese hecho su aparición habríamos agradecido que nos devorara. — Sonrió con amargura —. Pero ni siquiera los tiburones se atreven a adentrarse en aquellas aguas. Tan sólo las ballenas y las focas resisten el frío, y pronto descubrimos que hasta los «Mahi-Mahi» habían dejado de acompañarnos, por lo que ni siquiera teníamos nada ya con lo que alimentarnos.

Todos los presentes parecieron estar intentando imaginar lo absurdo que sería un mar del que incluso los fieles «Mahi-Mahi» que les seguían a todas partes hubieran decidido alejarse, aunque para la mayoría aquélla era una hipótesis fuera de toda consideración.

— ¿Crees que ése es el infierno que Tané reserva a los malvados? — inquirió de improviso «Vahíne Áute», que siempre había mostrado un profundo interés por el destino de las almas.

— Si lo creyera estaría admitiendo que mi padre, y todos mis compañeros de aquel viaje, están en el infierno — le hizo notar «Miti Matái» —. Y no puede ser así ya que eran hombres buenos y justos.

— ¿Qué significado tiene entonces la existencia de semejante lugar? — quiso saber la buena mujer, que era de las que creían que todo en este mundo debe tener una justificación sobrenatural.

— ¿Significado? — repitió confuso «Miti Matái» —. No tiene por qué tener ningún significado, del mismo modo que no lo tiene el hecho de que ahora, aquí, haga un calor agobiante. — Abrió las manos como para indicar que era un hecho natural al añadir —: En el norte siempre hace más calor, y en el sur, más frío.

— ¿Por qué?

— ¿Cómo que… «por qué»? — intervino impaciente el obeso «Hombre-Memoria» —. Porque nadie concebiría un mundo en el que hiciera frío en el norte y calor en el sur. Son leyes de la naturaleza.

— Sin embargo — le interrumpió el «Navegante Mayor» —, tal vez a «Vahíne Aute» no le falte razón a la hora de plantear esa pregunta. Por lo que me contaba mi padre, ahora estamos llegando al punto de máximo calor, que luego comienza a amainar. — Se diría que aquélla era una cuestión que nunca se hubiera planteado con anterioridad —. Podría darse el caso de que navegando hacia el norte encontráramos otra vez el frío.

— Resultaría absurdo — puntualizó Roonuí-Roonuí —. Sería como admitir que existe un mundo al revés del nuestro, donde lo de arriba está abajo, y lo de abajo, arriba.

No era ni el lugar ni el momento idóneo para que unos hombres que ni siquiera sabían con exactitud lo que era el auténtico frío, resolvieran complejas cuestiones geográficas, en especial si se tiene en cuenta que a ningún polinesio se le había pasado por la mente la posibilidad de que la Tierra fuera redonda, por lo que al poco «Miti Matái» decidió recuperar el hilo de su historia, que era lo que en verdad importaba.

— Mis compañeros comenzaron a morir de hambre y frío, y cuando un amanecer apareció ante nosotros una gigantesca isla blanca gritamos de alegría imaginando que al fin habíamos encontrado un lugar en el que buscar refugio y alimento. — Guardó silencio como si a él mismo le costara aceptar que aquello había ocurrido —. Sin embargo, cuando pusimos el pie en ella descubrimos que no se trataba de tierra, sino de agua, tan fría, que se había solidificado.

— ¿Cómo se entiende…? — se vio obligado a inquirir Vetea Pitó —. He oído esa historia anteriormente, pero por más que le he dado vueltas no concibo cómo el agua se pueda convertir en una isla sólida, blanca y, además, fría… ¿Es cosa de brujería?

— Es cosa de los dioses — replicó el «Navegante Mayor» con absoluta calma —. El sol, el mar, el día, la noche y las estrellas existen porque Taaroa los creó así, y de igual modo allá, al sur, se complació en crear tales prodigios. — Se encogió de hombros —. Ni siquiera yo, que soy el único sobreviviente de aquel nefasto viaje, puedo explicar la razón, pero de lo que debéis estar seguros es de que no miento en lo más mínimo.

— Nadie insinúa que mientas — se apresuró a responder el buceador —. Estoy convencido que todo lo que cuentas es cierto, pero es que no consigo asimilarlo… ¡Continúa, por favor!

— ¡Bien…! — fue la respuesta —. Aquello significó un duro golpe, y algunos hombres se dejaron morir sobre la isla. — Agitó la cabeza repetidas veces —. Debía ser una muerte agradable puesto que todos sonreían… — Lanzó un hondo suspiro —. Pero lo más curioso, lo que acabó de desconcertarnos, fue el hecho de que a los dos o tres días no comenzaron a descomponerse y oler mal, sino que seguían intactos, como si en realidad estuviesen dormidos.

Aquello colmaba la credulidad de unos seres acostumbrados a que en el calor tropical de Bora Bora un cadáver comenzase a pudrirse a las pocas horas, por lo que se hizo un silencio que podría interpretarse como que el más hondo escepticismo acababa de adueñarse del Marara.

— ¿No se descomponían? — repitió Roonuí-Roonuí —. ¿Y estaban muertos?

— ¡Totalmente…! — Los observó y no pudo por menos que sonreír con amargura —. ¿Comprendéis por qué me resisto tanto a contar cuanto ocurrió? Al final todos ponen esa misma cara.